Revista de Agosto
EL PAIS, jueves 25 de agosto de 2005
Paseo por el museo Thyssen-Bornemisza
Corot, el pintor de la maestría constructiva
Nada es evidente ni previsible en el trabajo del artista francés, que agotó todas las posibilidades de la narrativa visual. El cineasta José Luis Cuerda ha revisitado en el Museo Thyssen de Madrid su obra, alto y turbador testimonio de otra época. Por José Luis Cuerda.
Corot pinto unos 3.500 cuadros, de los cuales según una broma de sus contemporáneos unos 10.000 fueron vendidos en Norteamérica. Un día Corot era en Boston un día brumoso, y, en cualquier lugar del mundo, un paisaje era francés si lo había pintado el o alguno de sus imitadores, de esos a los que el propio Pere Corot, bautizado así por tamaña bondad, regalaba su firma, para que pudieran vender su mercancía por mucho mas de lo que correspondería a sus meritos. Napoleon III mismo compra por 3.000 francos en 1855 La carreta. Recuerdo de Marcoussis (catalogo 77, numeración en la excelente exposición del Museo Thyssen, y en su catalogo); y en 1866 regala a su esposa, Eugenia de Montijo, La soledad. Recuerdo de Vigen, Limousin (cat. 78) por el que paga esta vez 18.000 francos, lo que indica el aprecio que en tan solo 11 años sufre la pintura de Corot.
Hijo y nieto de comerciantes adinerados, Camille Corot escapa a su destino mercantil en el ramo de los tejidos y sombrerería, nada apetecido por el, al morir en 1821 su hermana Virginie Anne. Corot convence entonces, no sin dificultad, a su padre para que le asigne la dote de la hermana muerta. Al serle adjudicada, tal dote le permitió vivir, pintar y viajar durante los años iniciales de su independencia, hasta que el mismo, venta de su obra mediante, pudo correr con sus gastos, nunca pródigos.
En cualquier caso, Corot, una vez pintor, no fue insensible ni timorato ante las demandas del mercado. A lo largo de su vida hizo muchas veces copias reducidas de los cuadros que exponía en el Salón parisino, concurso nacional que se celebraba allí todos los años y que servía para consagrar a los artistas y a los movimientos artísticos, glosados por los más importantes escritores de la época, para venderlas mejor fuera de la metrópoli. También se sabe que, en sus últimos años, había llegado, incluso, a un acuerdo con varios marchantes, para que alquilasen sus cuadros a quienes quisieran y pudieran lucirlos temporalmente en sus mansiones.
Llegados aquí, conviene afirmar con urgencia que es sumamente recomendable eliminar, sin embargo, cualquier prejuicio mercantilista al enfrentarse a los cuadros de Corot, porque Camille Corot (París- 1796-1875) fue, ante todo, un pintor sabio, y su obra se mantiene hoy como uno de los más altos y turbadores testimonios de una época fluidísima, quebrada y poco aprehensible para nominalismos ortopédicos –estilos, movimientos, influencias-, a los que Corot rebosa pantagruélicamente, para ofuscación de clasificadores estajanovistas.
La crítica más rigurosa del momento dedicó páginas entusiastas a su obra y la defendió de cuantos la consideraban poco elaborada o torpe: “Corot…no tomó de la naturaleza nada más que sus efectos y, por así decirlo, la impresión moral -¿suena ya a impresionismo?- que nos produce su contemplación. Por eso el propio pintor no da a sus cuadros el nombre de los paisajes; los llama “efecto matinal”, “crepúsculo”, “atardecer”… Lo que busca no es la forma palpable, sino la idea -¿suena ya a abstracción?”- (Perrier, 1855).
Y, además, se lo trabaja con honradez menestral: “Corot se pasa la vida por los montes y barrancos, por senderos y caminos, mientras que muchos de sus colegas paisajistas van a hacer sus estudios del natural al ministerio o junto a los diputados” (Champfleury, 1894).
