lunes, 14 de diciembre de 2015

Jon McNaught La poesía del cómic

Por Virginia Collera







"Hay unos cuantos historietistas más jóvenes con los que siento un auténtico parentesco estético, pero Otoño, de Jon McNaught, es un libro radiante, el más hermoso de los argumentos a favor de la belleza de estar vivo. Es una joya". El celebrado Chris Ware, autor de Jimmy Corrigan: el chico más listo del mundo y Fabricar historias" es hombre de pocas palabras. Y cuando expresa su entusiasmo por un colega, conviene tomar nota.

Nada más abrir el cómic, publicado por Impedimenta, se anuncia al lector que le esperan "dos historias otoñales". Tan sencillo como eso. McNaught retrata un día cualquiera -un nublado martes de octubre en una ficticia localidad inglesa- de un trabajador de una residencia de ancianos y de un chaval aficionado a los videojuegos que reparte periódicos después del colegio. Si solo atendiésemos a la trama, este podría ser el resumen de Otoño, álbum con el que el británico se llevó el Premio Revelación en el Festival de Cómic de Angulema en 2013. Pero en este libro lo que verdaderamente importan son los detalles.

McNaught, de 30 años, suele comparar los cómics -al menos los que le interesan- con la poesía. En ambos géneros, cree, es vital cuidar la simetría, la repetición, el ritmo visual. A los asiduos a Chris Ware les resultará familiar la forma de sus historias: muchas viñetas, poco diálogo, una narración minimalista y evocadora. Quizá también el fondo: en este cómic, el objetivo de McNaught ha sido capturar la vida contemporánea en una pequeña ciudad. Ante Otoño, el lector tan solo tiene que reservarse un momento de tranquilidad para disfrutar de todos esos pequeños detalles mundanos en los que, una vez cerrado el libro, no volverá a reparar •





Notas al pie de calle

Cuando sale a la calle, Jon McNaugth anota en su telefono móvil todo aquello que le llama la atención: vallas publicitarias, árboles, jardines... Todo acaba luego incorporado en libros como "Peeble Island", "Birchfield Close" y "Otoño", el único que, de momento, cuenta con traducción al castellano (a cargo de Belén Arévalo).

El Pais Semanal nº2.046 / 13.12.2015

viernes, 11 de diciembre de 2015

Retrato del joven brujo


'Elric de Melniboné' recopila la miniserie homónima escrita por Roy Thomas y dibujada por Michael T. Gilbert, con bocetos de P. Craig Russell.

JAVIER FERNÁNDEZ 



ELRIC DE MELNIBONÉ. Roy Thomas, Michael T. Gilbert, P. Craig Russell. Yermo Ediciones. 176 páginas. 26 euros.

Con sus luces y sombras, sus misterios, debilidades y contradicciones, Elric de Melniboné es una rara avis en el mundo de la fantasía, uno de sus héroes más originales, sugestivos y turbadores. Lo creó para la literatura el británico Michael Moorcock, a comienzos de la década de 1960, y sus novelas y relatos son ya verdaderos clásicos del género, a la altura de los más grandes. Además, el albino nigromante presume de una brillante trayectoria en el mundo de la historieta, en donde ha sido versionado por figuras de la talla de Phillipe Druillet, John Brunner, P. Craig Russell o Walter Simonson. Actualmente, goza de una fenomenal serie, escrita por los franceses Cano y Blondel y dibujada por Didier Pol, Robin Recht, y Julien Telo, entre otros, que la pulcra Yermo Ediciones se encarga de ofrecer en idioma castellano. De momento, han visto la luz dos preciosos álbumes, El trono de rubí y Tormentosa, y el propio Moorcock los ha calificado como "muy cercanos a la visión original del personaje". Más allá de la palmaria calidad artística de esta nueva propuesta, su éxito comercial ha propiciado la recuperación por parte de Yermo del material clásico protagonizado por Elric, comenzando por los cómic books editados hace poco más de 30 años por la extinta Pacific Comics.

