lunes, 4 de junio de 2012

Otra modernidad ANTONIO MUÑOZ MOLINA







En el relato canónico de la modernidad en las artes ese momento del origen imprescindible en todas las mitologías sucede en París, en 1906, en el estudio en el que Picasso pintaba Les demoiselles d’Avignon. En el pensamiento mágico el mito se confunde con la historia, y nadie imagina ya que no se corresponda con la realidad y menos aún que haya otras versiones posibles. Lo que solemos entender como la historia del arte moderno es una narración más o menos mitológica que urdió Alfred H. Barr, el primer director del MOMA. Otros museos derivan sus colecciones de la intención de representar la historia. El MOMA la inventó a su medida. No es que el MOMA coleccionara obras de arte moderno; es que una obra era arte moderno porque el MOMA la había adquirido.
No hay mitología sin héroes y sin auras religiosas. El héroe fundador era Picasso, que había tenido su predecesor en Cézanne como Jesucristo en el Bautista, y que había engendrado un solo linaje de discípulos. Y el acto fundacional, la explosión originaria cuya onda expansiva llenaba el siglo XX, era Les demoiselles d’Avignon, que de manera conveniente tenía algo de piedra angular de la colección del museo: tú eres Pedro y sobre esta piedra, etcétera.
Nada que objetar. El Picasso de las primeras décadas del siglo era un pintor de una fertilidad y una audacia inventiva arrebatadoras, y además estaba todavía muy lejos de convertirse en ese icono universal con algo de parodia y simulacro de su propio talento al que John Berger puso en duda tan lúcidamente en su Ascensión y caída de Picasso; y un mito, cualquier mito, tiene la ventaja de una claridad mucho más cautivadora que las ambigüedades, las incertidumbres y la mera sobreabundancia de los hechos reales.
Esta es otra historia posible, casi simultánea, pero que sucede en otra ciudad, con otros nombres: Viena, 1907; el taller de Gustav Klimt; una obra que consiste, igual que Les demoiselles d’Avignon, en una contemplación de lo femenino, y que también rompe con las convenciones académicas: el retrato de Adele Bloch-Bauer. Picasso pintó acordándose al parecer de las mujeres de un prostíbulo en la calle Avinyó de Barcelona y haciendo escarnio y rindiendo homenaje a los desnudos opulentos de Ingres; máscaras africanas negaban como tachaduras la tradición del parecido académico; planos como ensamblados a hachazos ponían fin a cinco siglos de ilusionismo visual.
Alex Ross dice agudamente de Ravel que supo revolucionar las profundidades de la música sin agitar la superficie. Hay algo de eso en los cuadros que Klimt pintaba en Viena más o menos al mismo tiempo que Picasso en París. Las reproducciones les han perjudicado, al contaminarlos de una familiaridad engañosa, que además simplifica su complejidad y suaviza sus aristas. Una lámina de El beso o del retrato de Adele Bloch-Bauer tendrá siempre una lisura decorativa que no existe en la realidad. Es al verlos de cerca cuando se descubre toda su novedad contenida, todo lo que hay en ellos, como en Les demoiselles, de recapitulación y de ruptura. Picasso levanta una marejada: Klimt revuelve las aguas profundas. Picasso escapa de la tradición gracias al exotismo de las máscaras, como Gauguin había escapado viajando a la Polinesia. Klimt se remonta a un periodo del arte no menos apartado de las referencias habituales, los muros dorados de los mosaicos bizantinos de Rávena. La figura de esa dama de la alta sociedad judía de Viena que tal vez fue su amante emerge de un resplandor liso de oro. Y el vestido, cuando se mira de cerca, es un mosaico alucinante de signos que parecen jeroglíficos egipcios y también células humanas vistas al microscopio y símbolos primitivos de fertilidad. Nada es en principio más convencional en la pintura que el retrato de una mujer rica. Klimt cumple el encargo y a la vez le da la vuelta, mostrando al mismo tiempo el rango social y la belleza y las ansiedades y los deseos que están latiendo por dentro, que se revelan en unos labios entreabiertos, en una mirada demasiado fija, en unas manos delgadas que se retuercen como a punto de quebrarse.
París es la capital obvia de la modernidad en esos años, pero en Viena estaban sucediendo cosas tal vez de mucho más calado, en las artes y en las ciencias, en los puntos de cruce entre unas y otras. En Viena, en la segunda mitad del siglo XIX, la medicina avanzó más que en ninguna otra parte para convertirse en una disciplina científica. Y es probable que en ninguna otra ciudad de Europa estuvieran tan mezclados científicos, escritores, músicos y artistas. La historia es conocida, y nos atrae más porque sabemos que su esplendor acabará en desastre. Por la Viena de Klimt, de Kokoschka, de Mahler, de Schnitzler, de Adolf Loos, de Freud, deambulaba el joven Hitler resentido y hambriento, privándose de comer para asistir a los montajes revolucionarios de las óperas de Wagner que dirigía Mahler. Y era allí también donde trabajó en una tienda de ropa femenina moderna una diseñadora joven que se llamaba Emilie Fölge, y que aspiraba a liberar a las mujeres de la opresión bárbara de los corsés, con prendas livianas y simples, dúctiles al movimiento.
Durante muchos años, Klimt y Fölge mantuvieron una camaradería que probablemente era también sexual, y que sin duda influyó en el modo en que Klimt dibujaba y pintaba a las mujeres. En la Neue Galerie, donde está el retrato de Adele Bloch-Bauer, el 150º aniversario del nacimiento de Klimt se celebra con una exposición que incluye otros retratos de mujeres y algunos de esos dibujos eróticos en los que el trazo mismo de los contornos tiene una cualidad impúdica y delicada de caricia. Fui a verlos el otro día y pensé en el modo tan distinto en que Picasso pinta y dibuja a las mujeres. Las mujeres de Picasso están vistas desde fuera. Tienden a ser modelos en el taller, o prostitutas, o estatuas ensimismadas, o caricaturas. Existen como proyecciones de la mirada del pintor. Las de Klimt habitan en un recinto de intimidad soberana, solas o en parejas, abrazadas a un hombre o a otra mujer, dueñas de su deseo, carnales y enjutas, olvidadas del pintor que las está dibujando o respondiendo a su mirada con otra mirada no menos directa.
El científico y premio Nobel Eric Kandel acaba de publicar un tratado formidable sobre las bases psicológicas y neurológicas de la percepción estética, The Age of Insight, que tiene su punto de partida en esa otra modernidad vienesa del principio de siglo, no menos radical que la de París, aunque con un final mucho más amargo. En la portada del libro de Kandel brillan los oros bizantinos del retrato de Adele Bloch-Bauer, su mirada inteligente y triste. Otros porvenires fueron posibles y quedaron malogrados, pero lo que sucedía en los estudios de los pintores y de los arquitectos, en los laboratorios de los científicos, en los cuartos de trabajo de los escritores de esa ciudad destinada al desastre, nos sigue alumbrando todavía. Y en el mundo visual de Gustav Klimt mujeres y hombres se relacionan con mucha más naturalidad que en el de Picasso.
Gustav Klimt: 150TH Anniversary Celebration. Neue Galerie. Nueva York. Hasta el 27 de agosto. www.neuegalerie.org.
The Age of Insight. The quest to understand the unconscious in art, mind and brain, from Vienna 1900 to the present. Eric R. Kandel. Random House, 2012. 656 páginas.

El Pais Suplemento Babelia 2 de junio de 2012

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