Y viene el mérito añadido de convertir el sudor de su frente en soplo sutil de flauta, a la que era muy aficionado: “Me parece que la pintura algo mística de Corot actúa sobre el espectador, más o menos, como la música del dilettante a través de un medio indirecto e inexplicable” (Thoré, 1874).
Pero eso no es todo, Baudelaire quien acierta a definir la pintura de Corot con una dicotomía , lo “hecho” y lo “acabado”, que debería servir de frontispicio analítico para abordar cualquier obra de arte:”…Una obra con genio, si se prefiere, una obra con alma, en la que todo está bien visto, bien observado, bien entendido, bien imaginado, está siempre muy bien ejecutada cuando lo está suficientemente, ya que hay una gran diferencia entre una pieza hecha y una pieza acabada, y, por lo general, lo que está bien hecho no está acabado y una cosa acabada puede no estar hecha en absoluto”. Yo me llevé un alegrón al encontrar esta cita, porque el adverbio “suficientemente” es para mí, en su expresividad sintética y fatal, la clave de todo lo que me gusta y de todo lo que detesto en el arte y en la vida –la exactitud, el matiz, la melodía; la obviedad, el didactismo insultante, la percusión-. Viene aquí a cuento también la doctrina del iceberg de Hemingway: En la narración, en el arte, es “suficiente” mostrar la parte emergente del iceberg. Corot está ahí.
Baudelaire bajará los grados de su entusiasmo, años más tarde, al criticar los souvenirs del maestro, recuerdos brumosos, idealizados hacia el optimismo o hacia el pesimismo por el pintor (cat. 71-81). Con tacto y con brillantez afirma: “Monsieur Corot no tiene el diablo bastante metido en el cuerpo” (1859).
Años después, 1875, y ante una obra de exacerbado lirismo, Zola saldrá al quite: “Los placeres del atardecer con faunos danzando sobre la yerba en el aire rosado el crepúsculo es una de las obras más sinceras y emotivas que jamás he visto”.
Sin poder evitarlo, los exegetas posteriores de Corot caen en la perplejidad al ver que el maestro deriva desde una supuesta modernidad anticipatoria en sus primeras pinturas hasta, su vejez y en la cumbre de su maestría, un incomprensible romanticismo, superado a esas alturas por el realismo, por el naturalismo y por un estilo neonato bautizado despectivamente en 1874 como impresionismo (cat. 71-81).
Los primeros apuntes del natural (abundan en el cat. 9-23) que realiza Corot, admirables tanto por la simplicidad de su concepción y ejecución como por su construcción perfecta (cat. 10 y 21), fueron pronto considerados como anticipatorios del impresionismo. En realidad el pintor solo buscaba ejecutar unos ensayos constructivos y resolutivos, valiendose de la luz y del color, de los valores, del tono y del ritmo interno del cuadro (cat. 12, “dibujado” por las luces y sombras), para captar lo que se ve y lo que siente, eso sí, como pocos han sabido hacerlo. Los destinaría al recuerdo personal, a “hacer manos” o, muchas veces, al retoque, a la adición y a la hechura definitiva en el estudio. La perfección de su jerarquía geométrica y la potencia expresiva de tan escasísimos elementos (cat. 9) despiertan simpatías y admiración muy comprensibles, y la etiquetación a destajo. En 1930, procedentes de la colección de la princesa Louis de Croÿ, se subastan los apuntes, tan similares a los de Corot, pero hechos 50 años antes, de Valenciennes y de Michallon. Sorprendidos, compradores y estudiosos terminan por enterarse de que Valeciennes, Michallon y Corot, cada uno en su momento, no hacen sino seguir el canon neoclásico del apunte del natural en vigor desde finales del siglo XVII, aunque sólo conocido, practicado, como es lógico, y valorado por los propios pintores.
