El faro del fin del mundo / Jacinto Antón
Llegué a Formentera, tras la larga travesía de costumbre y la lectura ritual de amplios pasajes del Lord Jim de Conrad a bordo del ferry Ciudad de Barcelona de Transmed, cargado de propósitos y anhelo de aventuras (“multiplicábanse en su mente las ideas de grandes hazañas: sentíase enamorado de ellas y le encantaba el feliz éxito que acompañaba a sus imaginarias proezas; eran lo mejor de su vida, su verdad secreta, su escondida realidad”). Me pareció un buen presagio encontrarme ya en el barco una sirena: una pequeña figura mecánica de una ondina rubia de ojos azules y escamas doradas que al darle cuerda movía arriba y abajo la cola y que me miraba tentadora desde el parador de la tienda de regalos del ferry.
Nada más arribar a mi cuartel general en la playa de Migjorn me puse a releer, bajo las palmas de la techumbre del Pelayo, La isla misteriosa, de Julio Verne, pues me había propuesto trazar las semejanzas entre la novela y mi experiencia de Formentera. Estaba yo tan ricamente en mi lectura, con el globo de los protagonistas desinflándose en medio de una tormenta, cuando los acontecimientos de la realidad empezaron a imponerse a los de la literatura.
De entrada la tempestad de la novela parecía trasladarse a Formentera. Estábamos en alerta por la llegada de un frente que traería, se advertía, vientos huracanados, lluvias copiosas y olas de dos metros. Cuando aún hay barcos varados de la dana del pasado agosto, la advertencia no podía tomarse a la ligera. Todo el jueves había sido un prepararnos para el temporal. Se suspendieron las fiestas de Sant Jaume y gente deambulaba por la isla mirando el cielo y esperando lo peor. Desde el Pelayo, un puñado de personas observábamos fascinados y sobrecogidos cómo las olas crecían y en todo lo que abarcaba la vista el mundo se convertía en un gran tapiz oscuro y amenazador. Y entonces se produjo una de esas imágenes que se te graban en el alma con la fuerza de una leyenda: una chica salida de no se sabe dónde se zambulló desnuda en el mar alborotado.
Pero si la tempestad, que acabó resolviéndose en gatillazo celeste, se cernía sobre nosotros, el verdadero desasosiego me ha llegado en la isla en forma de perro
Se trata de un Jack Russell terrier blanco y tostado que responde al tan luctuoso actualmente nombre de Ozzy y que el destino aciago ha convertido en mi vecino en las casitas de Es Pinars. Fue justo llegar con nuestro gato Charly y encontrarnos que el chucho se había enseñoreado de todo el territorio. Sus dueños, gente por lo demás muy agradable, nos informaron enseguida del carácter cazador del can y su predisposición natural -animalito- a perseguir a los gatos. Nos dieron como cosa hecha que teníamos un problema (evidentemente con todas las de perder Charly, de temperamento tan soñador y pusilánime como su dueño), aunque accedieron a debatir qué se podría hacer para mitigarlo. Es dificil llevar con educación un conflicto en el que la otra parte se puede comer a la tuya, pero sacamos adelante unas negociaciones tipo Ucrania-Rusia en las que Charly y yo cedimos mucho.
Se estableció una línea divisoria que Ozzy no debía cruzar y que yo bauticé con hondo sentido de la historia como Checkpoint Charlie. Pero al cabo de un rato ya teníamos al avispado terrier en nuestro porche, calentando como un púgil. Total que Charlie solo sale en las escasas horas pactadas de reclusión o ausencia del perro hiperactivo (“ahora nos vamos, podéis sacar a vuestro gato”), mayormente de noche y siempre bajo estricta vigilancia (mía), de forma que estoy adoptando una vida vampírica y así no hay quien se ponga moreno. Como suelo hacer, he tratado de encontrar consejo, y si no consuelo, en los libros. En The interpretation of cats, and their owners (Penguin, 2024), el veterinario francés Claude Béata explica cómo funciona la mente de un gato. Leemos el libro juntos Charly y yo en nuestras horas de confinamiento, a menudo los dos debajo de la cama, y descubrimos las patologías a las que nos puede llevar esta situación. Nos ha interesado el caso de un gato abisinio que sufría un caso disociativo que lo convirtió en un verdadero Mister Hyde capaz de sembrar el pánico, incluso entre los perros. Dejaremos el libro a mano de los vecinos y de Ozzy. Mientras tanto, como dijo Colette, el tiempo pasado con un gato nunca es tiempo perdido. Ni siquiera en Formentera.
El Pais. Cultura. Sábado 26 de julio de 2025