miércoles, 18 de diciembre de 2019

La aventura de reinterpretar a un mito

Jordi Riera Pujal

Se puede ser fiel y a la vez libre y juguetón a la hora de reinterpretar uno de los grandes héroes clásicos del cómic europeo. Los dos autores de La mujer leopardo, en perfecta sintonía, consiguen plasmar el respeto debido a una gran serie intemporal como es Spirou y la adaptación a los gustos de los lectores del siglo XXI. Yann le Pennetier en las riendas del guion, transforma, puntualiza y recrea con tiento lo que conocemos de los protagonistas de la serie. El guionista muestra que se ha documentado y que conoce la cultura y el contexto histórico de la sociedad franco-belga de 1946. En los lápices, Olivier Schwartz demuestra por qué es uno de los valores consolidados de la línea clara belga. En su estilo preciso y claro, que algunos llaman retrofuturista, lleva incorporada la herencia de las historietas creadas por Yves Chaland en los años ochenta. En el color Laurence Croix logra trabajar una gama y unas tonalidades que nos saben llevar al ambiente todavía sombrío de la Europa de posguerra.

Ya desde la primera página nos podemos sumergir en una aventura llena de escenas de acción, persecuciones y cambio de escenarios. La principal coprotagonista es un personaje interesante y potente. Hablamos de la reencarnación en femenino del hombre leopardo que Hergé hizo famoso en Tintín en el Congo. En la coctelera del resto del protagonismo coral caben algunos personajes fantásticos, unos malos a la antigua y unos héroes con problemas existenciales. Spirou tiene serios problemas con la bebida desde que perdió a su novia en los avatares de la guerra y en el trabajo ha dejado de ser una persona apreciada. Un Fantasio con aires de dandi, mantiene relaciones sexuales con su prometida, crea «sofisticados» inventos y no va sobrado económicamente. Como duda recurrente expresada por varios secundarios en el álbum, aparece la creencia de que Spirou y Fantasio mantienen relaciones homosexuales. Estos giros de guion más adultos, no obstan para que Dupuis, la editorial belga original, anuncie el álbum como adecuado para lectores a partir de 9 años. Las mentalidades de los gestores de la en otra hora muy conserva- dora casa editora han cambiado radicalmente.

Los seguidores de la serie tenemos que agradecer el esfuerzo que hace la editorial Dibbuks de reunir en un solo álbum las dos historias completas de La mujer leopardo. La femme léopard y Le maître des hosties noires aparecieron en Belgica en 2014 y 2017. En Dibbuks es la novena entrega de la colección Una aventura de Spirou por... Los mismos autores ya habían hecho un episodio anterior con El botones de verde caqui, que sucedía en 1942. Una historia que precede en cuatro años al contexto histórico que retrata La mujer leopardo. Aunque sea preferible leer por orden las tres entregas, no resulta imprescindible para poder entender y disfrutar de este cómic.



En los tebeos de la época dorada de Bruguera se obviaba que casi todas las historietas urbanas tenían como marco la ciudad de Barcelona. En el cómic belga, en los mismos años, no aparecían detalles históricos ni ambientaciones que pudieran resultar extraños o lejanos a los lectores franceses. Los tiempos han cambiado y ahora la narración puede discurrir en un ambiente fundamentalmente belga sin problemas. Sin embargo, uno de los problemas del por otra parte hábil guion, es el uso excesivo de argot, de dichos y juegos de palabras que necesitan explicación para los lectores no belgas. En un cómic, los guiños gráficos acostumbran a ser preferibles a los verbales. Tratándose de una historieta que puede leer toda la familia, las excesivas aclaraciones y notas a pie de página lastran en demasía el ritmo de la lectura. A pesar de ello el guionista consigue un logrado doble nivel de lectura. Se puede seguir correctamente la narración sin que sea indispensable conocer el pensamiento existencialista francés que aparece parodiado, o saber quiénes eran los escritores Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir.



La mujer leopardo
Olivier Schwartz (dibujo), Yann le Pennetier (guion) y Laurence Croix (color)
Dibbuks
Bélgica Cartoné 128 págs. Color



Obra relacionada


El botones de verde caqui
Olivier Schwartz y Yann le Pennetier
(Dibbuks)

Gringos locos
Olivier Schwartz y Yann le Pennetier
(Dibbuks)

Diario de un ingenuo
Émile Bravo (Dibbuks)





La historieta que transcurre en Bruselas, París y África toca muchos registros y en ella resulta interesante descubrir personajes y temas sustraídos de diversos referentes, entre ellos el universo clásico de Hergé. En el álbum, en que poco se habla del genocidio perpetrado por los mismos belgas en el Congo durante décadas, la acción y las notas de humor prevalecen. El hilo argumental rico en subtramas está animado por unos secundarios bien caracterizados que enriquecen la trama principal.

