lunes, 29 de noviembre de 2010

Todos los rostros de Moebius -Babelia 855. 12 de Abril de 2008



Jean Giraud ha conocido varias vidas y, al menos, dos identidades, ha realizado miles de dibujos, guiones, diseños para cine, videojuegos... El creador de Blueberry recibe la próxima semana un homenaje en el Salón del Cómic de Barcelona. Por Octavi Martí



EL DÍA QUE LE CONTACTÉ para acordar la entrevista, Jean Gi­raud estaba en su segunda patria, en la segunda patria de todo autor de historietas francófono: en Bruselas. Ha­bía ido allí para presentar un álbum pero también para prestarse a un juego que sin duda le divierte: el de ilustrar un diario —Le Soir—, el aceptar el reto de la urgen­cia, participando en la reunión de redac­ción para luego reaparecer ante el responsa­ble de cada sección con casi una quincena de dibujos bajo el brazo que comentan la actualidad, ya sea política, social, deporti­va, económica o artístico-cultural. Son di­bujos que responden a la urgencia y que, al mismo tiempo, la trascienden. "Me gus­tó plegarme a las exigencias estrictas de la actualidad e intentar abordar ésta desde un prisma personal", resume.

En su casa-taller de Montrouge, en los alrededores de París, se comprende me­jor que Jean Giraud, nacido hace 69 años en Fontenay-sous-bois, se embarque en aventuras como las de inventar quince di­bujos distintos en cuestión de unas pocas horas. En una de las paredes se acumulan los álbumes, tantos que me resulta increí­ble que todos hayan sido dibujados —o escritos y dibujados— por una misma per­sona, ese Jean Giraud que ha conocido varias vidas y, como mínimo, dos identida­des: la de su pasaporte y la de Moebius, el seudónimo con el que, desde 1963, ha rea­lizado miles de dibujos, guiones, diseños para cineastas o para videojuegos. Su mu­jer, Isabelle, me confirma que sí, que to­dos esos estantes son obra de Moebius-Gi­raud, un gigantón plácido, de cráneo casi desguarnecido pero con una pequeña co­leta en el cogote. "Ahora estoy embarcado en la publicación de Inside Moebius, una

serie de ocho libros que ya tengo hecha y que irá saliendo a lo largo de dos o tres años. Son dibujos sin texto, comentarios personales que he ido haciendo de la ac­tualidad a lo largo de unos años en que he tenido problemas físicos. El protagonista, que soy yo, lleva una especie de nariz roja, de payaso, para facilitarme la distancia".

Inside Moebius o la autobiografía vi­sual del imaginario de Giraud tiene una tirada relativamente corta. "Del primer vo­lumen se editaron 3.000 ejemplares y se agotaron enseguida. No está nada mal por­que se trata de un producto destinado a conocedores de mi obra. En cambio, de XIII se han vendido más de un millón de álbumes. En ese caso he retomado un per­sonaje y una situación que ya existía, la de un agente secreto amnésico que no sabe quién es. Permite expresar toda la fascina­ción que inspira el mundo de la política americana". Y ésa es una de las caracterís­ticas del sector de la historieta, el admitir proyectos destinados al gran público sin renunciar a la existencia de los que tienen una audiencia casi confidencial. "Cada año se editan en Francia unos 4.000 álbu­mes, una cifra que sólo igualan los japone­ses. Sus tiradas son superiores porque se trata, en su casi totalidad, de mangas mientras que aquí —y en Bélgica y Suiza— son obras de autor, muy distintas entre ellas".

La buena salud de la industria de la historieta en Francia no le sorprende. "Lo que sí me parece sorprendente es la casi desaparición de la historieta en España, Italia o el Reino Unido. Son países con grandes creadores pero la industria edito­rial no les respalda. Ahora los mejores di­bujantes españoles publican en Francia. En España, como en Italia o en el Reino Unido, las únicas historietas son casi todas de origen o estética estadounidense si van dirigidas a menores y de naturaleza nipona cuando es para una clientela de adultos".

