Las palabras no sólo tienen alma. También poseen un cuerpo, una indiscutible dimensión física. Como prueba evidente de ello, en cuanto las escribimos, se ponen a ocupar un lugar, a desalojar un espacio con su tinta, a resaltar sobre el blanco de la página. Ordenan con más o menos faltas de ortografía las letras que las componen y hacen alarde de sus tipos. Estiradas, obesas, elegantes o sensuales las palabras desfilan línea tras línea ante nuestros ojos en un intento inútil de que nos fijemos en su aspecto. A pesar del insinuante contoneo de sus formas y caracteres, ignoramos estas exhibiciones materiales y las consideramos desde un punto de vista estrictamente espiritual. De las palabras tan sólo nos importa el significado.
Nuestra cultura ha enterrado los valores plásticos de la escritura bajo una tipografía con-vencionalizada. Todo, incluso nuestras posibilidades de comunicación, se ha mecanizado. La imprenta, la tecla de la máquina de escribir o del ordenador han establecido una enorme distancia entre la mano y la letra. La impresión ha sustituído la inscripción. Cuando escribimos ya no trazamos, sino que simplemente pulsamos. Y así, poco a poco, hemos olvidado que dibujar y escribir tienen un origen común. Estamos perdiendo ese contacto directo con las palabras que las hacía surgir de esa aplicación, más o menos llena de borrones, de la plumilla contra el papel. Y, como consecuencia, no sólo se ha perdido la caligrafía como asignatura obligatoria sino también el cuerpo a cuerpo húmedo y curvilíneo con la escritura. Nuestras relaciones con las palabras se han hecho más frías. Ya no pasan por la apreciación sensorial ni por la habilidad manual, sino por el intelecto. No nos interesa cómo son ni cómo se hacen, sino simplemente lo que dicen. No gozamos de sus formas, sino de su sentido. No las contemplamos sino que las leemos. Aunque resulte difícil de creer, podría decirse que las hemos perdido de vista. Sin embargo, antes de alcanzar unas relativas y casi siempre discutibles cualidades literarias, la escritura posee unas inevitables calidades letrísticas. La crítica se esfuerza en suministrar argumentos que proveen a algunos escritos de ese halo de santidad, de esa transcendencia artística basada en los méritos del estilo y en la
Naturalmente, a la hora de acortar distancias entre lo dibujado y lo escrito, la historieta ocupa un lugar privilegiado. Como tantas y tantas veces se nos ha dicho, la inclusión dentro de la viñeta de textos escritos manualmente (en lugar de imprimirlos debajo) constituye una característica fundamental de este medio. No me atrevería a afirmar, como hacen algunos, que con esta inclusión se inventa la historieta, pero hay que reconocer que cumple un papel importante en su evolución. De esta manera lo escrito también se dibuja o, por lo menos, es el propio dibujante (en cualquier caso un grafista) el que se encarga, trazo a trazo, de ir configurando las palabras con los mismos o muy similares instrumentos, con los mismos o muy similares gestos con los que ha realizado personajes o paisajes. En la historieta por lo tanto la vinculación gráfica existente entre lo escrito y lo dibujado resulta prácticamente inolvidable. Por éstas y otras razones este medio se ha mantenido al margen de todos los argumentos que se han empleñado en establecer una irreconciliable oposición entre la palabra y la imagen. De ahí le viene sin duda la desconsideración artística que todavía sufre al mismo tiempo que la riqueza de sus posibilidades expresivas. El historietista, consciente de la relatividad de esta oposición, utiliza toda una amplia gama de recursos para comunicar vi-
sualmente con sus textos. Existen así numerosos bocadillos en los que las palabras tiemblan de miedo, se quiebran de emoción, engordan de autoridad o se derriten de placer. Se consigue por este procedimiento transmitir no sólo los valores gráficos del trazo sino también toda una serie de connotaciones que explican o refuerzan el estado anímico del personaje.
La onomatopeya constituye un segundo paso en la adquisición de esta consistencia gráfica de la letra. Es éste un campo muy característico de la historieta y de hecho podría considerarse como la otra cara del llamado código ideográfico. Mientras que la creación de los signos ideográficos esta basada en la atribución a unas imágenes de los valores arbitrarios y unívocos del lenguaje, la utilización de la onomatopeya en la historieta implica someter las letras a un tratamiento propio de las imágenes. En las viñetas, las onomatopeyas se saltan el bocadillo, se hinchan de volumen, se llenan de color y hacen estallar sus letras por el impacto de una explosión o las resquebrajan por un golpe. Toda una gama de recursos gráficos interviene aquí en la elaboración de las letras con el fin de dar cuerpo al sonido, de aportar una estruendosa consistencia al choque o al estallido. Y aún existe un tercer nivel de implicación del dibujo en la palabra. No son escasos los relatos en los que las letras se convierten en protagonistas o desempeñan un papel importante en la ambientación de la historia. Y, Caran d'Ache en su Petit Serpennt malicieux presentaba una serpiente que formaba letras con su cuerpo. Y Little Nemo en un momento de hambre se comía las letras de título de la página. Pero hoy en día la explotación de los recursos derivados de esta corporeidad letrística es, si cabe, más numerosa. Fred, en las aventuras de Philemon, convierte en islas las letras del Atlántico , Espinosa creó un perriódico (perro que devora las palabras que pronuncian los personajes), Boucq, con guión de Delan, dibujó una historia en la que las letras se apoderan de un personaje y piden rescate por él, Gallardo crea una Sopa de letras en la que el Niñato viaja por un mundo de palabras, Rick Griffin en el histórico Zap utilizaba frecuentemente las letras como personajes y el historietista cubano Juan Padrón tiene una serie titulada Abecilandia en la que las letras de plantean todo tipo de problemas alfabéticos... El repertorio exhaustivo sería numerosísimo.
Desde la rotulación más o menos adaptada a la personalidad o a los estados de ánimo hasta las letras-personajes pasando por las onomatopeyas, encontramos toda una serie de utilizaciones de lo escrito que vienen a demostrar que la historieta, antes de mantener relaciones con lo literario, las mantiene con lo letrístico. En este medio, más que en ningún otro, los personajes se hallan estrechamente unidos a su discurso. En los globos por los que no sólo hablan sino también respiran se puede leer algo más que sus palabras, prácticamente se puede descubrir su estilo. Los personajes permanecen a pie de bocadillo, unidos por una especie de cordón umbilical a una expresión que lleva su misma sangre o su misma tinta. En la historieta letras y personajes dependen de los mismo. Son una cuestión de tipo gráfico y de carácter.
■ Antonio Altarriba
Krazy Comics nº extra oct/nov/dic. 1993 (ultimo número)
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