domingo, 29 de diciembre de 2019

Fortuny, los pliegues de la melancolía


Josep Casamartina i Parassols


 Modelo con abrigo tres cuartos de terciopelo de seda con motivos cretenses sobre vestido Delphos gris y teja. GÉRARD AMSELLEM / LYON

3 NOV 2016

Mariano Fortuny y Madrazo cerró con broche de oro la historia de dos familias de artistas. Fue pintor, escultor, fotógrafo y escenógrafo, pero el mundo se rindió ante su genio como autor de telas y vestidos. Entre ellos, la túnica Delphos, emblema del talento de uno de los creadores más influyentes de la primera mitad del XX.


EL GENIO NACE, no se hace, pero para desarrollarse necesita de una atmósfera o de circunstancias que le sean favorables. Al contrario de la belleza, que se puede heredar aunque a veces dure poco, la genialidad no suele transmitirse fácilmente de padres a hijos, por más que se hayan empeñado en ello muchos clanes familiares a lo largo de la historia. Empeñarse a ultranza en el genio heredado parece condenado fatalmente a la decrepitud. Sin embargo, siempre hay excepciones para confirmar la regla, y los Fortuny y los Madrazo, dos familias de artistas que se acabarían mezclando, son un ejemplo estupendo de pervivencia. En realidad el eje vertebral de esta nutrida saga de pintores serían los Madrazo, pues de Fortuny tan solo hay dos, pero de Madrazo siete, y su origen como artistas se remonta al siglo XVIII, entre Santander –en donde nació José Madrazo y Agudo, pintor de cámara de Fernando VII– y la región polaca de Silesia –de donde procedía su esposa, Isabel Kuntz Valentini, a su vez hija del pintor Tadeusz Kuntz–. Y esa mezcla de culturas quizá sería el motivo de que, a lo largo del siglo XIX, el espectro de los Madrazo se extendiera por media Europa, cosechando amistades, relaciones, éxitos y honores con desigual fortuna, de Madrid a Roma pasando por Múnich y Berlín, y de Granada a París para terminar en Venecia. Es en este contexto ilustre, cosmopolita y estético donde nace, y también se hace, Mariano Fortuny y Madrazo, el enigmático e hipersensible mago de Venecia que sería además quien acabaría cerrando el prolífico clan con un espectacular broche de oro.

Fortuny y Madrazo se dedicó con ahínco a la pintura, siguiendo de cerca a todos sus antepasados, pero no llegó a ser un genio de los pinceles. Como pintor fue digno y nada más, no destacó demasiado, incluso fue bastante aburrido, dada la época en que vivió, aunque como grabador tiene bastante más interés. Su olimpo sería de otro talante, más etéreo y superficial y, a la larga, paradójicamente mucho más duradero y moderno. Fuera de España es posible que ya nadie se acuerde de quiénes eran los Madrazo, ese nombre curioso que ostentan calles de Madrid y Barcelona. También a escala internacional y a nivel popular, poca gente debe conocer al otrora famosísimo y cotizado Mariano Fortuny i Marsal, más allá de algunos buenos connaisseurs y conservadores y directores de museo. Pero al Fortuny de las telas y vestidos se le conoce en todo el mundo, incluso al margen de su nombre, por alguna de sus magníficas realizaciones o por las fotografías de actrices y modelos que lucieron, o siguen luciendo, con glamur sus hermosos trajes plisados de suave seda japonesa y colores argentados que se ajustan con delicadeza al cuerpo femenino y lo dejan, a su vez, libre, creando sinuosidades sin hacer caso de las tallas. Vestidos túnica, de una o dos piezas, sin decoración alguna más allá de una simple cinta ancha, con algún toque dorado ligeramente estarcido, para realzar busto y caderas, y del juego de luz y sombra de centenares de pequeñas aristas que, como una tierra arada, recorren toda la superficie de la tela en sentido vertical adaptándose mórbidamente a la orografía femenina.


Fortuny y Madrazo fue el príncipe de la luz, inventó un sinfín de patentes relacionadas con ella y se esmeró en captarla en todas las disciplinas artísticas posibles, con todo su esplendor y magnificencia. Por eso no se quedó solo en el ámbito de la pintura. Fue el primero en dedicarse a la incandescencia indirecta para iluminar de manera fluida y continuada interiores palaciegos, techos con frescos sublimes, tiendas, salones, boudoirs y escenarios. Fiel seguidor de Richard Wagner y su idea de un arte total, intervino decisivamente en escenografías y atrezos de ópera, ballet y teatro. Creó una cúpula, que llevaría su nombre, precursora de los cicloramas, esos cielos iluminados sin ángulos que son, ya desde hace mucho tiempo, fundamentales en la escenografía moderna. Ideó diferentes tipos de lámparas, de pie, techo y sobremesa, en tela o metal, que aún se producen en la actualidad y decoran interiores exquisitos en todo el mundo. También, evidentemente, relacionada con la luz fue su dedicación a la fotografía. Pero, sobre todo, su mayor y más celebrada ocupación fueron los tejidos y la indumentaria en los que la luz tampoco era un factor ausente, sino todo lo contrario, pues Fortuny trabajó siempre con sedas y terciopelos para captarla mejor.