Esa denuncia o comentario decepcio­nado de la colonización de los lápices eu­ropeos por el imaginario venido del otro lado del Atlántico —o de mucho más lejos— tiene su gracia pronunciada por el gran autor de la serie Blueberry, una prodi‑giosa traslación del mundo del western al de la historieta. "Son las películas vistas de niño. El cine del Oeste era muy impor­tante para quienes fuimos niños o adoles­centes en los cuarenta y cincuenta". Cuando le hago notar que sin embargo su iconografía del Oeste parece muy contaminada por el llamado spaghetti-western es decir, las cintas del Oeste rodadas er Almería por italianos y españoles, no com )arte la opinión: "Lo que yo quería en que el lector encontrase en la historieta as sensaciones que le proporcionaba e cine. Es una transposición de lenguaje".




El cine ha sido uno de los grandes "alimentos" de Jean Giraud. "Iba a ver ocho diez películas por semana. Era un auténtico cinéfilo. El cine fue muy importante )ara mí, sobre todo porque no soy universitario y no tengo una formación bien or lenada. He leído mucho, pero de manen lispersa, tarde, apasionadamente pero a menudo con mucho retraso. El cine en ni cultura. Pero eso se acabó. No se trata le que hoy no vaya al cine pero me confor­no con una o dos películas al mes. SE rata de que el cine, para mí, para mi uso la perdido importancia. De alguna mane­a, puedo decir que se acabó con la muer­e de Sam Peckinpah".

No es extraño que hable del invento del western crepuscular, ése en el que protagonistas pueden morir arrollado: )or un coche justo porque nunca habíar Jodido imaginar que las cuatro rueda; ban a suplantar las cuatro herraduras de caballo. De la misma manera, la música ambién parece tener un comienzo y ur final: "Durante años la música fue une fuente de inspiración importante. No me nteresaba por las varietés o la chanson de a misma manera que también me sentía ajenjo a la llamada música clásica, que no correspondía a mi nivel de formación ni ni mundo. El jazz me pareció una síntesil )erfecta de libertad y tema, de improvisa ción respetando una melodía. Durante 30 o 40 años el jazz se me antojó una síntesis sonora ideal para mí. Y ese equilibrio se rompió con la muerte de John Coltrane. Lo que ha venido después lo he vivido como algo ajeno".




Pero esa explicación o datación de la muerte de su cinefilia y pasión musical coincide en el tiempo con la progresiva implicación de Moebius en diversas aven­turas cinematográficas, como fue el elabo­rar el storyboard de Dune, un filme que realizó por fin David Lynch a partir de otro guión y que fue masacrado por el productor, o el imaginar los trajes espacia­les y uniformes para Alien, de Ridley Scott. Luego vendrán Los amos del tiempo, un filme de animación de René Laloux; Tron, de Steven Lisberger, que mezclaba dibujo, imagen fotográfica y videojuego, o sus colaboraciones con James Cameron y George Lucas. Durante algunos años vivió en Los Ángeles y guarda de esa estancia un recuerdo complejo: "Allí nadie es ex­tranjero, te aceptan enseguida por lo que sabes hacer. Había días en que, cuando salía a la calle, tenía el sentimiento de vivir en una serie televisiva, de que todos se comportaban —nos comportábamos—de acuerdo con los modelos de la panta­lla. Y comprendí también que allí nadie se interesaba por lo que se hacía en los otros países. Nosotros, en Europa, seguimos lo que se hace en Estados Unidos, pero ellos sólo se interesan por lo que se hace en Europa si vas allí y te conviertes en ameri­cano. Uno de mis editores, Dargaud, dejó de enviar los álbumes a los periodistas anglosajones porque nunca hablaban de ellos pero, de cuando en cuando, te dabas cuenta de que te habían copiado, piratea­do, sin pedir ningún permiso. Estados Uni­dos nos vende su modo de vida, impone un modelo de civilización mientras que Europa, que es una entidad política y eco­nómica, carece de una expresión cultural autónoma o, cuando ésta existe, es inca­paz de difundirla más allá de las distintas fronteras nacionales".

El mítico teniente Blueberry, que ha tentado durante años a diversos cineas­tas, por fin fue convertido en personaje de cine por Jan Kounen. "Podía elegir entre autorizar la adaptación para que hicieran una película de género, estándar, o podía privilegiar una visión de autor. Kounen ofrecía esa mirada de autor que me intere­saba. Luego, el producto resultante puede decepcionar a algunos...". Le comento que Kounen es más un creador de imáge­nes que un narrador, que es un tipo cuyo talento puede ser válido para un videoclip pero que se adapta mal a las exigencias del relato y es Isabelle la que coincide en esa crítica. Él no quiere decirlo en voz alta. "En la película hay cosas que están muy bien. Y se ha conservado lo que hay de experiencia iniciática".

