sábado, 31 de agosto de 2013

EL PELIGROSO OFICIO DE CONTAR LA VIDA DE OTROS


Por PACO IGNACIO TAIBO II


Cuando estaba terminando de escribir la biografía del Che, el comandante Guevara me visitaba en el sueño y me traía de arriba para abajo haciendo trabajo voluntario construyendo escuelas. Me levantaba agotado, y volví a buscar obsesivamente las claves del personaje, cruzando mil y una fuentes. Era sin duda un trabajo peligroso. Cuando te acercas tanto a un personaje, quema. Lo que llamarían algunos de mis amigos «el Método Stanislavski» en eso de hacer biografías. Entras y sales de la cabeza de un hombre. Te identificas y te separas de él para narrarlo, entras de nuevo, sales. Tu estabilidad emocional comienza a ponerse en juego. Si al acabar de escribir Ernesto Guevara, también conocido como el Che, había tocado algunas de las cuerdas de la locura, entrar años más tarde en la cabeza de Pancho Villa resultó aún más peligroso.


Bandolero durante 17 años, desde la adolescencia hasta el momento en que se integró a la revolución en 1910, conservaba los usos y costumbres de un hombre violento que tenía el gatillo fácil aunque, curiosamente, también un hombre que lloraba en público sin avergonzarse de ello.Nunca había pisado una escuela, aprendió a escribir dibujando una firma que alguien le había escrito. No sería sino hasta 1912 que, en la cárcel, comenzaría a leer. Su primera lectura: Los tres mosqueteros. Pancho Villa tuvo fama de borracho, pero nunca bebió, e incluso persiguió a los alcohólicos y su ejército destruyó bares y cantinas; le gustaban, curiosamente, las leches malteadas de fresa. Imagen absurda, un revolucionario con doble canana pidiendo un milkshake de fresa en un drugstore de El Paso, Texas. Vivió con el sombrero puesto, sólo quitándoselo para nadar y para morir, y dirigió la maquinaria de guerra más impresionante del inicio del siglo XX en América latina, un ejército de sesenta mil hombres al que dotó en 1914 de una escuadrilla aérea. Los trenes fueron su instrumento de guerra más eficaz junto a las grandes cargas de caballería y le encantaban las motocicletas, los tractores y las máquinas de coser. En plena campaña, durante la revolución, firmó un contrato de exclusiva con una productora de cine de Hollywood para que filmara sus batallas y aprendió que, si se ponía con el sol a la espalda, las fotos salían veladas y así podía cobrarlas dos veces. Cuando fue gobernador de Chihuahua, tan sólo un mes, fundó cincuenta escuelas, y donde quiera que llegara su tren de guerra, abría los vagones para repartir arroz, maíz y frijol a los maestros.


 Villa se casó treinta veces, dos con la misma mujer porque se le había olvidado que ya estaban casados. Y tuvo un par de docenas de hijos, a los que en general protegió y educó. Una vez, intentó fusilar de tres en tres a unos enemigos capturados, poniéndolos en fila para ahorrar balas, y le salió mal el experimento. Cuando el jefe militar norteamericano de la frontera, el general Scott, le dijo que tenía métodos de guerra poco civilizados, Villa le contestó sorprendido que qué había de civilizado en la guerra.


Un personaje así resulta tan literario que cualquier intento de narrarlo en clave de ficción lo debilita y uno se pregunta qué es lo prioritario: ¿Entender para contar o contar para entender? Entrar en su cabeza implicaba un inmenso esfuerzo. Yo soy hijo de una clase media ilustrada de final del siglo XX, Villa era el hijo de la revuelta agraria más violenta del inicio del siglo XX. Su violencia a veces me aplastaba. Su sentido del humor me cautivaba. Su genialidad como general del ejército del pueblo me fascinaba, su poligamia me desconcertaba. Lo que resultaba evidente es que su imagen nos persigue; más de ochenta años después de su muerte, sus fotos no desaparecen. Villa a caballo sigue siendo la imagen de la deuda eterna de una sociedad con sus parias, sus miserables. La vocación de la venganza de los agraviados.

Revista Mercurio nº93 octubre 2007

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