A menudo se ha calificado a Jacques Tardi como un directo heredero de las grandes figuras de la línea clara franco belga: Hergé, Edgar P. Jacobs.
Sin embargo, el dibujante y guionista francés, nacido en 1946, es poseedor de un mundo propio, ácido, crítico y surreal, que se distancia del amable humanismo de Tintín o del anticuado, aunque encantador, conservadurismo de Blake y Mortimer.
Buena prueba de esto que afirmamos es su serie Las extraordinarias aventuras de Adéle Blanc-sec
En el que podríamos estimar como el primer ciclo de la serie, compuesto por las cuatro entregas iniciales, se va perfilando su protagonista. Adéle Blanc-Sec es una joven escritora de novelas policiacas, frecuentadora de los bajos fondos, de espíritu aguerrido y notoriamente ácrata.
Ya en su primera aventura no dudará en recurrir al secuestro y al chantaje para salvar de la guillotina a un delincuente, inocente del crimen del que se le acusa. Su contexto es el París modernista, en los años precedentes a la guerra del 14, transmutado en un lugar tan mítico como la antigua Babilonia o la Bagdad que Scherezade soñó durante mil y una noches. En dicha ciudad de los prodigios Adéle vivirá todo tipo de fabulosas peripecias. Pterodáctilos homicidas; hombres de las cavernas revividos por científicos dementes con intenciones totalitarias; adoradores del demonio asirio Pazuzu; sectas satánicas; magia negra; espiritismo; momias egipcias vueltas a la vida....
Todo será posible en una obra de continuidad serial en la que las diversas tramas se entrelazan, las unas con las otras, en un bucle sin fin. Amalgamando lo detectivesco con la fantaciencia y el horror gótico, en un registro deudor de la tradición del folletín francés, representado por autores como Ponson duTerrail, Maurice Leblanc o Gastón Leroux.
La historieta ofrece una visión dual, una estructura anfibológica, donde tanto personajes y situaciones como escenarios y procedimientos narrativos ostentan un doble sentido. Un aspecto manifiesto y otro, latente, oculto, de sorprendentes connotaciones.
De tal manera, que si se nos presenta una documentada reconstrucción de la época, en la que monumentos y edificios emblemáticos de la ciudad luz son recreados con minucioso verismo.
Observamos desde otro ángulo como en unos espacios familiares acechan extrañas presencias y lo siniestro, según la concepción freudiana en la que lo cotidiano se nos revela como inquietante, puede irrumpir de forma inesperada.
Así, las numerosas estatuas que jalonan el relato, en plazas, avenidas, museos, etc., parecen estar vigilando de soslayo a los protagonistas de la acción. En ocasiones, cobrando vida, cual convidados de piedra en el Tenorio. Tal sucede en El sabio loco, donde la efigie de un procer de la república se descubre como un pitecántropo, que ataca a Adéle en una medianoche invernal.
En El demonio de la torre Eiffel, las baldosas de Pont Neuf esconden un dédalo de pasadizos desembocantes en la guarida de la secta Pazuzu: la cual plantea infectar con la peste bubónica a la población de París. En el mismo capítulo el propio demiurgo asirio-babilónico se pasea por la cima de la creación de Monsieur Eiffel.
Al principio de Momias enloquecidas, un orondo burgués, de retirada de sus excesos pantagruélicos, encontrará, en sucesivas noches, los marcos de las Tullerias o el Arco del Triunfo adornados con los cuerpos de las víctimas de rituales demoníacos. Mientras que en el cementerio de Pere Lachaise se realizan sacrificios humanos en honor al señor de las moscas. Este despliegue de macabras fantasmagorías sirve de espejo deformante que refleja la verdadera faz del alegre París de la Belle Epoque.
Poseída de un instinto de muerte y destrucción que culminará en la I Guerra Mundial.
Aquella en la que los soldados franceses marchaban al frente portando una flor en el fusil, y en la que los diarios parisinos, como Le Figaro o Le Echos de París, alababan el carácter higiénico y educativo de la guerra, que lo rehace y regenera todo. Por ello no será extraño que las malévolas sociedades secretas que aparecen en la serle sean lideradas por respetables figuras como el comisario jefe, Dugomier, o una eximia diva del teatro, émulo de Sarah Bernhardt.
Tampoco puede sorprender que el reptil prehistórico con aficiones de serial killer, protagonista del primer título, sea controlado mentalmente por un psicótico erudito, un auténtico hombre pájaro, que proyecta en el alado saurio sus deseos reprimidos. Ni que la multitud de rienda suelta a su obsceno apetito de sangre en la secuencia de la ejecución del condenado Ripol.