Mariano Fortuny y Madrazo nació en Granada en 1871, bajo la estela de la Alhambra, hijo del pintor orientalista y grabador catalán Mariano Fortuny i Marsal y de Cecilia de Madrazo y Garreta, hija de Federico de Madrazo Kuntz y hermana de los también pintores Ricardo y Raimundo. Muy pronto la familia se trasladó a Roma, y allí Fortuny i Marsal instaló su fabuloso estudio, repleto de antigüedades, tapices y tejidos, que tanta influencia ejercería en pintores y coleccionistas coetáneos. Este espléndido taller romano duró poco, ya que en 1874 falleció su artífice, cuando el pequeño Fortuny y Madrazo tenía solo tres años. Entonces Cecilia con sus dos hijos, Mariano y María Luisa, decidió trasladarse a París y tuvo que desmantelar el fabuloso estudio de su marido y vender en subastas buena parte del contenido, entre el que figuraba la colección de tejidos orientales y renacentistas que ella también había ayudado a recopilar. No se vendieron todos, lo que, junto con la propia afición y grandes conocimientos en la materia que tenía Cecilia, favoreció que ella creara otra colección. Fue sin duda esta iniciativa la que familiarizó al pequeño Fortuny con las granadas de oro y terciopelo, de origen italiano y también valenciano, los pájaros y claveles otomanos y los arabescos y grafías andalusíes.

En 1889, Cecilia y sus hijos dejan París y se instalan en Venecia, en el palazzo Martinengo, y recrean allá su personal universo bajo la sombra mítica del malogrado Fortuny padre, viviendo en una atmósfera suspendida en el tiempo, pero también recibiendo numerosas visitas de celebridades del mundo de la cultura, ya fueran italianos, franceses o españoles. Desde allí, Fortuny y Madrazo despliega sus habilidades con línea directa en París y empieza a darse a conocer, primero como pintor, participando en alguna de las primeras ediciones de la Bienal veneciana, de la que ya será, a partir de entonces, un artista habitual. También expone en los salones de Múnich y, sobre todo, de París. En uno de sus viajes a la capital francesa, en 1897, conoce a Henriette Negrin y el flechazo es fulminante. Mantiene en secreto relaciones con ella, pues Henriette estaba casada, pero en 1902 ella decide divorciarse para irse a vivir con Mariano a Venecia y ambos se instalan en otro palazzo, el Pesaro degli Orfei, porque ni Cecilia ni María Luisa aceptan bien esa relación.


Un Delphos fotografiado por Cecil Beaton en 1971.CECIL BEATON

La influencia de Henriette será también fundamental en la vida de Fortuny, tanto desde un punto de vista afectivo como creativo y empresarial, especialmente en todo lo que se refiere al mundo textil, que al fin y al cabo será el más importante y decisivo para el autor. Henriette se implica y trabaja personalmente con sus propias manos en los estampados de las telas, con sistemas inventados por su compañero. Y seguramente se debe en parte a ella la creación del mayor éxito de Fortuny, la túnica Delphos, que aparece hacia 1907 y marca una revolución absoluta en la indumentaria femenina de todo el siglo XX, porque, habiendo sido pensada y producida al margen de la moda, mantendrá su actualidad hasta hoy. Es algo parecido, aunque diferente, de lo que estaba barajando desde París Paul Poiret, amigo de Mariano y Henriette, y desde Viena Gustav Klimt, su amiga la modista Emilie Flöge y el arquitecto Josef Hoffmann y sus seguidores.

Desde Venecia, la pareja consolida una industria artesanal que, desde finales de la primera década del siglo XX, vende a todo el mundo, y será en Estados Unidos, país moderno donde los hubiere, donde tendrán mejor clientela. Una empresa emergente que durante los años treinta empezó a sufrir problemas por la imposibilidad de importar seda de Japón y algodón de Inglaterra como consecuencia del proteccionismo de Mussolini con la industria italiana. En la década siguiente, la fábrica Fortuny entra en bancarrota, a pesar de los esfuerzos sobrehumanos de Henriette para salir adelante. En 1949 muere en Venecia Mariano Fortuny y Madrazo y deja parte de la herencia al Estado español, que renuncia a su legado, que consistía en el palazzo Pesaro degli Orfei con su interior abarrotado de telas, trajes y muestrarios. En 1956, Henriette lo legó entonces al Ayuntamiento de Venecia, y en la actualidad es el Museo Fortuny, orgullo de propios y extraños.

