A través de sus obras, los artistas no sólo narran historias, reflexionan sobre la realidad o su entorno, y transmiten sentimientos. También, con frecuencia, nos hablan sobre ellos mismos, sus inquietudes, sus aspiraciones o el lugar que creen ocupar en la sociedad donde les ha tocado vivir y en la historia de su propia disciplina creativa. En muchas ocasiones, la información de carácter personal que se infiere de los cuadros tiene un valor equiparable o superior a la que revelan las fuentes documentales escritas. Uno de esos casos es el de Velázquez. A través de documentación de archivo o antiguos tratados de pintura es posible conocer los episodios más importantes de su biografía, casi todos los aspectos de su vinculación laboral con la Corte o los avatares de sus dos viajes a Italia. Sin embargo, este tipo de fuentes deben ser completadas con el estudio de la información de carácter personal que revelan sus obras, que resulta muy útil para conocer la imagen propia que quería transmitir o su ideología artística.
Le vemos a la izquierda, de pie ante un cuadro sobre el que está trabajando. Tanto su posición como su indumentaria, la acción que realiza o su relación con el resto de la obra están repletas de significado. Aunque se sitúa en un lugar aparentemente marginal del cuadro, su presencia es vital para la lectura visual del mismo, pues es una de las figuras que llaman más poderosamente la atención. A ello contribuye el que su cabeza esté más alta que cualquiera de las demás y su figura domine la composición. Antonio Palomino, que fue el pintor y tratadista de arte a quien debemos (en 1724) la descripción temprana más completa y fiable del cuadro, afirmaba que lo hizo a imitación de Fidias, el escultor griego que se autorretrato en el escudo de su estatua de Minerva, de manera que si alguien intentase hacer desaparecer su imagen, la escultura entera acabaría destruida.
En su indumentaria llaman poderosamente la atención tres cosas. En primer lugar, que no es específica de ningún pintor, sino la habitual entre cortesanos de cierta categoría. Además, del cinto le cuelga una llave, que hace referencia a su cargo de Aposentador de palacio. Se trataba de un ofició que ejercía desde 1652 y que tenía una destacada importancia dentro de la estructura administrativa de la Corte, pues presuponía una cierta proximidad con el rey. Para Velázquez era la culminación de una larga carrera cortesana que desarrolló en parte al margen de sus obligaciones como pintor y que comenzó en 1627 con su nombramiento como ujier de cámara. Todo ello le permitió estar más o menos cerca de Felipe IV, y le fue creando una fuerte conciencia de su condición de cortesano.
Fue el rey precisamente quien propició que en 1658 se le concediera la cruz de Santiago, a pesar de que no reunía las condiciones necesarias para ello. La ostenta sobre su pecho, donde se pintó una vez acabado el cuadro. La obtención de la misma significó un extraordinario triunfo personal para el artista, quien a lo largo de toda su carrera tuvo que luchar contra los recelos que provocaba en los círculos cortesanos tanto su origen social como su actividad. En esa época en España eran muchos los que sostenían que el de la pintura era un oficio manual, mucho más cercano a la artesanía que al arte. Y en un país donde existía una preocupación tan desarrollada por la demarcación social, las consecuencias de este tipo de prejuicios se hacían notar día a día. Para luchar contra ellos, desde hacía décadas los pintores locales habían estado buscando un reconocimiento del carácter noble de su actividad, de la que afirmaban que se encuadraba dentro del sistema de las artes liberales. En esa empresa se habían visto apoyado por algunos importantes intelectuales, como Lope de Vega, José de Valdivieso o Pérez de Montalbán, y aunque habían obtenido algunas victorias importantes, el tema seguía siendo polémico. Tanto que fue una de las principales preocupaciones de todos los tratadistas de arte españoles del siglo XVII y principios del XVIII.
Pero, ¿qué tipo de artista era Velázquez? Las meninas también nos proporcionan algunas claves para responder a esta pregunta. A través del asunto del cuadro sabemos que era un retratista; pero no uno cualquiera, pues dedicaba su arte al servicio de la representación de la familia real. Además, el contenido político que tiene la obra demuestra que supo trascender el género del retrato y aproximarlo al de la historia, que era el que se consideraba más prestigioso desde el punto de vista de la tradición occidental. Pero que el artista era un pintor de "historia" no lo sabemos sólo a través de la red de significados de has meninas, pues lo demuestra también Velázquez mediante el cuadro que está pintando. De él únicamente vemos el reverso, y por lo tanto no sabemos qué es lo que está representando exactamente. Alguna vez se ha dicho que está retratando a los reyes, y que la presencia de estos en el espejo puede deberse a que el mismo refleja el cuadro o a que están posando para el pintor. Sin embargo, las extraordinarias dimensiones del lienzo sobre el que trabaja Velázquez son completamente inusuales para un retrato, aunque hay excepciones como las propias Meninas. El género pictórico con el que automáticamente se asocian este tipo de medidas es el histórico, al que pertenecían la pintura mitológica, las representaciones de la historia sagrada, etc. Si unimos todas estas variables, veremos que en esta obra el pintor se define como un artista de condición social noble, que como retratista tiene una misión tan alta como es la de perpetuar la imagen del rey y de la monarquía, y que emplea también sus conocimientos en la ejecución de cuadros de historia.