Por el contrario, jugando a este esquema ambivalente practicado por Tardí, los personajes de apariencia más amenazadora o monstruosa, suelen resultar los más civilizados y simpáticos. Este es el caso del homínido que el protonazi profesor Esperandieu reanima, de la noche de los tiempos, con intención de transformarle en el supersoldado que restaure el esplendor napoleónico.
Inteligente, pudoroso y romántico, el pitecántropo rechazará el condicionamiento pavloviano al que se le somete y perecerá frente a la catedral de Notre Dame, como un moderno Quasimodo, mientras le declara su amor a Adéle.
La atmósfera de ambigüedad es reforzada por un original lenguaje narrativo en el que se alternan e intercambian los distintos puntos de vista. En numerosos momentos los personajes son dibujados de espaldas, en plano subjetivo. La viñeta siguiente los visualiza, en contraplano, de frente. Esto produce el efecto de que los protagonistas parecen haber descubierto a un anónimo observador, que no es otro que el lector del cómic.
La técnica aludida, como ha constatado Sylvaln Bouyer- en el nº 63 que la revista Les cahiers de la bande dessinée dedicó a Jacques Tardi-, pretende que reflexionemos sobre nuestra condición de voyeurs, al mirar y ser vistos. Amén de proponer una metacomunicación que nos recuerda que estamos contemplando una ficción, a la que, paradójicamente vivenciamos como si fuera real.
Este binomio de distanciación/empatía se subraya en instantes como la página 35 de Adéle y la bestia, en la cual se recogen las incidencias de una ejecución en la guillotina. Si en la primera viñeta el acontecimiento es visto desde fuera, en un plano general del reo camino del patíbulo.
En las posteriores imágenes la mirada subjetiva del preso, encuadrando a la chusma vociferante y a la máquina mortal, y la nuestra son coincidentes, sintiéndonos en la piel del infortunado.
Con hálito postmoderno Tardi ejercita una ironía autoreferencial. Adéle, ente Imaginario, se dedica a narrar sus extraordinarias aventuras en las novelas que escribe y, en un rasgo pirandelliano, se queja de los laberínticos enredos ideados por su creador: Ya estoy harta de complejas intrigas. Me pregunto que pensarán los lectores. Exclama en Momias enloquecidas, estableciendo un diálogo con los que leemos sus hazañas.
Por otra parte el autor no duda en reírse de si mismo. Un jocoso texto de apoyo de El secreto de la salamandra, criticará la elegante ambientación del dibujo: Basta ya de postales. O la alusión al fracaso de una novela de inspiración verniana, que no es otra que el álbum del propio Tardi, El demonio de los hielos.
La cualidad bifronte del relato se extiende, a su vez, a la psicología de los diferentes caracteres. Adéle es un ser contradictorio. Detenta un cínico escepticismo, que se traduce en un rostro de expresión permanentemente malhumorada y despectiva, pero es capaz de gestos de humanidad -su compasión ante el pitecántropo- y generosidad -rescata a un inocente del cadalso-. El inspector Caponi, policía de acusada minusvalía cerebral -suerte de Hernández sin Fernández o viceversa-, alterna los roles del policía honesto, esbirro lameculos y marginal al otro lado de la ley.
El doctor Dieuleveult, máximo malvado de la colección y auténtico némesis de la protagonista, adoptará las diferentes personalidades de hombre de ciencia, médico altruista, villano megalómano y finalmente, secreto enamorado de Adéle.
El detective privado Simón Flagelot es audaz pero cobarde. Tardi rechaza, pues, el maniqueísmo simplista y nos hace meditar sobre la complejidad de la condición humana.
Lucien Brindavoine es un joven fotógrafo que vive una aventura iniciática, durante los primeros años del siglo, con ecos de Julio Verne, Hugo Pratt y Hergé.
El tono de la historia, ingenuo y desenfadado en su obertura, dará paso a un amargo desencanto. Brindavoine pierde su inocencia y encarará un futuro deprimente: las trincheras de la I Guerra Mundial. En la historieta corta, La flor en el fusil, editada en 1974, el joven comprobará hasta que punto puede ser brutal e irracional el ser humano, y cuanta barbarie se esconde debajo de eso que se llama la civilización. Visión muy afín a la de la novela de Celine, Viaje al fin de la noche.
En 1979 una reedición en álbum de las dos historietas, incluye nuevas páginas, incorporando a un cáustico narrador, también presente en El secreto de la salamandra y al que podemos considerar como un trasunto de ta mentalidad de Tardi, que permite enlazar la saga de Brindavoine con la de Adéle Blanc-Sec.