Peggy Guggenheim (mecenas y coleccionista), vestida con un Delphos, en la entrada de su palacio veneciano, actual sede de su fundación.EDITORIAL NEREA

En 1980, el Musée des Tissus de Lyon –institución que en estos momentos, incomprensiblemente, está a punto de ser desmantelada por el Estado francés– organiza una gran exposición sobre Mariano Fortuny y Madrazo, una iniciativa que marca el reconocimiento universal a su figura. Ese mismo año, el historiador y futuro galerista Guillermo de Osma publica su primer libro sobre el mago de Venecia; posteriormente, y como principal especialista en Fortuny, editó algunos más. El volumen que acaba de aparecer de la mano de la editorial Nerea representa la culminación de su trabajo. Una historia fascinante, muy bien documentada y explicada, con un tempo de novela, profusamente ilustrada, que es lo esencial si hablamos de tejidos y moda, y con un melancólico final muy adecuado a esa otra Venecia –al margen de Casanova, Canaletto y el carnaval– crepuscular del fin de siglo, teñida de azul, plata y oro viejo, que, como Fortuny y Madrazo, supieron captar a la perfección Thomas Mann y Luchino Visconti.


El Pais Semanal Nº 2.092 30/10/2016

Fortuny, los pliegues de la melancolía

Mariano Fortuny y Madrazo cerró con broche de oro la historia de dos familias de artistas. Fue pintor, escultor, fotógrafo y escenógrafo, pero el mundo se rindió ante su genio como autor de telas y vestidos. Entre ellos, la túnica Delphos, emblema del talento de uno de los creadores más influyentes de la primera mitad del XX.

Josep Casamartina i Parassols

3 NOV 2016

1 Fortuny en 1900. Archivo Museo Fortuny

2 Mariano Fortuny en 1890, en la terraza del palacio Martinengo. Archivo Museo Fortuny

3Muestrario de plisados Guillermo de Osma

4 Gérard Amsellem / Lyon

5 La soprano Colette Alliot-Lugaz con un manto de terciopelo de seda. Gérard Amsellem / Lyon

6 Retrato de Muel Gore vestida con un Delphos y retratada por sir Oswald Birley en 1919. Guillermo de Osma

7 Fundación Caja de Burgos

8La modelo y actriz Lauren Hutton con un Burnous de terciopelo de seda. Guillermo de Osma

9 La actriz Julie Christie en 1973 con pantalón y túnica plisados. Alfa Castaldi

10 Geraldine Chaplin en 1979, con vestido y sobrevesta de gasa ligera que pertenecieron a su madre, Oona Chaplin. Guillermo de Osma

11A la derecha, Mariano Fortuny y Madrazo, en una imagen captada en 1930. De fondo, tejido de satén de algodón con motivo floral inspirado en un diseño italiano del siglo XVII. Fundación Caja de Burgos

12 'Interior del palacio Orfei', obra pictórica de Mariano Fortuny y Madrazo (1940).



El Pais Semanal Nº 2.092 30/10/2016


Clara Peeters, la pintora que inventó el ‘selfie’


Estrella de Diego


Bodegón con flores, copa de plata dorada, almendras, frutos secos, dulces, panecillos, vino y jarra de peltre. JORDI SOCÍAS

24 OCT 2016

Clara Peeters fue la primera mujer que expuso en el Prado. Maestra del bodegón, de origen flamenco, vivió en el siglo XVII y se ignora casi todo de ella. Su obra creó escuela. Además, sus cuadros encerraban un gran secreto: ella misma aparecía retratada en ellos. El museo madrileño le dedica una exposición.


DURANTE MUCHOS años la pintora de Amberes Clara Peeters (Amberes, 1594-La Haya, 1657) fue la única mujer artista colgada en las paredes del Museo del Prado, si bien eran pocos los que reparaban en este hecho nada frecuente. No obstante, el visitante atento podía descubrirla, destacada, en la entonces rebosante sala de bodegones. Aquel lugar era casi un remedo de las mesas flamencas del XVII, donde alimentos y utensilios se agolpan en una peculiar construcción espacial, la que corresponde a este género pictórico, denostado por la historia del arte más conservadora al excluir la figura humana. Allí, en la sala del Prado y pese a lo extraordinario del conjunto de bodegones conservados en la pinacoteca madrileña, la obra de ­Peeters sobresalía entre tantas maravillas de caza, pescados, dulces, cristales, metales brillantes, cestas o hasta flores y jarrones que hablaban de las diferentes maneras de entender el mundo en las distintas sociedades y épocas.



La figura de la pintora reflejada en la copa y la jarra de peltre de dos de sus bodegones.JORDI SOCÍAS

Destacaba sobre todo un cuadro –composición exquisita–, en el que las flores del jarrón, primorosamente pintadas, rivalizaban en destreza con la elegante copa de plata, la bandeja con los frutos secos y los dulces, el transparente vidrio al fondo y la jarra de peltre. El trabajo exhibía una habilidad poco común, minuciosa y precisa, subrayada en los pétalos de cada flor: el jarrón de Peeters tenía mucho de pericia botánica, aquella que cultivarían, pocos años después y también en los Países Bajos, otras artistas como Maria Sibylla Merian o Rachel Ruysch. La primera, alemana de origen, sería la autora de Metamorphosis insectorum Surinamensium, transformaciones de insectos que poco tenían que ver con Systema naturae, el posterior catálogo seco y obsesivo de Carl Linnaeus. Las láminas de esta mujer que pintaba insectos y, más aún, los criaba y los observaba, capaz de marchar hacia Surinam con 52 años cumplidos para llevar a cabo sus investigaciones, eran vibrantes, llenas de vida, igual que las composiciones pictóricas de Rachel Ruysch, hija del conocido anatomista, al cual, se cuenta, compró su colección médica el propio Pedro el Grande de Rusia.