Elric de Melniboné, que es como se titula este primer tomo de la Biblioteca Michael Moorcock, recopila la miniserie homónima escrita por Roy Thomas y dibujada por Michael T. Gilbert, con bocetos, entintado y color de P. Craig Russell, seguramente el historietista más vinculado al personaje. Los seis números contenidos en el presente libro vieron la luz con fechas de portada comprendidas entre abril de 1983 y abril de 1984, y se publican ahora con un formato de página más grande, mejor calidad de papel, excelente impresión y una magnífica encuadernación, signos habituales de Yermo. La hechura y la traducción mejoran sensiblemente la anterior edición española de Ediciones B, bastante menos cuidadosa, que todo aficionado debería rechazar en favor de esta otra.


Como explica Moorcok en la introducción del volumen: "Pacific era una de las editoriales de cómic más ambiciosas e innovadoras de [su] época. Estábamos en los albores de una nueva Edad de Oro y Russell se cercioró de que Elric formara parte de ella. En el mundo del cómic, nunca se había visto algo como lo que hicieron tanto Russell como Gilbert, Como ambos eran admiradores de los mismos grandes ilustradores, como Beardsley y Rackham, decidieron ilustrar mis historias empleando un estilo espectacularmente bello y suntuoso, inspirándose en mis influencias del gótico y Art Noveau, mientras que Roy Thomas adaptaba mis textos con gran fidelidad. Esta obra ha sido recopilada, revisada y reeditada en este hermoso tomo". Argumentalmente, la historia es el punto de partida ideal para adentrarse en las desventuras de Elric, que se nos muestra como un joven y enfermizo emperador deseoso de aventuras y conocimiento. Para su desgracia, y nuestro disfrute, obtendrá ambas cosas.

Malaga Hoy


Luna creciente

JAVIER FERNÁNDEZ 




CABALLERO LUNA: CUENTA ATRÁS HACIA LA OSCURIDAD. Doug Moench, Bill Sienkiewicz. Panini. 648 páginas. 39,95 euros.

No sé si sabré transmitir la emoción que me produce la publicación de Caballero Luna: Cuenta atrás hacia la oscuridad. Se trata de la compilación ordenada y a todo color de la primeras historietas del singular superhéroe creado por Doug Moench y Don Perlin en 1975, en las páginas de una cabecera tan marginal como Werewolf by Night. Antes de adquirir su propia serie, el personaje se fogueó en la serie Marvel Spotlight y las revistas The Hulk! y Marvel Preview, siempre bajo la batuta literaria de Moench y con dibujos de Perlin, Gene Colan, Keith Pollard y Bill Sienkiewicz. Y es ahí donde se me eriza el vello, al escribir el nombre de uno de los artistas más alucinantes del género: Bill Sienkiewicz. Cuando comenzó a encargarse de las aventuras del Caballero Luna, el mentado era un jovencito imitador del gran Neal Adams, y el trabajo que nos ocupa fue el que le permitió desarrollar el potencial que llevaba dentro, esa rabiosa mezcla de experimentación y elegancia que le ha granjeado un lugar de privilegio en la historia del cómic.


La evolución de Sienkiewicz fue gradual, pausada, y puede observarse en detalle en las páginas del presente volumen, que recoge solo la primera mitad de su Caballero Luna. Solo por eso ya merece la pena, pero es que además, el tomo está escrito de pe a pa por Moench, un guionista sólido y efectivo, de los que hacen época. La mezcla da un tebeo estupendo, sobresaliente en su época y aún hoy día. Junto con una buena cantidad de extras, van los números 32 y 33 de Werewolf by Night, el 28 y 29 de Marvel Spotlight, historietas cortas de los 11 a 15, 17 y 18 de The Hulk!, el 21 de Marvel Preview y los 15 primeros episodios de la cabecera Moon Knight, un conjunto publicado originalmente entre 1975 y 1982. Está anunciado un segundo tomo de la colección Marvel Héroes con el resto del Caballero Luna de Moench y Sienkiewicz, donde se verán los episodios formalmente más experimentales. Si les gustan los superhéroes, les recomiendo sinceramente que adquieran este tomo y el que vendrán. Son estupendos.