Reencontramos, al comienzo de El secreto de la salamandra, a Lucien Brindavoine donde lo habíamos abandonado. Sumergido en el fango de las trincheras, inflingiéndose una herida para poder escapar de la insensata matanza. Será entonces cuando el numen de Adéle, la momia que conocemos de anteriores entregas hará un mágico contacto con el soldado. Proponiéndole un plan para revivir de su largo letargo a la chica.
El argumento se desarrollará sobre varios niveles. Por un lado, una impresionante diatriba contra la guerra. Véase la viñeta en la que el narrador agita una bandera francesa, tararea la Marsellesa y hace el balance de la tragedia: Diez millones de muertos de casi todas las naciones del globo, 750.000 toneladas de carne y huesos, 13 toneladas de sesos, 47 millones y medio de litros de sangre y 46 millones de años de vida que nunca serán vividos.
Las secuelas que dejó el conflicto en toda una generación son personificadas de manera individual en Brindavoine. Licenciado, tras amputársele un brazo, caerá en la senda de la autodestrucción.
Mientras los años finales de la contienda llevan la carnicería a su punto más álgido, Lucien se emborracha a todas horas en busca del nirvana etílico.
Desgarradora trayectoria vital donde se combinan un ácido humor y un feroz nihilismo, que lleva al joven a escupir con desprecio: A la mierda el ejercito, a la mierda Francia, a la mierda los curas, a la mierda los tontos....
El otro nudo del guión es una vasta conspiración mundial en la que los grandes poderes del crimen organizado y las finanzas aspiran a crear un nuevo orden, a caballo entre el fascismo, la Trilateral y la Cosa Nostra.
Liderados por Otto Lindenberg, que ya había aparecido en Adiós Brindavoine, multimillonario reducido a un armazón de prótesis metálicas, los conjurados se reunirán en el Flatiron de Nueva York.
El climax de la secuencia, aderezado por truenos y relámpagos, auna la profecía diabólica con la más perversa voluntad de poder, en un registro que haría las delicias del Chris Cárter de Expediente X.
En un delirante discurso Lindenberg diseña el mundo del mañana. Uno, en el que los ricos serán cada vez más ricos y los pobres serán cada vez más pobres. Donde la democracia será una
pantalla para todo tipo de tramas negras. Y valores como la religión, la familia o el espíritu castrense, los pilares sobre los que se cimentará la tiranía.
Un panorama muy semejante al actual, vamos. Claro que el plan no llega a cumplirse, puesto que como dice el narrador: El hombre es por naturaleza, bueno y generoso. ¡Hmmm!
Después de múltiples incidencias, en las que tendrá un papel relevante el doctor Dieuleveult, pertinazmente obsesionado con destruir a Adéle, Lucien revive a la joven. Una bella secuencia donde la chica emerge desnuda de su frío sueño para perderse en la noche cogida del único brazo de su acompañante.
El siguiente episodio, El ahogado de dos cabezas, introduce también novedades. A estas alturas Tardi ha efectuado numerosos trabajos paralelos a la serie. Sus colaboraciones con escritores como Jean Patrick Manchette, Griffu -1978-; Jean Claude Forest, Aquí Mame -1979-; Leo Malet,
Niebla en el puente de Tolbiac -1982-; Benjamín Legrand, Exterminador de cucarachas -1984- han ido aportando una mayor carga crítica a su trayectoria creativa.
Ahora, Adéle, que ha estado prácticamente ausente en el anterior álbum, se encuentra como un sosias de Rip Van Winkle descubriendo los acontecimientos que se había perdido mientras estaba hibernada.
Su asco y horror, ante el paisaje después de la batalla, es inmenso. Las ásperas conclusiones sobre el criminal sinsentido de la guerra del 14 y el estúpido salvajismo de la humanidad bordean el pesimismo existencial de un Jean Paul Sartre.
Al igual que el Roquentin de La nausea, Adéle llega al convencimiento de que el hombre es una pasión inútil y que, tal vez, sería mejor que esa menuda criatura rosa, dura de mollera que evoluciona sobre la superficie de la tierra, se destruya a si misma, para que las cucarachas puedan vivir en paz.
El fuerte radicalismo de Tardi se vislumbra en la aparición de personajes de ideología anarquista y en la descripción de un atentado contra un alto cargo del ejercito, apodado el carnicero de Verdún, condecorado por fusilar a cientos de soldados franceses.
Igualmente, los policías bufonescos del estilo de Caponi, son sustituidos por el comisario Laumanne, alias el verdugo, y sus acólitos. Claros exponentes de una mentalidad represiva, que pudieran hacer una buena carrera en la Gestapo.