Quizá fue la atmósfera particular en los Países Bajos durante 1600 –en especial en Amberes, donde Peeters desarrolla su actividad– la que posibilitó la consolidación de esos bodegones planteados como la representación de una clase en ascenso, burguesa y moderna –los ricos comerciantes– que a ratos remedaba las costumbres de la aristocracia tradicional. Alrededor de esta aparente paradoja –modernidad y tradición– se desarrollaba un género pictórico que traza un retrato social muy preciso. Entre las riquezas y rarezas importadas y atesoradas se delineaba además la fina frontera entre abundancia y exceso, y se apelaba, de alguna manera, a la caducidad del mundo y las cosas del mundo.


Bodegón con pescado, gambas, ostras y cangrejos de río.JORDI SOCÍAS

Pese a la atmósfera de modernidad que se vivía en los Países Bajos, ser mujer pintora en el siglo XVII, incluso en una sociedad cuya clase en ascenso retaba algunas viejas costumbres, no era fácil. No lo era, entre otras cosas, porque las artistas encontraban grandes trabas para su formación, a menos que aprendieran con el padre –ocurre con Artemisia Gentileschi–; o con un maestro particular, supervisada la estancia por su esposa –es el caso de Sofonisba Anguissola, también expuesta hoy en las salas del Prado–. Las mujeres no podían frecuentar un taller, fórmula habitual para convertirse en pintor, pues era impensable para las jóvenes compartir cotidianidad con otros muchachos. Además, al salir serían demasiado viejas para casarse. Por si fuera poco, el acceso a las clases de desnudo, la manera de aprender a dibujar la figura humana y pasaporte para la “alta pintura” de escenas de batallas o religiosas, estuvo vetado a las artistas durante siglos. Dedicar los esfuerzos a los bodegones, incluso a finales del siglo XIX, era un modo de llevar adelante la carrera para muchas mujeres.

Esta particular situación de las artistas hace aún más intrigante el gesto reiterado en algunas obras de Clara Peeters, de la que, por otro lado, se tienen pocas noticias verificables, salvo que fue una pintora precoz especializada en bodegones, que trabajó en Amberes y que su época de máxima creatividad se desarrolló en torno a 1611-1612. Reflejada en los metales brillantes de algunas de sus obras, Peeters se pinta. A veces se pinta incluso pintando. Es una imagen apenas perceptible –camuflada quizá por decoro, para no parecer demasiado descarada en tanto mujer– que Peeters despliega con coraje infinito y una implacable seguridad en su oficio.


Bodegón con arenque, cerezas, alcachofa, jarra y plato con mantequilla.JORDI SOCÍAS

Retomando el juego de reflejos, muy arraigado en la época –El matrimonio Arnolfini es una buena muestra de ello, al desvelar en el espejo al fondo el retrato del pintor y la parte no visible del cuarto–, Clara Peeters subraya en su autorretrato una poderosa afirmación de su destreza. Pintar su efigie desde diferentes puntos de vista adaptados a la superficie de las copas o las jarras descubre un absoluto control sobre los ángulos, la escala, la perspectiva, la minuciosidad… y un orgullo sobre una autoría que a veces rubrican también las pastas con la forma de la “P” en su apellido.

Sus maravillosos selfies avant-la-lettre –autorretratos camuflados que evocan a Cindy Sherman cuando su rostro se descubre reflejado en unas gafas o el espejo de una polvera– hacen pensar, además, en las estrategias sofisticadas de tantas mujeres, a menudo obviadas por pintar géneros menores. La pregunta surge insidiosa: ¿desde dónde se establecen los criterios de calidad, el canon? ¿No vuelven a ser restricciones de un discurso que es necesario revisar? Los bodegones de Peeters lo dejan claro: nunca hay que quedarse en las meras apariencias. Una segunda mirada, más atenta, puede desvelar cierta señal radical de modernidad, oculta tras el reflejo de una copa. Por ese gesto, también ahora, desde las salas del Prado Clara Peeters nos desconcertará en su audacia.


El Pais Semanal Nº 2.091 23/10/2016


El tiempo congelado




FABIAN OEFNER
8 OCT 2016

NO EXISTE ser ni objeto en este mundo que no sea esclavo de la entropía. Todo, incluido este espectacular Bugatti 57 SC de los años treinta, está sujeto al eventual abrazo del caos. Aunque en este caso, ese desorden sea simulado. En una combinación de ciencia y creación, el suizo Fabian Oefner ha producido dos series de imágenes de automóviles bajo el título de Disintegrating. Una a una, el artista fotografía las piezas que componen cada coche –en miniatura– y las recoloca digitalmente en un proceso que dura hasta dos meses. Con sus obras, Oefner plantea cuestiones sobre el paso del tiempo, la percepción de la realidad y la esencia de los fenómenos que escapan al radar del ojo humano.