Para autorrepresentarse y definirse, Velázquez elige una composición extraordinariamente compleja, en la que él mismo juega un papel decisivo, y que demuestra hasta qué punto se trata de un artista experimentado e inteligente. La trama de significados es muy densa, y su lectura no sólo depende de un mero reconocimiento de las acciones que interpreta cada personaje y de los contenidos asociados a las mismas, pues es una obra que exige una intervención muy activa por parte del espectador, quien se ve en¬vuelto en un sutil juego que le obliga a meditar, leer atentamente y aplicar su inteligencia. Preguntas como ¿qué representa el cuadro?, ¿qué está pintando Velázquez?, ¿dónde están los reyes, y cuál es su papel?, ¿qué es lo que refleja exactamente el espejo? ¿qué representan las pinturas del fondo y cuál es su significado dentro de es obra?, tienen una respuesta ambigua, y presuponen por parte del pintor la existencia de un espectador inteligente para el que la contemplación de un cuadro no es sólo una experiencia visual, sino también intelectual.
Pero Las meninas no sería una obra maestra si sus únicos valores fueran meramente los de un acertijo enrevesado. Esa red de preguntas y certezas se articula mediante una construcción formal muy original, en la que el pintor tienta los límites entre la realidad y la representación, y sabe combinar de forma única maestría técnica, rigor intelectual y belleza.
Con frecuencia se explica Las meninas como fruto del diálogo vital e intelectual entre su autor y Felipe IV, cuyas vidas habían discurrido una cerca de la otra desde 1623. El rey sería el principal destinatario de la obra, y el espectador privilegiado capaz de penetrar en su significado último. Es cierto que el cuadro se pintó para ese monarca, y que se destinó a uno de los espacios de su intimidad. Sin embargo, una de las cosas que mejor caracterizan la identidad de Velázquez como artista es su conciencia histórica. El pintor sabía que no podía tener cliente y espectador más notable y entendido que el rey, quien seguía encabezando un imperio de grandes dimensiones y era sin duda el coleccionista más importante de pintura que había en Europa. Pero también sabía que era un espectador efímero, y que su cuadro iba a tener una vida mucho más larga que la del monarca. Incluso aunque desapareciera en un incendio, su memoria podría pervivir a través de las fuentes escritas, al igual que había ocurrido con las mejores pinturas de la Antigüedad. El pintor era consciente de que estaba realizando una de sus obras más ambiciosas, tanto por su extraordinario tamaño como por su complejidad; y al hacerlo no ignoraría que sería uno de los cuadros a través de los cuales mejor se le recordaría. De allí, también, la gran cantidad de alusiones de carácter personal que incluyó en el mismo, y la cantidad de referencias estrictamente artísticas y de contenido que trascienden el hecho más o menos coyuntural de la relación entre el artista y su cliente, y permiten que el espectador de cualquier época no sólo sea vea atrapado por la belleza del cuadro sino que se pregunte también por cuestiones como las relacionadas con las leyes y límites de la visión, la realidad y la representación.
Cuando hablamos de "conciencia histórica" nos referimos a la imagen que tienen los artistas de las edades moderna y contemporánea de pertenecer a una tradición concreta, de la que forman los últimos sucesivos eslabones, y frente a la cual reaccionan de forma distinta. En ocasiones lo hacen enfrentándose a la misma, lo que no deja de ser una prueba de hasta qué grado la tienen como punto de referencia. En el caso de Velázquez, a través de sus obras nos ha dejado varios testimonios que nos hablan de su postura ante la tradición y del lugar que creía ocupar entre sus contemporáneos más próximos. Entre todos, nos definen a un artista extraordinariamente seguro de sí mismo, que es plenamente consciente de su importancia y su originalidad.
Uno de los componentes de las pinturas que ofrecen mayor riqueza de información personal son las firmas o inscripciones semejantes, en las que los artistas hacen alarde de su autoría y en ocasiones revelan datos sobre sus circunstancias vitales. Aunque no faltan cuadros firmados por Velázquez, lo cierto es que el número de inscripciones de este tipo que aparecen en sus cuadros es relativamente pequeño. Ello en parte se relaciona con su empleo al servicio de Felipe IV.