La maestría constructiva de Corot se mantiene, intacta en la cumbre, a lo largo de su carrera, y a ella se agarra Baudelaire en algún caso para resaltar los méritos del pintor, temeroso de que su soltura en la ejecución asuste al jurado de los salones a los que concurre; pero la pintura de Corot contiene, también desde muy pronto, un secreto básico, impermeable a las anécdotas, historietas (o historiazas) que le sirven de pretexto para humanizar sus paisajes: su dedicación, diríase que biológica, a la pintura como tal.
Es verdad que Corot incluye en sus lienzos imágenes de animales y, sobre todo, de figuras humanas, siguiendo así, aparentemente, otro canon neoclásico que obliga a meter en los paisajes de éstas, el escalón más alto del mundo animado, para dignificarlos –como cuando se pretende que el amor dignifique el sexo, añado yo, a saber por qué-; pero poblar éstos de figuras realistas –campesinos- o imaginarias –de procedencia mítica o histórica, aunque, a veces, le salga un santo muy del terruño (San Sebastián; cat. 70) o un pastor demasiado mítico (Puesta de sol. Cat. 35)- no es, la mayoría de las veces, sino un pretexto para, por medio de los toques de color propios de las figuras, o de la postura o la colocación de éstas en el lienzo, terminar de construir o apuntalar el propio cuadro (cat. 31).
Se sabe que Corot tenía por costumbre mirar sus obras en la fase final de su ejecución, con los ojos entornados y al revés, para valorar así el peso y distribución de las masas dentro de su conjunto, la jerarquía de los valores, el efecto de las luces y las sombras y el impacto de los toques de color, como quien mira un abstracto. También se sabe que pintaba muchos cuadros a la vez y que se paseaba entre los numerosos caballetes dando toques constructivos, de colores rojo o blanco muchas veces, a cuadros inacabables, hendiendo con el mango de sus pinceles las partes más carnosas del óleo, para fortalecer un efecto, o restregando su pulgar como una involuntaria segunda firma, para desaturar el pigmento, cuando aún estaba bastante licuado, o agrandar una mancha.
Porcentualmente, las tintas planas, los brochazos, la superficie coloreada, insinuada, inidentificable más allá de sí misma, insignificante –en apariencia, porque guía la vista a él, lo encuadra, lo valora-, con respecto al motivo principal, en los lienzos de Corot es infinitamente superior al trozo de los mismos dedicado a éste. El perro de Goya viene al recuerdo cuando se observan estos cuadros (cat. 7, 9, 18, 19, 21, 24, 29, 30, 44). Son la antianécdota, la antipostal. Lo que la lógica más elemental, no la mejor, obligaría a enseñar privilegiadamente: el coliseo, la catedral, el pueblo que da titulo al cuadro, están obstaculizados al ojo del observador por ramajes, muros, montañas, descampados, desmontes, rocas, como si el pintor, obligado a respetar la realidad que tiene ante sus ojos, se viera forzado a incluir estos elementos; pero ¿porqué se ha colocado ahí y no en otro sitio desde el que pudiera evitarlos? En el caso de Corot yo lo tengo claro. Para pintar. Para agotar todas las posibilidades de la narrativa visual con la mayor economía de medios posible. Para, con masas de luz o de sombra, de verdes o de ocres desdibujados, abstractos, plasmar, como ya se dijo, no la realidad, sino la emoción que produce la realidad. “Lo que sentimos es real”, afirma Corot. Y, cuando alguien le pide opinión sobre su contemporáneo Millet, no duda en afirmar: “Reconozco que tiene mucha ciencia, que hay aire, profundidad (en sus cuadros); pero todo ello me da miedo. Yo prefiero mi musiquilla”. ¿Qué querrá decir con lo de su musiquilla? Por supuesto, todo lo que hemos dicho hasta ahora, de lo que él era consciente antes que nadie; pero, además…
Los pocos datos biográficos, en lo privado, que tenemos de Corot nos lo presentan como un hombre firme partidario de lo adecuado, de lo conveniente. Sin embargo, no practicó casi ninguna de las costumbres aceptadas como normales de la época: no se casó, no se le conoció pareja, vivió más tiempo en casas de amigos o viajando que en su propia casa… La única referencia significativa con respecto a las mujeres es la que dedica él mismo a las putas romanas, frecuentadas en su juventud, de las que afirma que son muy sensuales, pero menos cariñosas que las damas francesas (cat. 62), o la referencia, malévola de por sí y por venir de quien viene, Goncourt, que reza: “Saca todos los meses tajada de alguna desaseada modelo que viene a verle…”. La correspondencia con los amigos se circunscribe la mayoría de las veces al anuncio de su visita para, instalado en sus casas, pintar hasta la extenuación los alrededores de las mismas o hacerles retratos que les regala y que nunca expuso al público… O, entre colegas, apreciaciones técnicas de las exposiciones que ve o de la pintura en general.