Malaga Hoy

Apocalipsis de un universo


JAVIER FERNÁNDEZ





CATACLISMO: LA BATALLA FINAL DE LOS ULTIMATES. Brian Michael Bendis, Mark Bagley, etc. Panini. 208 págs. 9,99 euros.


En 2000, el guionista Brian Michael Bendis y el dibujante Mark Bagley dieron comienzo al universo Ultimate con la ya mítica cabecera Ultimate Spider-Man. Quince años más tarde, este mismo dúo creativo se reúne de nuevo en Cataclismo: La batalla final de los Ultimates para narrar el apocalipsis de dicho universo. Todo tiene ver con la llegada de Galactus a través del agujero espacio-temporal originado en La Era de Ultrón. El nuevo Spiderman (Miles Morales), los Ultimates, la Patrulla-X, los 4 Fantásticos y demás héroes unirán sus fuerzas para combatir al Devorador de Mundos, aunque quizá la amenaza les supere. Cataclismo recopila los cinco números de Cataclysm. The Ultimates' Last Stand, más los tres de Cataclysm. Ultimate Comics: Spider-Man y el especial Survive, todos escritos por Bendis y con dibujos del citado Bagley, Dave Marquez y Joe Quiñones.


Malaga Hoy




Adolescente cósmico


JAVIER FERNÁNDEZ




MARVEL LIMITED EDITION. NOVA. VV. AA. Panini. 544 páginas. 44,95 euros.


Cita ineludible para los aficionados al género de superhéroes, la colección Marvel Limited Edition recupera ahora las aventuras originales de Nova, un personaje adolescente y con tintes cósmicos creado por Marv Wolfman y John Buscema en 1976. El grueso volumen recupera los 25 episodios de que constó la cabecera The Man Called Nova (1976-1979), así como el par de apariciones del personaje en otras series de la casa por aquellos años, más concretamente The Amazing Spider-Man 171 y Marvel Two-in-One Annual 3. El siempre apreciable Wolfman escribe la práctica totalidad de las historietas, y los dibujos se los reparten dos leyendas del medio, Sal Buscema y Carmine Infantino, acompañados puntualmente por John Buscema.


Malaga Hoy

jueves, 10 de diciembre de 2015

DOS COMICS SOBRE EL PODER


Por Jorge Galindo





DURANTE ALGÚN TIEMPO ESTUVE CONVENCIDO DE QUE EL primer libro sobre política que leí fue Socialismo y anarquía de Enrico Malatesta, uno de los teóricos del anarquismo de entre siglos y entre guerras mundiales. Lo robé de la estantería de mis padres con doce o trece años. Obviamente, no entendí ni una sola palabra. En el medio camino entre la infancia y la adolescencia la política me apasionaba y me frustraba a partes iguales. La veía en todas partes: se respiraba en las conversaciones de los mayores en torno a la mesa, en el sofá frente a la televisión, en películas y libros que me envolvían, incluso en el instituto. Pero cuando intentaba mirarla de frente se mostraba tozudamente incomprensible. El problema no es que no entendiese nada, es que no entendía por qué no entendía nada. Estaba ahí, por todas partes, una presencia constante, ostensible e imposible de ignorar, en el rabillo del ojo. Pero al mirarla de frente y alargar la mano, lo que para mí era la idea básica del mundo (que había buenos y malos, y yo quería ser de los buenos) se esfumaba entre palabras de origen incomprensible. Así que allá por la página noventa del libro de Malatesta debí cerrarlo con un bufido, decepcionado por el fracaso del que creía que había sido mi primer intento. Probablemente lo dejé sobre mi mesita de noche y en mi regazo lo sustituyó un tomo recopilatorio de mi cómic predilecto: Calvin &Hobbes. Ahora, desde hace unos años, sé que el primer libro sobre política que leí fue precisamente ese, y no otro.