El Pais Semanal Nº 2.089 09/10/16


El ojo insomne de la ciudad

Pocos han visto tanta muerte como Enrique Metinides, el fotógrafo que retrató durante seis décadas el crimen y el horror en México, hoy convertido en leyenda.


 
Domingo, 27 Noviembre 2016



En el mundo de Enrique Metinides (Ciudad de México, 1934) la realidad presenta contornos difusos. Hay que sentarse a su lado y escucharle un rato para entenderlo. El fotógrafo que durante décadas retrató la muerte en carne viva es ahora un jubilado simpático, que se desliza por las habitaciones de su abigarrado apartamento como un pequeño duende pop. Con orgullo casi paternal va mostrando su colección de figuritas de ranas verdes (a destacar la que conduce un deportivo limón), sus máscaras venecianas, sus monedas conmemorativas, las incesantes fotos de sus tres hijos, cinco nietos y dos bisnietos, las escayolas de cristos y vírgenes… y así hasta alcanzar una puerta lateral, casi imperceptible desde el salón.

Al abrirla, se llega a la cámara del tesoro de Metinides. Dentro, encapsulados en el tiempo, hay más de 3.000 coches de juguete. Un delirio barroco, donde el único espacio libre es una minúscula senda que conduce a otra puerta, aún más misteriosa y detrás de la cual el artista guarda la verdadera trastienda de su alma: los diarios donde a lo largo de medio siglo aparecieron sus fotografías. El material sobre el que ha edificado su leyenda. Su obra. "Artista no sé si soy, pero desde luego he sido el que más ha publicado en la prensa mexicana", bromea.

Metinides ha vuelto al salón y se ha sentado cómodo en su sofá. Viste de beige. Con delicadeza comenta sus instantáneas y, de vez en cuando, se detiene a señalar lo imposible. Por ejemplo, toma la imagen del incendio de una estación de servicio, posa el índice derecho en la llamarada y dice que ahí se observa el perfil del diablo. "Fíjese en la boca, los ojos, el cuerpo; ahí está, sea verdad o mentira".



DESTINO.
Jarambalos Enrique Metinides Tsironides es un hombre antiguo. De modales clásicos y muy religioso. Nueve vírgenes de Guadalupe y dos cristos ocupan la cabecera de su cama. No le gusta que le recuerden la edad y, si a una "dama" se le cae algo, es el primero, pese a sus 82 años, en recogerlo. Con esa filosofía, escucha antes de hablar y, cuando habla, en su rostro asoma una sonrisa larga, casi circular, de esas que acaban formando ondas en el ambiente. A nadie le cabe duda de que es un tipo especial.

Su destino era haber nacido en Estados Unidos. Ahí se dirigían sus padres, Teoharis y María, inmigrantes griegos, cuando su barco hizo escala en Veracruz y, tras ser desvalijados, tuvieron que quedarse en México y probar fortuna. En la capital, en la populosa colonia de Santa María la Ribera, su padre abrió un restaurante. Eran los años veinte y todo se tambaleaba a su alrededor, pero el negocio le fue bien, extendió su familia y cuando el pequeño Jarambalos Enrique cumplió nueve años, le regaló un sueño. Una Brownie Junior, de fabricación alemana. Doce fotos en blanco y negro. Cañón de caja. Su padre le conocía bien.



En aquel tiempo, el niño no dejaba de ver películas de gánsteres. Le gustaban especialmente las de Edward G. Robinson y James Cagney. "Yo siempre que podía iba al cine; y claro, luego quería hacer mi propia película", rememora Metinides.

Con la cámara, el pequeño empezó a salir a la calle a tomar fotos de coches accidentados. Capós hundidos, chapas desfiguradas, granizo de cristales. Poco a poco, su precocidad llamó la atención.

Al restaurante de su padre acudían a menudo los agentes de la comisaría de Santa María la Ribera. Entre taco y tequila, no tardaron en ver las imágenes del pequeño y, medio en broma, darle permiso para acudir al centro policial. A los 11 años, Metinides fotografió su primer cadáver. Un hombre había sido abandonado inconsciente en la vía del tren. Al entrar en el patio de la comisaría, encontró su cuerpo decapitado. Sacó la Brownie e hizo su trabajo. La cabeza en los pies. Para la colección.

Convertido en una pequeña celebridad local, un día coincidió en un accidente con Antonio Velázquez, El Indio, un veterano fotógrafo de La Prensa. El hombre vio lo que hacía ese crío prodigioso y le invitó a trabajar. Con 12 años, Metinides sacó su primera portada. Arrancaba la leyenda.



