Si de entre toda la maraña de series japonesas que asola el país de las hamburguesas desde hace unos dos años hubiera que escoger tan solo un par por su manifiesto virtuosismo gráfico, la elección originaría pocos quebraderos de cabeza. Sin lugar a dudas las más coquetas del lote son: Akira, la celebérrima megasaga de Katsuhiro Otomo y la espectacular Appleseed de Masamune Shirow.
De entrada esta última muestra una diferencia (a mi entender ventajosa) con la primera, y es su presentación en blanco y negro (cercana al original nipón) libre de colorines “made in USA” (como los añadidos a la obra de Otomo) que permite degustar mejor el dibujo en dos aspectos fundamentales: primero el fastuoso hiperrealismo escenográfico que quedaría muy apagado bajo una obligada homogeneidad cromática (caso de Akira) y segundo, la peculiar forma de entender las líneas cinéticas (distintas a los típicos movilgramas del tebeo occidental) común en los creadores de mangas.
Argumentalmente la serie dista bastante de los inconfundibles engendros de “ciencia-micción a la japonesa”, aun sin dejar de ser un vertiginoso y complejo thriller en clave high-tech, con todos los elementos precisos para alcanzar la popularidad (Siglo XXII, conspiraciones a gran escala, una humanidad dispuesta a la reconstrucción tras una devastadora guerra mundial, sofisticadas tropas de élite, persecuciones, ect., ect.).
Shirow elude con cierta habilidad cuantos nefastos tópicos caracterizan a cierto tipo de subproductos amarillos que todos tenemos en mente (tanto en comic, como en televisión), a saber, presencia de personajes esquemáticos y lineales, sin entidad, puras marionetas para afrontar el suspense narrativo, mundos ficticios e inoperantes que sin tan burdas acumulaciones de caracteres y situaciones se diluirían en el vacío, varios aspavientos, en definitiva, para alargar la acción desconsiderablemente y que el lector (o espectador) no llegue a percibir lo vacuo del simple relleno. Todo este paquete de despropósitos es soslayado a menudo en Appleseed gracias a una cierta profundidad en el tratamiento de los personajes (zascandileando siempre de un lado a otro) y a una trama tan intrincada que deja poco lugar a la acción bobalicona y gratuita (permitiendo asimismo a los más sesudos elucubrar sobre los distintos niveles de lectura existentes). Todo ello, eso sí, sin dejar de erigirse la violencia en principal protagonista. Una violencia nada atemperada, explícita, gruesa e incluso festiva en ocasiones, captada documentalmente y sin recatos por el minucioso lápiz de Shirow (unos perros se disputan los pedazos de un cadáver humano clavado en la pared por medio de una lanza que atraviesa su cabeza. La sangre cae a chorros y las moscas revolotean en derredor. En la lanza podemos leer: “Todo o Nada… Esto es amor”). Esta brutalidad gráfica coexiste curiosamente con un segundo estilo caricaturesco, utilizado para ilustrar algunos pequeños fragmentos cómics, gags mínimos que muestran un sentido del humor suave e ingenuo, casi infantil.
A lo ya dicho habría que añadir el acentuado protagonismo femenino (pocos personajes de interés portan colita) y sexista que emana de toda la obra, adobado por ligeros atisbos pederastas tan comunes (y asumidos) en aquellos lares (carnes jovencitas y frescas de “Body-building”, miradas cándidas, posturitas…).
Quizá para ir terminando debería mencionar que nos encontramos ante una obra realizada por un solo individuo (que además, si no estoy mal informado trabaja en la historieta a ratos libres y sin vivir de ello, hecho que explica lo escaso de su producción) sin intervención de ayudantes, negros, estudio o como se quiera llamar, detalle este de importancia extrema para todos aquellos trasnochados defensores acérrimos del concepto de “autor”.
Antonio Trashorras
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