Allí estaban, un chaval y su tigre de peluche con vida imaginada, explicándome con palabras extremadamente sencillas por qué el mundo era complejo porque los humanos estábamos en él para bien y para mal, y por qué eso de pensar en términos de buenos y malos no tenía demasiado sentido. El niño, con nombre de religioso con fe en la predestinación de los seres humanos, y el tigre, que, como el filósofo homónimo, creía que la humanidad era en el fondo un pozo oscuro que era mejor no explorar, se pasaron diez años, entre 1985 y 1995, planteando todos los temas del mundo. No es una forma de hablar. Amor, ciencia, religión, muerte, imaginación, escuela, comida, cine, literatura, muñecos de nieve, trabajo. Todo cabía en cuatro viñetas. Pero lo que yo más encontraba era política. Para mí, y reconozco que esta es una lectura bastante personal, si hay algún hilo conductor en esos diez años de trabajo es la relación con la autoridad. Tanto Calvin como Hobbes presentan conflictos de manera permanente en su manera de relacionarse entre ellos y con respecto al mundo que les rodea, y la distribución del poder es la constante que explica todos ellos. Calvin y sus padres. Calvin y Moe, el matón de la es¬cuela. Calvin y Rosalyn, su niñera. Calvin y sus profesores. Calvin y el propio Hobbes, quien posee al mismo tiempo las intenciones de un niño, los hábitos de un animal y el conocimiento de un adulto. Es Hobbes quien tiene la personalidad más compleja de toda la tira, y en quien se concentran las obsesiones de su autor, comenzando precisamente por el poder como desagradable —pero inevitable— constante en el ser humano.

Bill Watterson empezó a dibujar copiando las tiras de Peanuts de Schulz cuando era solo uno o dos años mayor que Calvin. Estaba fascinado con el estilo personal del maestro, con su cuidado y dedicación al elaborar cada tira una a una él mismo, sin emplear fotocopias. Watterson soñaba con ser el próximo Schulz, e incluso le escribió una carta al dibujante, quien de hecho le respondió, llenándole (aún más, si cabe) de ganas por conseguir su objetivo. Al acabar el instituto hizo como los mejores periodistas y estudió una carrera de ciencias sociales, en su caso Ciencias Políticas. Sus primeros pinitos en las viñetas venían directamente de sus estudios: se encargó de la viñeta de comentario político del Cincinnatti Post durante solo seis meses, hasta que le despidieron porque no era capaz de captar las particularidades del día a día de la política local. Paradójicamente, esta es su mayor cualidad. Yo, como todos, leía El Jueves. Y todos leíamos también a Forges y a Quino y a El Roto y a Ricardo y a Gallego y Rey. Pero a mí nunca me satisfizo dema¬siado esa aproximación al debate político que de tan evidente era casi pornográfica; me recordaba demasiado a cuando creía que, efectivamente, uno podía simplemente ser de los buenos. Watterson tampoco parecía sentirse demasiado cómodo en la dicotomía exigida por el corsé de meter la actualidad dentro de un cuadrado. Así que decidió apostar por lo permanente en lugar de lo efímero. Filosofía y cotidianidad.