La mujer leopardo es una historia cien por cien recomendable para los amantes de las aventuras bien narradas y mejor dibujadas. Un álbum que se sumerge en la mejor tradición franco-belga de editar obras de gran calidad que satisfagan a un público mayoritario.





Comics Esenciales 2018. Un Anuario de ACDCómic & Jot Down



martes, 17 de diciembre de 2019

La revolución minera de Zapico regresa bajo tierra

El dibujante analiza en el tercer tomo de su colosal novela gráfica 'La balada del norte' el fin de las revueltas en Asturias en 1934

TOMMASO KOCH

Madrid 16 DIC 2019

Viñetas del tercer tomo de 'La balada del norte'. ASTIBERRI ALFONSO ZAPICO

Cuando una revolución muere, nunca la entierran sola. En su sepelio, sucumben sueños e ideales de quienes creyeron en ella. También se lloran las vidas que engulló. Y fallece, además, aquel otro mundo que durante un tiempo pareció posible y no lo fue. Hay, en definitiva, razones de sobra para que Alfonso Zapico esparciera tintes de color cenizas y carbón sobre su última novela gráfica. “Se habla de la derrota, la tristeza, la decepción, la huida. Es el cómic más oscuro de los tres”, asegura el dibujante. Porque La balada del norte, su ambiciosa reconstrucción de las revueltas mineras en Asturias en 1934, también se encamina hacia el final: “Iba a ser un libro único, pero me di cuenta de que era una historia poco conocida y el primer tomo solo lo ocupó el contexto. El segundo se centró en la revolución, y este tercero en su final. El cuarto contará el desenlace para los personajes”. Así, en 2021 —según el plan previsto—, el artista dejará a sus espaldas una doble epopeya: la de quienes se sublevaron, hartos de que su existencia no valiera nada; y la de más de 1.000 páginas, letras y dibujos sobre la historia de su gente.

Zapico nació justamente en Blimea, una aldea de la cuenca minera de Asturias, hace 38 años. Sus abuelos y su tío trabajaron picando bajo tierra, como muchos. O casi todos. “Los hijos ahí heredaban el oficio de sus padres durante generaciones. La mía fue la primera que salió de la mina”, recuerda el dibujante. Los yacimientos daban el pan, pero también quitaban la vida. Miles de mineros fallecieron en Asturias desde finales del siglo XIX; y los supervivientes marcharon una y otra vez para pedir condiciones de trabajo dignas. O, cuando menos, no infrahumanas. Sin embargo, poco a poco, muchas minas cerraron, algunas sufrieron derrumbes, y otras las prohibió una directiva de la UE. “De golpe, empezó a desaparecer esa sociedad tan extraña y peculiar, esa forma de imaginar el mundo en colectivo, llena de solidaridad, donde nadie se concebía sino en plural”, asevera Zapico. La balada del norte (Astiberri) acude también al rescate de todo ello.

Aunque, en el tercer tomo, ya nada puede salvar la revolución minera. La huelga que recorrió kilómetros, sumó el apoyo de los grandes sindicatos y encendió miles de ánimos proletarios aquí se está apagando. El teatro Campoamor de Oviedo ya no arde, mientras resuenan sobre todo los fusiles de la represión. La sangre, la lluvia, los grises y los silencios narran así, a lo largo de 240 páginas, el cese de la batalla en Asturias y el comienzo de la fuga y las torturas. Aunque las viñetas también esbozan la Guerra Civil, que vendría dos años después.

A Zapico no le importa entender de quién fue la culpa. Ni siquiera está claro que todo se pueda resumir en un reparto de responsabilidades. “Preveo que, en esto como en todo, la opinión española se dividirá en dos bandos irreconciliables. El de los que afirmarán que la población minera de Asturias lanzada al movimiento es una horda de caníbales y el de los que sostendrán que todo fue un juego de inocente criaturas o, a lo sumo, de cabezas alocadas y sin responsabilidad”, reza la cita del periodista Manuel Chaves Nogales que encabeza el libro. En la propia región, según el dibujante, hay visiones distintas. “Incluso allí a veces tampoco se conoce bien esta historia. Dónde nací yo, es un hecho épico, con su mitología. Pero en Oviedo y otras partes se habla de ello como algo negativo, como la excusa que se aprovechó para dar pie a la Guerra Civil”, agrega Zapico.

