viernes, 14 de septiembre de 2012

Heroínas


Museo Thyssen & Caja Madrid
Joaquín Lledó

Otra importante exposición que nos pro­cura por múltiples razones una gran satisfacción. En primer lugar porque viene a ilustrar y corroborar ideas y tesis que durante mucho tiempo hemos defendido en las páginas de esta revista, tanto por la justa revaloración de artistas como John William Water­house, Lord Frederick Leighton, Sir Lawrence Alma-Tadema, Franz von Stuck o, por supuesto, de las siempre un poco olvidadas mujeres pintoras, Angelica Kauffmann, Lucia y Sofonisba Anguisso­la, Artemisa Gentileschi, etc. -artistas a los que hemos dedicado largos artículos, como por el hechode que esta exposición combina estos artistas deci­monónicos con otros de la más reciente moderni­dad, prestando atención a la calidad e importancia de sus obras y no a las épocas y corrientes en las que están o estuvieron inscritos —un criterio con el que también estamos en total acuerdo-.
Los inventarios de heroínas tienen una larga historia, desde los primeros catálogos de mujeres célebres de Hesíodo y Homero, donde ellas sólo figuraban como accesorio de los varones: a título de madres e hijas, esposas o amantes de los héroes o de los dioses. El primer compendio de mujeres ilustres por sus propios méritos fue el De claris mulieribus de



Safo, 1801. Antoine-Jean Gros


 Boccaccio, que seguía la huella del De viril illustri­bus de Petrarca. Inspirada por el texto de Boccaccio, pero decidida al mismo tiempo a corregir su punto de vista, Christine de Pizan, escribió en 1405 la primera defensa de las mujeres escrita por una mujer: Le Livre de la cité des clames. Christine de Pizan fue la primera en atribuir la desventaja de la mujer, no a la naturaleza, sino a la costumbre. Su texto inauguró una larga Querelle des Febles que ha durado siete siglos y todavía sigue abierta.
De la mitología griega a las imágenes subver­sivas de artistas feministas contemporáneas, de grandes figuras del Cristianismo a anónimas lecto­ras de prensa... Heroínas presenta cerca de 120 obras, un completo catálogo de personajes femeni­nos de diversa índole y distintas épocas: Penélopee Ifigenia; Artemis y Atenea; bacantes ebrias y ménades furiosas; Atalanta, la mujer más rápida del mundo; cazadoras y atletas, arqueras y cultu­ristas; Juana de Arco y otras vírgenes guerreras; amazonas y valquirias; las magas Circe y Medea; Santa Catalina de Alejandría, que convirtió a cin­cuenta filósofos paganos, y Santa Eulalia, crucifi­cada como Jesús; Safo de Lesbos; María Magdalena leyendo y Santa Teresa levitando; Artemisia Gen­tileschi, Frida Kahlo y otras grandes pintoras.
La exposición empieza en las salas del Museo Thyssen-Bornemisza con una sección dedicada a la primera condición de la heroína: la soledad. Este primer capítulo presenta a mujeres solas, comen­zando por las imágenes modernas de heroínas anti­guas como Penélope e Ifigenia.



Circe y sus amantes en un paisaje, (detalle) 1525, Dosso Dossi





Soledad (detalle) 1890. Lord Frederick Leighton



 La bacante aparece a veces en la pintura como un juguete erótico-decorativo creado para el delei­te del voyeur. Pero detrás de este papel acecha la terrible violencia de las ménades mitológicas, dotadas de superpoderes: capaces de arrancar con sus manos un gran árbol o despedazar un toro (o un hombre). La ménade furiosa, destructora de hom­bres y rebelde al orden patriarcal, que fascinó a algunos artistas del siglo XIX, es un típico ejem­plo de imagen recuperada por las artistas contem­poráneas como fuente de "empoderamiento". Como Artemis y sus ninfas, la mortal Atalanta rechaza el culto de Afrodita y destacaba en los ejer­cicios supuestamente masculinos: la caza, la lucha cuerpo a cuerpo, la carrera. La figura de Atalanta encierra una amenaza potencial contra los roles de género que ha sido desactivada una u otra vez, desde el propio Ovidio hasta las interpretaciones pictóricas del mito. En la pintura victoriana, no obstante, la iconografía de cazadoras y atletas anti­guas será rescatada para imaginar la emancipacióndel cuerpo femenino y el derecho al deporte como precursor en la conquista de otros derechos socia­les y políticos. La primera parte de la exposición culmina en la imagen de la mujer guerrera. En pri­mer lugar, las vírgenes guerreras, doncellas acora­zadas según el prototipo de Juana de Arco. La armadura permite a la mujer travestirse para ejer­cer una actividad típicamente masculina, pero al mismo tiempo es una metáfora eficaz de la virgi­nidad. Por otro lado, en el arte del final del siglo XIX, en artistas tan diversos como Edgar Degas y Franz von Stuck, las guerreras se despojan de la coraza, regresando a la imagen original de las anti­guas amazonas y acercándose, al mismo tiempo, a las reivindicaciones feministas que hacen eclosión en esa época. Si en la primera parte de la exposi­ción, en el Museo Thyssen, domina el poder físico de las heroínas, la segunda, en las salas de la Fun­dación Caja Madrid, explora los poderes espiritua­les de magas, mártires y místicas, estigmatizadas con frecuencia como brujas, locas o histéricas.


La bola de cristal, (detalle)
1902, John William Waterhouse


Autorretrato, 1900
Elin Danielson Gambogi



El último motín, 2007. AES+F


Muchas veces las magas en la pintura han sido reducidas al papel de la feble fatale, definida con relación al deseo masculino, ignorando lo que hay en ellas de figuras semejantes a Orfeo, que huma­nizan y civilizan a bestias y hombres.
Después de muchas figuras femeninas produ­cidas por hombres, el último capítulo de la expo­sición está dedicado a las imágenes que las muje­res han creado ante el espejo: el desarrollo del autorretrato de las pintoras, desde Sofonisba Anguissola hasta Frida Kahlo. El autorretrato per­mitía a la mujer ser autora o creadora (un rol pre­suntamente masculino) sin dejar de ser modelo (el rol femenino convencional). Esta astuta combina­ción de actividad y pasividad, este convertirse en sujeto sin abandonar el papel de bello objeto, fue la clave del éxito del autorretrato femenino en una sociedad patriarcal. Una sociedad que, por otra parte, personificaba a la Vanidad como una mujer que se mira al espejo. En la historia del autorretra­to, la mujer artista subraya a veces su identidad de género, y se representa acompañada de otras muje­res, niños u objetos que actúan como accesorios convencionales de lo femenino; pero, con mucha frecuencia, lo hace como lo haría un colega mascu­lino, con ropas de trabajo, paleta y pinceles en la mano y mirando al espectador, quizás por la nece­sidad aún mayor que en los varones de vindicarse como profesionales.
Y en cada capítulo, una o varias voces de gran­des mujeres artistas responden a las imágenes cre­adas por sus ilustres colegas varones: Caravaggio, Rubens, Rembrandt, Goya, Delacroix, Pissarro, Degas, o Hopper dialogando con artistas vivas (Marina Abramovic, Julia Fullerton-Batten, Rine­ke Dijkstra,...) o con artistas de todos los tiempos (Mary Cassat, Lee Kassner, Nancy Spero, Angelica Kauffmann, Berthe Morisot...).


Green Dress, de Julia Fullerton-Batten


Jóvenes espartanas desafiando
a sus compañeros, 1860, Edgar Degas 


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