El año en que nací también nació Calvin & Hobbes para el público. El éxito fue instantáneo, quiero pensar que por dos razones. La que se cita más habitualmente es el absoluto derroche de imaginación que suponía el trabajo de Watterson sin perder la universalidad y cercanía de los temas y el enfoque empleados. El universo creado por el niño de seis años era tan acaparador como familiar, tan desbordante como recogido. Eso hacía que el lector se sintiese al mismo tiempo identificado y cómplice. Pero hay un motivo más profundo y a la vez más sencillo para explicar por qué el seguimiento de las aventuras de Calvin y su tigre fue y es tan grande: Watterson hablaba a su público con una complejidad inusitada en las tiras cómicas. No se trataba de emplear referencias rebuscadas. Tampoco alegorías enre¬vesadas o sarcasmo afilado. No. Watterson transmitía cosas muy difíciles con un estilo extremadamente sencillo. Esto hacía que el lector pudiese no solo escoger el nivel de lectura de cada tira, sino saltar de uno a otro con toda la facilidad del mundo. Cuando por ejemplo Calvin gritó que la felicidad no era suficiente, que demandaba euforia, encerraba en esa frase todos los problemas que tenemos para explicar por qué el incremento del bienestar genera una demanda aún mayor del mismo, dejándonos encerrados en un círculo vicioso en el que más riqueza no parece correlacionarse totalmente con más felicidad subjetiva. En otro momento, Calvin y Hobbes se ponen a jugar a la guerra, se disparan a la vez en la frente con una pistola de ventosas y, tras un segundo de reflexión, Calvin dice que qué juego más tonto, ¿no? Watterson va aquí desde el más sencillo alegato pacifista hasta la teoría de la «destrucción mutua asegurada», según la cual ninguna superpotencia nuclear debería tener incentivos para atacar a la otra aunque sí para armarse al mismo nivel, dado que cualquier movimiento ofensivo significaría desencadenar una guerra que acabaría con ambos bandos. La misma idea que hay detrás de la película infantil Juegos de guerra, por cierto; era este un tema bastante recurrente hacia el final de la guerra fría.

Pero lo que yo veía cuando leía a Watterson era, insisto, poder. Calvin no entiende por qué su padre tiene que ir a trabajar y él a la escuela, ni por qué tienen que dejarle vigilado por Rosalyn cuando se queda solo. Se niega en redondo, de manera constante (y tremendamente imaginativa y variada),«a seguir las directrices de su profesora. Cuando triunfa se jacta de cómo la saca de quicio. Cuando pierde se queja de la opresión a la que se ve sometido, citando incluso a George Orwell. La obra entera de Watterson está dentro de un triángulo en el que los dos vértices principales son Calvin y todo el mundo adulto. Calvin intenta vivir de acuerdo a sus normas e intereses, pero se encuentra con que es imposible no estar bajo los dictados de los mayores. Trata incluso de establecer una democracia con respecto a la elección de quién ocupará su puesto de padre, incluyendo reportes, encuestas e informes en los cuales él es al mismo tiempo votante, analista, medio de comunicación y spin doctor. Al final todo acaba chocando con la insalvable barrera del poder adulto. Por eso Calvin toma un camino tangencial que le lleva al tercer vértice: su mundo con Hobbes. Un mundo aparentemente imaginario, pero en el que en realidad caben todas las posibilidades que no son viables de la otra forma. En términos gramscianos, Calvin desafía la hegemonía adulta estableciendo una definición distinta de la realidad. Sin embargo, Calvin nunca puede escapar al hecho de que son los demás y no él quienes disponen del monopolio de la violencia, y en general de todo lo material. Sus debates con Hobbes suelen, pues, terminar con el tigre siendo capaz de librarse del sometimiento, no así el niño. Dentro de esta tensión también tiene lugar el debate entre la fe en la humanidad (más bien en sí mismo) de Calvin y la pesimista y escapista visión de Hobbes. Pero el eje principal, anterior, sigue siendo el poder. Que sigue, en todas sus dimensiones, en manos ajenas a Calvin. Y yo no podía sino dejar de admirar la tozudez de un chaval de seis años que intentaba lo imposible, como una revolución tanto ideal como material, constante, en un régimen totalitario de rutina. En ese pozo sin fondo se hundían y de él surgía todo lo demás.