Pintura. Una vez más, es en los cuadros de Corot donde hay que encontrar respuesta a sus sentimientos, a su biografía. Las figuras de Corot fueron admiradas por Van Gogh, Picasso, Renoir, Degas, como sus paisajes lo fueron por Cézanne (“La emoción que corrige la regla”, afirmaba de su pintura). En contraposición a la maledicencia de Concourt conviene citar lo que, sobre similares visitas, escribe Moreau-Nélaton: Corot vestía a “una de aquellas mujeres de los arrabales que frecuentaban los estudios, con oropeles más o menos italianos”, con el fin de “dedicarse a pintar por el placer, por la alegría de plasmar en el lienzo una hermosa mirada negra y de armonizar el blanco de una camisa con el amarillo de una manga o el rojo de unas enaguas”. De nuevo, una coartada para pintar. La figura humana, concreción máxima de lo individual, vuelve a ser pretexto, perchero de formas y colores aplicados con absoluta libertad, arropada de fantasía y sentimiento, “irrealizada”, “abstracta” (cat, 55, 65).
Al final de sus días, Corot, dado a un onirismo de aguas que reflejan cielos en una síntesis probablemente tan apetecida como no lograda, pinta un cuadro terrible: Paisaje nocturno con una leona (cat. 79). Dos heridas, una seca y otra vertical, el tronco rajado de la izquierda, y otra horizontal, purulenta, un ocaso reventón, en el tercio inferior del lienzo, que parece salir del pecho de la leona, , reenmarcan el cuadro, lo construyen sobre la tierra muerta –manchones abstractos, con una extraña planta insinuada, raspada sobre la pintura a la izquierda del mismo, abajo-. Una insinuación de leona –cualquier bestia-, inidentificable como tal si no fuera por el título, se recorta sobre la herida roja y amarillenta del sol que se va. Y un impresionante enramado flamígero, resuelto poderosamente a pinceladas de brocha con óleo muy licuado sobre un cielo demasiado atardecido para ser nocturno conforman la obra. A despecho del comedimiento atribuido a Corot, quien quiera podrá ver que la noche está en el pintor, no en el cuadro que la leona es el diablo que Baudelaire echaba de menos en su interior, y que en la herida roja ha cuajado la musiquilla que tanto valoraba Corot en sí mismo.
Por suerte para el arte, nada en Corot es evidente ni previsible, en todos sus cuadros el argumento principal se superpone, tan insignificante narrativamente como expresiva, la pintura, cuyo porcentaje siempre es superior a aquél. En todos los elementos, tierras, aguas, árboles, edificios, incompletos, parciales, fronterizos con el marco, que invitan a seguirlos, a salir con ellos del lienzo y entrar en la vida… Aunque en la vida nos espere la leona. Qué más da. La fiera que acecha fuera no es de distinta naturaleza que la que llevamos dentro. Calculado todo esto por aproximación.
Por José Luis Cuerda
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