En este tema de la relación de Velázquez con las firmas se dan algunos casos muy curiosos, y muy reveladores de su personalidad. Dos de ellos se encuentran respectivamente en el Retrato ecuestre de Felipe IV y Las lanzas (ambos en el Museo del Prado). Nadie encontrará allí ninguna firma ni cualquier otra declaración expresa de autoría por parte del pintor. Pero si nos fijamos en la esquina inferior derecha de ambos cuadros, que es uno de los lugares donde es habitual hallar este tipo de inscripciones, veremos sendas hojas de papel en blanco, que no tienen ninguna relación narrativa con el resto de la composición. Se trata en realidad de una especie de "anti firma", pues constituye una ostentación de la voluntad de no especificar el nombre del artista. A través de esos papeles, Velázquez está declarando de manera orgullosa que no necesita firmar sus obras para que se reconozca su autoría, pues su estilo y su calidad hablan por sí solos. Es un tema que ya aparece en la literatura sobre arte de la Edad Antigua, y una prueba clara de la nítida conciencia que había alcanzado el pintor sobre lo extraordinario de sus facultades y la originalidad de su estilo. La misma operación se repite en otra de sus obras maestras, el Retrato ecuestre del Conde duque de Olivares (Museo del Prado).
Pero los papeles en blanco de Las lanzas y Felipe TV a caballo no deben considerarse únicamente como una afirmación general y abstracta de la propia personalidad, pues se inscriben también en un contexto más preciso, y se relacionan con la posición que ocupaba o quería ocupar el pintor entre los artistas que trabajaban para la Corte. Ambos cuadros fueron realizados para el llamado Salón de Reinos, la estancia de mayor importancia simbólica y protocolaria del recién creado palacio del Buen Retiro, en las que por entonces eran afueras de la ciudad. Además de Velázquez, en la decoración del lugar participaron muchos de los pintores más importantes que trabajaban entonces en Madrid, como Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Antonio de Pereda, José Leonardo, Francisco Zurbarán o Juan Bautista Maíno. Eso propiciaba el enfrentamiento artístico entre dos generaciones de artistas: los que se habían formado al amparo de los pintores que llegaron para trabajar en El Escorial en la segunda mitad del siglo XVI, y una más moderna, integrada por artistas que desde sus inicios habían estado en contacto con el estilo naturalista. Ambos grupos tenían como cabezas a Vicente Carducho y a Velázquez, respectivamente; mientras que Juan Bautista Maíno, aunque por edad pertenecía a la primera, disfrutaba de una situación personal que le permitía mantenerse al margen. La relación entre ambos pintores nunca fue buena. Carducho ocupaba una posición muy importante entre los artistas que trabajaban en la Corte, pero se vio seriamente amenazada ante la llegada del sevillano. Uno de los momentos culminantes de ese enfrentamiento había sido un concurso pictórico organizado en 1626 para la ejecución de un lienzo con el tema de la expulsión de los morisco, que ganó Velázquez. Su colega se tomó la revancha en sus Diálogos de la pintura (1633), el primer gran tratado de arte publicado en España, donde menosprecia a aquellos pintores que, como su rival, se dedicaban principalmente al retrato o a las escenas costumbristas y seguían la senda del naturalismo. Lo que le tachaba era, sobre todo, que no se dedicara principalmente a la pintura de historia, la cual, como hemos visto, era el género con mayor prestigio intelectual.
Otro de los escenarios de ese enfrentamiento fue el Salón de Reinos. Para su decoración, a Carducho se le encargaron tres de las grandes escenas de batallas, en consonancia con el lugar que ocupaba en los medios artísticos madrileños, mientras que Velázquez tuvo que ocuparse de una de ellas, además de cinco retratos ecuestres. Una de las cosas que llaman la atención en los cuadros de aquél es que todos ellos están firmados con largas inscripciones en latín en las que además de indicar la fecha y el tema del cuadro se presenta a sí mismo como pintor del rey. De entre todos los artistas que intervinieron en la decoración del Salón, es el que quiso dejar una constancia más explícita de su intervención. Alguna de esas inscripciones aparece en cartela parecida a la que Velázquez dejó en blanco poco después, cuando tuvo que representar La rendición de Breda y el Retrato ecuestre de Felipe IV.
Haciendo ostentación de la omisión de su firma, Velázquez estaba, entre otras cosas, respondiendo a su colega Carducho, y afirmando que mientras éste necesitaba de una larga inscripción en latín para identificarse como autor de los cuadros, los suyos hablaban por ellos mismos.