En los años siguientes nada que encontrase entre viñetas consiguió captar realmente mi atención como lo hicieron los personajes de Watterson. Sí, Mafalda y sus amigos resultaban reconfortantes, pero también un tanto maniqueos. El Roto proporcionaba una falsa profundidad en la que sumergirse era tan peligroso como tirarse de cabeza a una piscina medio llena. Forges era costumbrista y divertido, pero nada más que eso. Un Berlanga sin crónica. También recuperé (más bien me topé con) ciertas obras de la Transición, particularmente el trabajo de Carlos Giménez después recopilado en los tomos España, una, grande y libre. Un buen retrato del momento, sin duda. Pero contado desde un punto de vista muy particular, un tanto exasperante para mi gusto, por simplista. Así que durante el resto de mi adolescencia dediqué mis horas de cómic a la ciencia ficción, es decir, a Moebius. Muy alejado de las orillas de la política, no era sino un descanso. Fue temporal: duró hasta que Watchmen llegó a mis manos.


Estaba acabando mi propia carrera de ciencias sociales, Sociología, con una aspiración parecida a la de Watterson. No en el dibujar, sí en el entender el mundo que me rodeaba y ser capaz de hilvanar siquiera un poquito del mismo en una narración de cualquier formato. Ya para entonces, uno de los asuntos que más espacio ocupaba de mi estrecha mente era qué podía hacer Calvin aparte de sus pequeñas rebeldías diarias y su constante establecer una definición paralela de su entorno a través de su no menos constante dialéctica con Hobbes. Bueno, más ampliamente me preocupaba cómo controlar y contrarrestar al poder. Un poder que, en cualquier caso, necesitábamos. La explicación hobbesiana del poder es que todos nosotros, seres humanos, nos ponemos de acuerdo para otorgar la capacidad de ejercerlo a una entidad libre, en principio, de la captura por la fuerza de nadie. Lo hacemos así para evitar la dominación y el abuso. Lo hacemos así para poder cooperar. Sin embargo, esto no es una solución al problema de cómo y por qué se mantiene así. Océanos de tinta, de letras, de modelos teóricos y matemáticos se han venido ocupando de este problema en múltiples variantes: por qué la democracia se sostiene a sí misma a veces y otras sucumbe a un golpe de fuerza, por qué el mercado funciona en ciertas ocasiones sin que una parte intente expropiar a la otra pero no en otras, por qué la corrupción es la forma prevalente de asignación de recursos solo en ciertos países mientras en otros la cooperación se produce por otros cauces. En Watchmen no encontré una respuesta al interrogante. Pero sí una forma descarnada de plantearlo publicada, casualmente, al mismo tiempo que yo era concebido y los primeros Calvin & Hobbes aparecían en periódicos estadounidenses. No soy demasiado amigo del azar, pero tener la misma edad que mis cómics predilectos encierra un cierto encanto que se pierde en la mezcla de páginas e infancia.

Las preguntas de quién ha autorizado a estos tipos, los superhéroes, a cuidar de nosotros, por qué se erigen en guardianes de la libertad y, sobre todo, qué asegura que se vayan a comportar de acuerdo a lo que de ellos se espera están presentes en prácticamente todas las historias con uno o varios superheroes. Alan Moore decidió cogerlas y ponerlas sobre la mesa de la manera más cruda posible. En el mundo de Watchmen una pintada llena las paredes de la ciudad: quién vigila a los vigilantes. El problema eterno de los superheroes es, pues, también el dilema central de la ciencia política.