Durante seis décadas el niño de ojos curiosos hizo de los accidentes, catástrofes, suicidios y crímenes su vida. No hubo tabloide y revista de crónica roja para los que no trabajase. La Prensa, Crimen, Guerra al Crimen, Zócalo, Alarma… En blanco y negro. En color. Sus composiciones le distinguían. "Trataba de tomar fotografías que lo contuvieran todo. Seguía queriendo hacer una película, como cuando era niño. Intentaba que se viese al asesino, a la víctima, a la policía, al público…". A diferencia de sus colegas, evitaba el primer plano. A veces le bastaba con una solitaria madre llevando un pequeño ataúd en brazos; otras, con la vista cenital de un suicida estrellado contra el suelo, pero con decenas de mirones, ahí abajo, girando sus cabezas hacia la cámara, hacia el fotógrafo, hacia el lector.

Siempre un paso atrás, Metinides hacía de la muerte un paisaje. Sin demasiada sangre, sin apenas dolor. Un pie o una carta podían ser suficientes. La historia brotaba por sí sola.

Así trabajaba su cámara. Implacable y silenciosa. Un arma que incluso en el vacío encontraba su carga. Pero eso muy pocos lo advirtieron en su día. Durante su vida profesional nunca alcanzó la fama. Tampoco le pagaron bien. Sus recuerdos son amargos. Le despidieron de dos periódicos. Los colegas lo trataron mal. "Hasta me llegaron a echar agua en el revelador". Pero él siguió. Trabajando tuvo 19 accidentes graves, se rompió siete costillas, fue atropellado dos veces y sufrió un infarto. Pero siguió. Volaba con las ambulancias. Nunca desconectaba de las frecuencias policiales. Parecía tener a la muerte en nómina."Lloraba al irme a dormir, pensando en lo que había visto durante el día. Aún ahora sigo soñando, son pesadillas terribles, me despiertan y no puedo volver a la cama".




Metinides cree que en esta vida ha dado mucho más de lo que recibió. Le hubiera gustado hacer dinero. Comprarse una vivienda más grande que la que ocupa en la plomiza avenida de la Revolución. Haber alcanzado la fama antes. No tener tantas cicatrices.

En 1997, después de más de 50 frenéticos años de trabajo, aquel niño insomne se bajó de su propia película y se retiró. Fue entonces cuando la gloria le empezó a merodear. El paso del tiempo amarilleó las portadas, pero no sus fotografías. Lo que había sido despreciado tomó cuerpo de reflexión. Se publicaron recopilaciones y catálogos; se filmaron documentales. México, una tierra poblada de espectros, descubrió en Metinides a uno de sus grandes retratistas. Expuso en Nueva York, Berlín, Madrid, Zúrich, San Francisco, Arlés, Helsinki, París… Sus imágenes se volvieron arte.


El Pais Semanal Nº 2.087 25/09/2016


Dibujando la complejidad de la vida

Chris Ware atrapa el vaivén entre la trivialidad y el enigma de las vidas corrientes en ‘Rusty Brown’, una novela gráfica con vocación de clásico de la literatura

TEREIXA CONSTENLA

Madrid 29 DIC 2019

Una viñeta de 'Rusty Brown', de Chris Ware.

¿Quién es Chris Ware? Un señor que dibuja 47 copos de nieve en una introducción y los hace todos diferentes, únicos. Un dibujante que se ríe de sí mismo mostrándose en su último cómic como un personaje algo maniático, algo adicto, desdeñado por alguien como “tonto del culo”. Un autor que aspira a atrapar la complejidad de la vida en unos libros a los que dedica largos años y que suelen celebrarse como una nueva visita del cometa Halley a la Tierra. En Rusty Brown (Reservoir books, traducido por Rocío de la Maya Retamar), su reciente criatura publicada en español, pasa todo eso.
Están las 47 estructuras irrepetibles de copos, la autoparodia y la densidad de varias biografías que giran alrededor de un personaje, un niño excluido que se protege tras un superpoder imaginario. Hay humor, sofocos, tedio, sueños y melancolía, que se despliegan en 360 páginas de colores vivos repletas de recovecos narrativos, callejones sin salida y caminos secundarios. Ware no ha nacido para fomentar la comodidad de sus lectores: puede ofrecer dos historias en paralelo en la misma página, expresar sentimientos con formas geométricas o incluir 176 viñetas en el comprimido espacio que marcan 16x32 centímetros. “Trato de producir, con imágenes y palabras en una página, la intensidad más compleja del sentimiento humano que pueda, así como crear la sensación de vida más abrumadora e inmersiva posible”, expone en una entrevista por correo electrónico.


Hay alguna pista que explica de dónde viene Ware (Omaha, Nebraska, 51 años) y esa forma de narrar que deslumbró con Jimmy Corrigan: el chico más listo de la Tierra o Fabricar historias. Descontado su talento como dibujante, lo que convierte sus libros en palabras mayores es su ambición clásica, su afán por desmenuzar una biografía desde lo insignificante a lo trascendental, de la hormiguita aplastada por un niño a la obsesión por el sexo, del cupcake (magdalena) a la discriminación racial. Lo que hay es una herencia que viene de algunos rusos y franceses (entre otros) y que Ware ha acomodado a su lenguaje expresivo: “En los últimos 20 años, he intentado leer lo que se consideran las mejores obras de literatura, desde Flaubert a Tolstói, Proust a Angelou, Joyce, Chéjov y Nabokov, y supongo que me imagino trabajando en esa tradición, pero con imágenes en lugar de palabras”.


