sábado, 31 de diciembre de 2011

Delacroix o el eterno debatirse por Gonzalo Pernas Frias

Autorretrato con chaleco verde, 1837 Óleo sobre lienzo. 65 x 54.5 cm




En 2009, una titánica labor filológica permitió la reedición revisada del Dia­rio de Eugene Delacroix: cientos de páginas dispersas que orbitan incesante­mente sobre recurrentes cuestiones existenciales en paralelo a una pintura que lo hace sobre temas una y otra vez esgrimidos.
Su obra de juventud apunta ya las maneras con la representación de modelos anatómicamente menos precisos y sin embargo notablemente más vivos que los pintados y dibujados por artistas neo­clásicos. Rompe las formas para acercarse a la feno­menología, a ese lugar indefinido en el que la pintu­ra sucede. No ha de extrañar entonces su filiación con el retratismo británico de los años veinte y treinta del siglo diecinueve toda vez que pintores como su amigo Sir Thomas Lawrence procuraron también que sus lienzos hablasen aunque lo hiciesen única­mente sobre el carácter de retratadas y retratados.
Por eso e incluso debiéndose a una cuestión de formato la ausencia de La libertad guiando al pueblo (1830) en Madrid no es casual, ya que la exposi­ción parece centrarse más en los procesos intelec­tual y formalmente circulares que convierten a Delacroix en una especie de moderno fundacional. De hecho en aquel que Baudelaire considerase el primero; una afirmación que Cezanne afinaría al considerar Las mujeres de Argel en sus habitaciones(1834) una especie de obra inaugural de todo lo que vendría después.
Y es que el girar y girar sobre los temas, el cons­truir dibujístico mediante constelaciones de volutas en lugar de una línea bien definida -como la de Ingres- y los acabados abocetados que sugieren fina­les abiertos absolutamente modernos no pueden separarse del ambiguo y dubitativo pensamiento político de Delacroix. Liberal y sin embargo conser­vador, hubo de callar ante el advenimiento de la Restauración antes de sumirse en un silencio herido y decepcionado que le acompañaría hasta el final del camino; herido por la contradicción intrínseca a su condición burguesa y decepcionado por los aspectos sombríos de los gregarismos revolucionarios.
El Primer apunte para la galería de Apolo (1851) es la perfecta muestra de cómo el artista destila toda una serie de figuraciones excepcionalmente elásticas de una informidad de trazos circulares. No obstante, Delacroix no pierde nunca esa especie de sustrato caótico en el que se manifiestan las figuras, lo que no sólo dota a su obra de una excelsa unici­dad sino que lo convierte en uno de los primeros artistas conceptuales europeos. Por eso sus bocetos, estudios y dibujos menores aceptan ser considerados como una especie de obra viva que no parece tener principio ni fin. Su renuncia a estructuraciones centroperiféricas no habla para nada del desorden



'El taller'.Hacia 1822-1827. Pincel, aguada marrón, 18 x 28 cm.



 Natchez, 1835 Oleo sobre lienzo 90.2 x 116.8 cm



que tantos críticos vieron en ella, pues el milagro delacroixiano consiste en que cualquier parte com­positiva aspira a ser tomada como centro, ni más ni menos que en esa intercambiabilidad.
Volvemos a su vida ahora y ponderamos su suerte al distanciarse del contexto de entre revolu­ciones para reencontrarse en Oriente. Este punto de inflexión no sólo permite distinguir una prime­ra época más negra -goyesca incluso- del segundo Delacroix, sino que habla de cómo el pintor apren­dió a olvidar en Marruecos al descubrir todo el mundo de posibilidades cromáticas que le permi­tió desarrollar la técnica de la mezcla óptica: un procedimiento consistente en plasmar sutiles com­binaciones cromáticas en el lienzo (en vez de sobre la paleta) consiguiendo que los colores se mezclen en el cerebro de quien contempla la tela.
Pero a pesar de que el francés consiguiese acer­carse a lo otro exótico ajenamente a las tendencias occidentalizantes al uso, lo plasmado en sus lienzos responde más a un mundo mental propio lleno de reminiscencias clásicas que a un aprehender consu­mado de las esencias de dichas otras culturas. Es exactamente lo que ocurre en Los Natchez (1823-1835) debido a que el conocimiento que el artista tenía de los indios americanos se limitaba a la lec­tura de la novela homónima de Chateaubriand.
Con todo, una producción pictórica cada vez más ágil y plástica será la verdadera protagonista del Delacroix maduro. El tema por el tema dará paso ya a toda una pintura del inacabamiento como objeto de conocimiento. De ahí que las composi­ciones dinámicas, tumultuosas y circulares del Esbozo de La caza de los leones (1854) y La caza de los leones (1855) hablen ya sin ambages de una pintura que parece haber tomado una triunfante conciencia de sí misma. Que ambas obras custodien la salida del itinerario expositivo es todo un acierto comisa­rial que permitirá al espectador abandonar la mues­tra con la sensación de que ese final no es más que un principio enorme, y con la intuición de que el sendero desbrozado por el francés es el mismo que tras él recorrerán Van Gogh, Matisse y otros tantos deudores indirectos del pintor del eterno debatirse.

Caixa Forum Madrid Del 19 de octubre de 2011 al 15 de Enero de 2012



 La muerte de Sardanápalo, 1827-1828, óleo sobre lienzo, 392 x 496 cm, Museo del Louvre, París



 Extraido de la revista Album Letras Artes numero 106

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