Todos los autores han jugado con la faceta humana de los héroes, mostrando sus debilidades y sus dudas, sus inseguridades y el peso específico de la «gran responsabilidad» que conlleva el «gran poder» con que han sido agraciados, o maldecidos. La mayoría dejan incluso entrever que estos personajes no actúan en un vacío, sino que hay algo llamado Estado e instituciones con las cuales deben interactuar. En Watchmen el centro de la historia es la gestión de ese poder dentro de un contexto determinado, y es de hecho el Estado quien lo crea, para después destruirlo ante la convicción de que habían creado un imposible dentro de un sistema democrático liberal. Una idea central en democracia es que, dado que cualquier facción o grupo es susceptible de perder el poder en cualquier momento (mediante elecciones) y todos acuerdan funcionar de acuerdo a ese sistema de turnos, el monopolio de la violencia no pertenece a ninguna parte de la sociedad que pueda ejercerlo sobre otra. Si el Estado cuenta con una fuente, así sea potencial, de poder superior a los actuales medios (superior al ejército), y es incapaz de controlar quién ejerce el control sobre dicha fuente, ha roto el equilibrio o ha sentado las bases para romperlo. Eso era el Doctor Manhattan. Y también todos los «superhéroes sin poderes» que coprotagonizan la serie, particularmente Ozymandias.

Hay poca distancia entre el planteamiento de Moore en Watchmen y cualquier duda de cariz liberal sobre una parte del aparato estatal que goce de autonomía. Por poner un ejemplo reciente, la NSAy su aparente capacidad para compilar información sobre nuestras comunicaciones cotidianas. Sirve igualmente cualquier recelo que en cualquier momento se haya podido tener respecto a una parte del ejército en, no sé, la Grecia de finales de los sesenta o la España de la transición a la democracia. En realidad poca respuesta puede darse ante estos miedos. No hay ninguna fórmula que, hoy por hoy, nos permita asegurar totalmente que no va a existir un abuso de poder. Más aún: ni siquiera sabemos del todo por qué este abuso no es constante, por qué no existen facciones, en forma de superhéroes o de lo que sea, que intentan tomar el poder de las democracias occidentales por la fuerza. Tenemos algunas intuiciones y algunas regularidades empíricas, tales como que los países con ingresos per cápita medios en adelante que se convierten en democracia no vuelven atrás. Pero no tenemos ninguna solución definitiva a la cuestión de por qué el mundo, nuestro mundo, no se parece más a la pesadilla de Alan Moore. Esa es la cuestión que me acecha al final de cada página de Watchmen, siempre que regreso a él.

Llegado a un punto de lectura y profunda reflexión, uno no puede sino decidir, simplemente, seguir el ejemplo de Calvin y buscar un nuevo vértice ajeno al círculo vicioso que nos encierra. Pero, ah, no todos tenemos un tigre de peluche tan excepcional a mano para construir un modelo alternativo que nos explique por qué el mundo que nos rodea no se viene abajo.

Publicado en la revista Jot Down Samrt, el Pais, diciembre 2015, número 3.



La vieja historia del hombre y su cueva


El autor de cómic y pintor Daniel Torres firma en ‘La casa. Crónica de una conquista’

BORJA HERMOSO Barcelona 9 DIC 2015

Detalle de la ilustración para la portada de 'La casa. Crónica de una conquista'.

Daniel Torres recibe en su casa del barrio de Poble Nou, ejemplo transparente de cómo es posible recuperar un segmento urbano de raíz popular sin cometer excesivos desmanes. Zonas verdes, campos deportivos, plazas amplias, calles limpias, chimeneas conservadas como protegido vestigio industrial... buen contexto para lo que se tercia: charlar con este clásico de la historieta española sobre su regreso a primera línea de actualidad editorial después de demasiado tiempo sin fabricar titulares: la publicación de un libro colosal e inaudito, La casa. Crónica de una conquista (Norma Editorial).

Seiscientas páginas y seis años de trabajo —tres de documentación y tres de ejecución— para un viaje de 3.200 años de Historia: la historia de la relación entre el ser humano y los sucesivos habitáculos bajo los cuales, desde la noche de los tiempos, hasta vaya usted a saber cuándo (La casa que viene, lo llama el autor), se ha buscado la vida para protegerse, primero, y disfrutar después.