El dibujante Chris Ware, en Bolonia (Italia). ROBERTO SERRA GETTY IMAGES

En casi ninguno de ellos ha encontrado una visión optimista y tranquilizadora de la existencia, sin que por ello se les reproche un afán de “fastidiar al lector”. “Esto parece ser un problema contemporáneo, tal vez porque hemos perdido la noción del intenso sentimiento del paso de la vida en el ataque de todas las distracciones digitales, entretenimiento y tonterías que fluyen a través de nuestras mentes y ojos por segundo, cada hora de vigilia de cada día”, añade Ware.

Los protagonistas de Rusty Brown proceden de una pequeña comunidad escolar de Omaha: un niño repudiado que vive y sueña para Supergirl, un profesor con tantas frustraciones profesionales como afectivas, un alumno que envuelve en agresividad sus escaras más íntimas y una maestra negra que busca en el banjo lo que no encuentra en los demás. El tiempo corretea por las páginas, van y vienen estaciones, saltos cronológicos, infancias y vejeces, tontunas y dramas. No hay linealidad narrativa en una puesta en escena trazada con precisión arquitectónica. Sobre ese halo de tristeza que envuelve la atmósfera, Ware reflexiona: “Si la hay, está codificada en los puntos de vista frustrados de los personajes. La obra de arte, el color y las composiciones están ahí para contradecir y ofrecer un argumento opuesto a ese sentimiento, si he hecho mi trabajo correctamente. La vida está llena de tristeza, arrepentimiento e incertidumbre, y si ignorase esa verdad, estaría mintiendo. Nunca miento, a menos que no me dé cuenta”.



Dibujando la complejidad de la vida

La primera historia de Rusty Brown comenzó a escribirse en 2000. La última se culminó en 2018. Acaso preocupado, acaso irónico, Ware añade una pequeña nota aclaratoria al final de su novela gráfica: “El seguidor caritativo y perspicaz observará que el autor se ha dedicado a diseñar otros proyectos y experimentos artísticos durante los últimos 18 años, no solo este único, triste e inexplicable trabajo”.

—¿Alguna vez le ha preocupado ser un autor de maduración lenta? ¿Envidia a los prolíficos?

—Por supuesto; mis amigos escritores Zadie Smith, Aleksandar Hemon y Dave Eggers publican libros prácticamente una vez al año, lo cual envidio. Los cómics son, sin duda, una manera muy laboriosa y bastante ineficiente de contar historias. Los cómics también son una experiencia muy densa y de múltiples capas, que operan con mecanismos de lectura y visión para producir una experiencia que creo que puede estar más cerca de la cociencia humana que cualquier otro medio visual existente.

—¿Le quedan caminos por explorar en el cómic?

—Sinceramente, siempre siento que recién estoy comenzando. Aunque nunca experimento formalmente por el simple hecho de hacerlo; tales esfuerzos siempre están al servicio de tratar de obtener una calidad de experiencia incierta que de otro modo no podría expresar con palabras o imágenes, como lo que se siente al estar dentro de un cuerpo humano o cómo un olor aleatorio particular podría afectar a mi visión del mundo y mis recuerdos.




lunes, 23 de diciembre de 2019

Una segunda vida para el Buscón de Quevedo

Un cómic de Juanjo Guarnido y Alain Ayroles continúa la historia del pícaro en el Nuevo Mundo

Viñeta de 'El Buscón en las Indias', de Juanjo Guarnido.

RUT DE LAS HERAS BRETÍN


Madrid 23 DIC 2019

Todo empieza por el final. A bordo de un galeón navegando hacia tierras desconocidas. Nada tiene que ver con Arya Stark, Juego de tronos quedaba muy lejos cuando Quevedo embarcó al Buscón hacia las Indias para terminar el relato de la vida de uno de los grandes pícaros de la literatura española.

Fiel al segundo mandamiento del padre (de su padre): “No trabajarás”, Pablicos continúa sus desventuras guiado por Alain Ayroles y Juanjo Guarnido. Ellos —los textos del primero y las viñetas del segundo— también se embarcaron en una aventura al atreverse a continuar la novela de Quevedo con El Buscón en las Indias (Norma editorial). Hace 10 años que hablaron de ello por primera vez, un largo camino hasta dar con Pablos de Segovia, al que Guarnido llama Pablicos, a pesar de sus Eisner por distintos álbumes de la exitosa saga Blacksad, del Premio Nacional del Cómic en 2014 y de su larga trayectoria, dice que es el personaje que más le ha costado encontrar. Un día por casualidad, y tras cientos de pruebas, dio con él. “Dibujé sin pensar, vacié la mente y vi que lo había hecho. Me gustó, no parecía mío, se escapaba de mis tics de dibujante”. Describe Guarnido a su protagonista por teléfono: “Flacucho, narigudo, con cara de gamberrete pero a quien no puedes evitar coger cariño”. Lo hace desde Bruselas, donde ha firmado su reciente publicación, en una gira que le ha llevado por multitud de librerías francesas, españolas y belgas.