México, a través de sus paisajes o de la cultura indígena, ha marcado la obra de Jean Giraud. El viajó al país latinoamerica­no por primera vez en 1956 para reunirse con su madre. Luego será a través de la amistad y la colaboración con un chileno extravagante afincado en México —el ar­tista Alejandro Jodorowsky— que el recuerdo de aquel viaje se reavivará y toma­rá otras formas. En 1978, Giraud deja de fumar y beber, adopta la alimentación ve­getariana y su obra adquiere un peculiar tono espiritual siempre tamizado por el humor. En 1980 pone en marcha las aven­turas de El Incal, con el personaje de John Difool, una invención hecha conjunta­mente con Jodorowsky y que tendrá un éxito planetario'. "Los japoneses, con su estética manga, lo han retomado y conver­tido en serie. A veces, viendo un dibujo animado japonés, me sorprendo descu­briendo elementos propios de El Incal". De su trabajo con Jodorowsky guarda un muy buen recuerdo: "Desarrollábamos la historia sin partir de referencia alguna, con el objetivo de realizar una página por día y hacerla sin necesitar documenta­ción. Además, no había lugar para la co­rrección, se trataba de dejarse llevar". Esa necesidad de trascendencia, de religión y espiritualidad dice que le duró "varios años". "Los problemas metafísicos me in­teresaban mucho. Fue algo que iba co­brando importancia, ocupando más y más lugar en mis preocupaciones pero que luego se paró de golpe".

La cuestión de la documentación, de la fidelidad a lo real, es importante en cier­tos casos e inexistente en otros. En El gara­je hermético la inspiración mezcla épocas y estilos, el mundo, los mundos creados salen de la cabeza de un Moebius que ha realizado su peculiar síntesis a partir de materiales muy diversos. En otras oportu­nidades las fotografías, los grabados o las pinturas permiten al dibujante ofrecer un plus de verosimilitud que puede ser im­prescindible.

La historieta tradicional sigue ocupan­do parte de su producción pero ha perdi­do importancia porque el sector evolucio­na. "Mi carrera ha conocido diversas fases, ligadas a mis editores, ya fuese Dargaud, la revista Métal Hurlant o las ediciones de Les humanoides asocies, o a mis encuen­tros y colaboración con Jodorowsky o Jiro Tanguchi, o mi implicación de la estructu­ra de starwatcher. Ahora estoy en una fase distinta, de autoproducción".

Isabelle explica que regularmente Gi­raud se encuentra con cinco o seis dibu­jantes amigos y pasan el día trabajando a partir de una idea común y luego inter­cambian entre ellos la obra que han reali­zado. Es una fiesta y una manera de co­leccionar. Y lo de la colección es muy importante porque los creadores de histo­rietas han accedido, desde hace pocos años, a la categoría de artistas. El hecho de que su trabajo entre luego en un proce­so de reproducción técnica y se edite en decenas de miles de ejemplares ya no pri­va de valor a la obra única, al original. Los de Moebius se subastan y encuentran co­leccionistas dispuestos a desembolsar 50.000, 60.000 o 70.000 euros para tener un moebius auténtico. En una subasta re­ciente, en la que figuraban obras suyas pero también de Bilal y Hugo Pratt, los precios que se pagaron multiplicaron por tres o cuatro los fijados como precios de salida. La sala del llamado Hótel Dassault acogió a un público entusiasta, mayorita­riamente masculino, que proyecta en las obras de esos creadores de historietas una afectividad que no les inspiran los pinto­res o escultores tradicionales. Pero el gran triunfador de la subasta fue un desapareci­do, Hergé, el inventor de Tintín. Su proyec­to de portada para Tintín en América ha­bía sido valorado en poco más de 100.000 euros pero encontró comprador —un des­conocido que pujó por teléfono— nada menos que por 764.200 euros. Un montan­te astronómico por ese gouache de 1932 que Hergé había regalado a una amiga y que había cambiado de propietario en dos oportunidades, siempre concebido co­mo un regalo divertido, cariñoso pero sin valor monetario. Otros tiempos. "Ahora tengo una sociedad llamada Stardom Moebius que me permite realizar tirajes controlados de mi obra y gestiona mis relaciones con las galerías de arte". •

El 26° Salón del Cómic de Barcelona se celebra entre los próximos días 17 y 20 de abril. www.ficomic.com

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