Otro elemento sobresaliente es el elemento circense que incorpora. Tardi llegó a compartir un estudio con el ilustrador Nicollet allí, ambos artistas, un poco en broma, crearon tres payasos de satíricos nombres: Arthroz, Glucoz y Potetoz.
La idea es recuperada en El ahogado de dos cabezas, donde aparecen estos tres clowns amargados y chiflados. A ellos se añade todo un repertorio de freaks del Circo de Invierno. Los siameses del Cáucaso, el hombre cañón y el hombre obús, la mujer metralleta, el españolito de la Courbevole y sus castañuelas infernales... . una poética surrealista decorada con un inventivo léxico que llevó a la crítica francesa a buscar analogías con la novelística de Georges Pérec o Raymond Queneau.
Remarquemos que este título es uno de los más conseguidos en el aspecto estético. Desde la nostálgica recreación del viejo París, con sus callejuelas estrechas empedradas con grises adoquines, sus casonas erizadas de chimeneas o sus desolados suburbios, donde se consuma el anacrónico maridaje del campo y la metrópolis. Hasta su excelente entintado, con abundantes manchas negras y sombreados, siempre en armónica tensión con el coloreado de Anne Delobel.
Después de este magnífico díptico, Jacques Tardi efectuó un largo paréntesis de casi diez años, dedicando sus esfuerzos a proyectos como la adaptación de la novela de Leo Malet, Calle de la estación 120, o la lujosa edición ilustrada de Viaje al fin de la noche, editada por Futurópolis en 1988.
La serie será retomada en la primera mitad de los noventa con Todos monstruos, seguido por El misterio de las profundidades.
En ambas entregas encontramos un dibujo de trazo más sintético y minimalista, acentuando los rasgos caricaturescos de los personajes. Las viñetas ostentan un menor tamaño y eso reduce la exuberancia de los fondos. París es retratada como una ciudad lluviosa y oscura, cubierta por una niebla en la que acechan todo tipo de monstruos engendrados por el sueño de la razón. Dieuleveult reaparece con su tenaz manía de matar a la Blanc-Sec, luego descubriremos que su odio es en realidad amor frustrado y su corazón, literalmente, se romperá al creer que su enemiga ha muerto. ¡Ah, la pasión y sus misterios!. Además el mad doctor tiene el enloquecido proyecto de materializar con un aparato de su invención los miedos y tabúes del inconsciente. Planteamiento similar al del film americano del año 56, Planeta Prohibido, que permite la exhibición de un bestiario de teratológicas criaturas. Para cuya visualización se solicitó la colaboración de un estelar elenco de dibujantes. Entre otros: Pétillon, Meziéres, Boucq, Comes, Bilal, Fred, Nicollet o Druillet. A los que se suman los propios hijos del artista Rachel y Oscar.
Adéle, muy rejuvenecida de aspecto aunque tan peleona como de costumbre, aparece más preocupada por su carrera literaria y por el estado de sus muelas que por verse implicada en quiméricas aventuras, éstas acudirán a ella de todas formas, surgiendo nuevos antagonistas como el grotesco dentista, un siniestro ladrón, poseedor de dentadura de escualo y del hedor de las trincheras en su pútrido aliento. Pero el enemigo más temible no es otro que su editor, Bonnot, que intenta convertir las novelas de la escritora, en realidad los cómics de Tardi, en cuentos para niños. Acerado comentario de los últimos años de la historieta europea, sometida a los intentos de involución infantilista por parte de algunos grupos editoriales católicos.
Sin perder su carga crítica el humor es más amable y la ironía menos acida. Abundan los juegos de palabras apoyados por signos gráficos e ideogramas, creando un estilo muy en la línea de Greg o Goscinny. Otra novedad es la incorporación de una voluminosa enmascarada- un guiño a las fondonas mujeres fatales de los seriales cinematográficos de Louis Feuillade -que termina revelándose como la hermana perdida de Adéle. Gran coherencia el que en una serie que nació como homenaje al folletín, se produzca la típica agnición, el reconocimiento melodramático de lazos familiares entre personajes que los ignoraban.
Las extraordinarias aventuras de Adéle Blanc-Sec continúan su curso y se promete nueva entrega, El laberinto infernal.
Sólo podemos esperar que no se demore demasiado, problema endémico del cómic galo. En donde se sabe cuando empiezan las series, pero su desenlace es como la historia interminable. Y si no que se lo pregunten al señor Jodorowsky y su inacabable Incal.
Por Rubén Paniceres publicado en la revista Dentro de la Viñeta nº2 junio, 1999
No hay comentarios:
Publicar un comentario