Ni Quevedo ni El Buscón son muy conocidos en Francia ni en Bélgica —“de la literatura del Siglo de Oro español a quien se conoce es a Cervantes”, explica el dibujante— y Ayroles (Lot, Francia, 51 años) tampoco los conocían, pero no dudó en aceptar la propuesta de Guarnido cuando terminó de leer la obra de Quevedo. En realidad, el ilustrador le dio esta idea para reconducir la que había tenido el francés al ver un Don Quijote en Ecuador. El Buscón tenía un final abierto y resucitar a Alonso Quijano para recorrer tierras americanas no era de recibo.

El Buscón, de Juanjo Guarnido y Alain Ayroles.

Lo que pensaban que fuera un cómic de 80 páginas se ha convertido en un volumen de 160 láminas, estéticamente muy bellas, en las que para crear a Pablos, Guarnido ha querido huir de su característico dibujo. La documentación ha sido fundamental, los autores han visitado museos de los dos lados del Atlántico, han visto fotografías, grabados antiguos y películas bien documentadas. El ilustrador recorrió los parajes que forman parte de esta historia. Fue a Perú: “Para transmitir la sensación de los lugares hay que conocerlos”. Y así este virtuoso de la acuarela —la técnica que domina y en la que se siente cómodo— representa en viñetas las ciudades y paisajes por los que pasó El Buscón para encontrar El Dorado, uno de los objetivos de Pablos, ¿hay algo más quevedesco que el “Poderoso caballero es don dinero”? Siempre según sus preceptos, los mismos que ya le impuso Quevedo: mantenerse vivo y no trabajar. Las referencias a la obra original son constantes: personajes, flash-backs a episodios de la novela, la manera de hablar barroca y el humor, uno de los objetivos de los autores es recordar que “nuestros clásicos son amenísimos”, insiste Guarnido (Granada, 52 años). Hay viñetas pícaras con el lector, la narración dice una cosa, los personajes otra y el dibujo muestra una diferente. El lenguaje juega un papel fundamental —Guarnido también ha estado a cargo de la traducción: “Había que dedicarle mucho cariño y esmero”, recuerda el dibujante al señalar que trabajaba con material de su guionista favorito—.

Viñetas de Guarnido para 'El Buscón en las Indias'.

La ambición de esta obra se palpa según avanza el relato y la propia ambición del protagonista, los giros, las sorpresas van in crescendo hasta llegar a un final digno de entrar en los libros de historia. Sin embargo, recalca Guarnido que no hay ninguna intención pretenciosa en continuar la obra de Quevedo. Es un homenaje, al autor, a la novela picaresca y a la literatura española. “Aportar un granito de arena para que haya interés por los clásicos”, incide mientras cuenta que le han dicho que en algunas librerías francesas hay gente que al leerse el cómic vuelve buscando la novela.

También hay homenajes a otros artistas del Siglo de Oro, la clarísima es a Velázquez y a sus meninas. Los autores vieron mucha pintura costumbrista, que Guarnido se ha quedado con ellas se refleja en viñetas como las de las bodegas de los galeones que cruzaban el Atlántico a las que solo le falta el hedor, no hay que olvidarse de la falta de higiene y del hacinamiento en esos reducidos espacios durante semanas en altamar. Cuida los detalles al máximo desde un bebé mamando mientras su madre duerme, hasta la representación de la flora y fauna del Nuevo Mundo, parece hacer una panorámica a los lugares —fotografías de 360 grados—. Se adentra en ellos, también osa a hacerlo en Las meninas. Todo esto es el fruto de la primera colaboración entre Guarnido y Ayroles (Garulfo, De capa y colmillos, D. Diario de un no muerto), dos grandes del cómic que volverán a trabajar juntos, aún sin fecha pero ya con una idea rondando en sus cabezas. Antes el granadino tiene que acabar los dos próximos números de Blacksad, no cree que pueda ser para 2020. Lo que sí ocurrirá en marzo de este año es que inaugurará, Juanjo Guarnido. Secretos de taller de un maestro, una exposición en el Museo del Cómic de Bruselas con mucho de su material de creación: bocetos, trabajos previos, documentación antigua…

SOBREPRODUCCIÓN FRANCESA, POCA DEMANDA EN ESPAÑA

Juanjo Guarnido cree que está mejorando la salud del cómic español: "El catálogo es muy bueno y variado, pero el mercado es lo que es, va aumentando poco a poco". Cree que en parte gracias a dibujantes como Paco Roca que publicó Arrugas en un momento "adecuadísimo" y jugó un papel importante para popularizar el tebeo a través de un tema que conmueve e interesa.

Aun así, el mercado dista del de Francia, país donde vive. También allí encuentra problemas a pesar de que tiene mucho más público: "Mientras en España cojea la demanda en Francia la oferta es casi excesiva. Hay una sobreproducción de la que nos venimos quejando desde hace años".

Guarnido dibuja 'Las meninas' desde dentro.


El Pais