Pero no siempre actuó así. En Madrid se lo podía permitir, porque era sin discusión el artista más importante que trabajaba allí, y había desarrollado un estilo perfectamente personal y distinguible. Pero, cuando unos quince años más tarde visitó por segunda vez Roma, cambió radicalmente de estrategia. Las ciudad era la patria de la pintura, y en ella trabajaban muchos de los artistas más importantes de la época. Por eso, cuando le encargaron el retrato del papa Inocencio X (Roma, Galería Doria-Pamphili), se cuidó mucho de firmarlo, con objeto de que nadie nunca dudara sobre quién había sido su autor.
Desde sus años iniciales en Sevilla, Velázquez adquirió una fuerte conciencia de su singularidad como artista, que se manifestaba en unas aptitudes técnicas muy poco comunes, en un desarrollo estilístico inconfundible en todas sus etapas, en un manejo de la narración pictórica que en muchos casos se alejaba de las convenciones clasicistas, y en un repertorio temático con muchas novedades. Fue un pintor para el que el concepto de "distinción" jugaba un papel muy importante, y eso lo aproximaba a algunos destacados intelectuales españoles de su época, como Góngora.
Pero, aun sabiéndose dueño de una personalidad creativa acusada, también era capaz de reconocerse partícipe de una tradición pictórica concreta. El lugar donde expresa de manera más nítida ese reconocimiento es Las hilanderas (Museo del Prado). Durante varios siglos los historiadores y el público han pensado que el tema principal del cuadro es la escena que contemplamos en primer término: unas mujeres trabajando en una fábrica de tapicería. Ello es así porque para la tradición pictórica occidental hay una relación directa entre tamaño, posición y narración principal. Sin embargo, el descubrimiento de un inventario de 1664 donde se cita el cuadro como la fábula de Aracne, convenció a los investigadores de que el tema de la obra es este asunto mitológico, que es el que aparece en el espacio del fondo. Allí vemos a la diosa Minerva disputar con Aracne sobre cuál de las dos era más hábil en el arte de la tapicería. Y lo hacen delante de un tapiz que representa el rapto de Europa por Júpiter. Éste era el padre de la diosa, quien aprovechó que la mortal había osado representar ese episodio de la vida del dios, para convertirla posteriormente en araña.
Pero "El rapto de Europa" que se representa al fondo no es una imagen cualquiera; y de hecho sólo aquellos familiarizados con la colección de Felipe IV podían alcanzar a saber que esos angelotes, ese paisaje tan abierto, esa túnica y esa cabeza de toro representa el episodio mitológico. Lo podían saber porque el tapiz copia un famoso cuadro de la colección, que había sido pintado por Tiziano para Felipe II y que formaba parte de las llamadas "Poesías", una de las series de cuadros más importantes del rey.
Velázquez, pues, insertó en su cuadro una imagen que sólo podían reconocer los entendidos. Pero la inclusión de esa referencia tenía un alcance más allá de la propia historia de Minerva y Aracne, pues le sirvió al pintor para hacer una declaración de autoafirmación artística. El original de Tiziano fue copiado por Rubens en 1628-1629. El flamenco se encontraba en la corte de España en misión diplomática, pero aprovechó su estancia para realizar una gran cantidad de cuadros, entre ellos copias de muchas de los principales pinturas de Tiziano. En esa operación se mezclaba la admiración por el gran maestro, el interés por seguir aprendiendo y también las ganas de medirse con el coloso veneciano, pues en muchos casos no se trataba tanto de copias miméticas como de "traducciones", adaptaciones y a veces hasta de correcciones.
Las meninas, Las lanzas o Las hilanderas son obras maestras de su autor que contienen, como hemos visto, importantes claves para conocer qué es lo que pensaba sobre sí mismo, su entorno y su profesión. Todas ellas arrojan la imagen de un artista muy seguro, que conoce bien sus posibilidades y que sabe el lugar que ocupa entre sus colegas. Pero para advertir esa conciencia y esa seguridad no nos son imprescindibles tales cuadros. El resto de sus obras las delatan también. Sólo un artista tan seguro de sí mismo y con tanto afán de distinción es capaz de realizar en sus años juveniles unos cuadros como las escenas de taberna o los "bodegones a lo divino" que se apartan tanto de lo que se había visto hasta entonces, y que plantean ya un pulso a las leyes de la narración clásica; y, más tarde, sólo un pintor que sabe que puede confiar plenamente en su propio instinto puede utilizar los bufones de la corte para dejarnos una de las galerías de retratos más impresionantes de la historia de la pintura; ó únicamente un creador capaz de liberarse de ataduras y convenciones es capaz de manipular a su antojo y renovar un repertorio narrativo tantas veces usado como la mitología.
Los grandes genios del arte biblioteca El Mundo 1- Velazquez
Edición Española 2005 Unidad Editorial S.A.
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