Entre el Neolítico y el siglo XXI pasando por Grecia, Roma, el medievo, el Renacimiento, la monarquía y la revolución francesa, la revolución industrial, los primeros rascacielos, la República de Weimar, la llegada a la Luna y el advenimiento de problemáticas contemporáneas relativas a cómo el ser humano ha tratado las cosas propias y ajenas, el autor eleva en este libro la anécdota a categoría, es decir, la mejor, más directa y didáctica forma de hacerse entender. Sobre todo cuando se persigue no solo plasmar cosas, sino argumentarlas: la puerta no siempre cerró la casa, la casa no siempre estuvo ahí, el hombre no siempre tuvo casa propia, y en muchos casos sigue sin tenerla.

Influencia mútua
El concepto artefacto le cuadra bien al nuevo retoño de Daniel Torres (Teresa de Cofrentes, Valencia, 1958). Desde luego, no estamos ante un libro al uso. Historia, antropología, arte, geografía, urbanismo, arquitectura y decoración se dan la mano en esta obra, cuya tesis es transparente en boca de su autor: “El ser humano influye tanto en el sitio donde vive como el sitio en él. La casa nos moldea, no solo en lo físico, también como espacio mental. La tesis de este libro es sencilla: las casas tienen ADN. Tú hoy vas a casa de alguien a quien no conoces y la casa te cuenta perfectamente cómo es. Un espacio te cuenta cosas de la sicología de la gente. Una casa miente muy poco”.


Torres, el pasado lunes en pleno trabajo en su casa-estudio de Barcelona. / GIANLUCA BATTISTA

Pronto cayó en la cuenta de que, pese a ser todo eso tan evidente, la gente no suele pensar sobre ello. “Quería plantear esa reflexión y hacerlo desde una perspectiva gráfica mezclando cómic e historia, ilustración y texto. Y la única premisa que me puse fue: no seas aburrido”. Cruce de caminos entre el manual de historia de las civilizaciones y el álbum de historietas, el parto de La casa arranca en el verano de 2008. El proyecto inicial era una serie de 12 tomos sobre cómo, cuándo y por qué ha vivido el hombre en sus cuevas, fueran desastrosas como cloacas humanas, sofisticadas como palacios interconectados o toda la gama que queda en medio. Recuerda Daniel Torres: “En agosto de 2008, unos meses antes de la caída de Lehman Brothers, mi editor, Rafa Martínez, me pidió que hiciera algo sobre arquitectura, y me dijo: ‘Oye, los jóvenes de hoy no saben lo que tienen o no lo valoran, pero con el tema de la casa y de su propiedad, creo que aún menos’. En este país, culturalmente y como estatus de que has llegado a algo en la vida, pasamos de querer tener un coche a querer tener una casa en propiedad. Y en parte por este fenómeno tan latino pasó lo que pasó, la burbuja inmobiliaria y todo eso”.

Burbuja, especulación, desahucios. Con papel y tinta reflejó el autor cómo algunos de esos fenómenos que creímos tan modernos cuentan 2.500 años (las explicaciones del fenómeno de los desahucios en la Grecia clásica y de la especulación del suelo en la Roma imperial son impagables). “El rico de la Roma del siglo I tenía una domus que era una maravilla. Pero era uno entre mil, el resto vivía en chozas asquerosas. Como hoy. No hay que olvidar que una inmensa parte de la población vive en chabolas, como en la Edad Media: ni sistema sanitario, ni luz, ni agua caliente, ni alcantarillas…”.

“Me pateé un montón de librerías antes de ponerme a dibujar” —explica el padre de personajes ya clásicos del cómic español como Roco Vargas o el dinosaurio Tom— “y vi que había manuales de arte, de arquitectura, de historia, de sociología... pero de historia de las costumbres no; lo sabemos todo de las guerras y los reyes… pero ¿qué pasa con la gente que sufría todo eso, la gente como nosotros, la gente de base? ¿Cómo vivían, comían todos los días o solo algunos días…?”. Y eso es lo que acabó contando Daniel Torres. La historia del hombre y su cueva. La fascinante película de lo que en ella hizo, hace, hará.


El Pais