El artista fundamenta sus palabras en una amplia documentación. Ha viajado, leído, estudiado. Y también ha preguntado a quienes estuvieron ahí. Tanto que ha integrado en los libros episodios y vivencias que los vecinos le han contado. “La balada del norte recoge mucha memoria, que era lo que más me interesaba. No hay que estar de acuerdo con lo que cuento, sino que simplemente es importante hablar de estos temas”, explica. También por eso La balada del norte se está utilizando en varios colegios, no solo de Asturias. Tal vez, además, sirva para que las nuevas generaciones cultiven el recuerdo. O eso espera Zapico: “Este país ha vivido 40 años en un silencio cómodo. Ahora hay una polarización enorme, la memoria se ha convertido en un campo de batalla”.

Eso sí, sobre la historia real, Zapico ha dibujado también elementos de ficción. Primero, escribió un borrador. Luego, una suerte de guion teatral. Y solo entonces lo trasladó todo a las viñetas. Con un estilo más maduro, según el mismo reconoce: “Me he quitado un poco el complejo de tener que dar tanto texto”. El Premio Nacional de Cómic más joven de España (por Dublinés, en 2012) se fía cada vez más de sus lápices. No hacen falta decenas de palabras para explicar la derrota. Se pueden dibujar dos hombres que caminan. La lluvia. Y sus miradas, pegadas al suelo.


El Pais

domingo, 15 de diciembre de 2019

Sorolla americano

En el rato de espera en el restaurante, el pintor tiene la libertad del anonimato, la actitud observadora y furtiva del espía

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
13 DIC 2019

'Pareja preparada para salir' (1911), dibujo de Joaquín Sorolla.

La pintura era el oficio de Joaquín Sorolla. El dibujo era su manera de estar en el mundo. La pintura exigía preparativos, aparatos, lienzos, horas en el estudio, sombrillas y bastidores para instalar el cuadro en una playa. Para el dibujo solo hacía falta un pequeño cuaderno y un lápiz, y ni siquiera eso, el reverso de cartulina del menú de un restaurante de lujo, el cartón de una caja, el que venía dentro de una camisa recién planchada, recién traída a la habitación del hotel por una camarera, en una de esas ciudades de modernidad exótica que estimulaban aún más los sentidos, Nueva York o Chicago.


Para el dibujo no hacía falta un modelo que posara, ni un gran encargo complicado, ni un proyecto de antemano noble y prestigioso: lo único necesario era el hábito de tener muy abiertos los ojos ante cualquier cosa que sucediera, en cualquier sitio, a cualquier hora del día o de la noche, en un café de París o en un teatro, o en la intimidad doméstica que a Sorolla le gustaba tanto y que sin duda le costó una parte de su prestigio; en un siglo de genios polígamos, de artistas desastrosos y malditos, Sorolla fue, imperdonablemente, un burgués próspero, un marido que enviaba cartas de amor a su mujer desde cualquier ciudad del mundo en la que estuviera, un padre que no se cansaba nunca de retratar a sus hijos, “un bohemio de la familia”, como él mismo decía.


Igual que otras personas tamborilean con los dedos sin darse cuenta, Sorolla miraba y dibujaba, y no con la instantaneidad de una cámara fotográfica, como suele decirse, entre otras cosas porque no se habían inventado aún las cámaras ligeras que podían llevarse en el bolsillo y dispararse furtivamente en un segundo. Aunque era yerno de un fotógrafo y había trabajado de aprendiz o ayudante en un taller, Sorolla mira, y actúa, como un dibujante, porque era así como se había adiestrado, en “el amor ciego de la línea”, decía él, en la disciplina de los estudios formales, un cimiento tan sólido que pudo sostener sobre él todas las libertades que quisiera tomarse, como se sostiene el albedrío y la audacia de un improvisador sobre el cimiento de una rigurosa educación musical.


A Sorolla se le atribuyó una fama peligrosa de facilidad, alimentada por esas fotografías en las que se le ve pintando sobre un lienzo en blanco en la playa, a las bravas, como si los azules del mar y el fulgor del mediodía se convirtieran en pintura por un milagro instantáneo. Parece que quien trabaja muy rápido y despliega sin dramatismo grandes facultades formales es poco más que un atolondrado con suerte, como aquel Mozart de peluca torcida y risa fácil de la película Amadeus. Dice Thomas Mann que el arte borra las huellas del esfuerzo. En la pintura de Sorolla la sensación de fluidez y naturalidad es tan poderosa que parece excluir la premeditación: pero muchas de esas figuras que dan la impresión de inmediatez y de azar de la fotografía de una Leica resulta que se sostienen sobre dibujos muy repetidos y muy elaborados, estudios meticulosos cuya huella se borró igual que se han borrado las muchas horas de aprendizaje y paciencia en el solo fulgurante de un músico de jazz.

En la exposición de dibujos que hay ahora mismo en el Museo Sorolla, la lección de los bocetos improvisados sobre menús de restaurantes o en hojas de cuaderno no es más valiosa que la de los estudios preparatorios para algunos de sus cuadros mayores. Lo que parece encontrado de golpe en realidad es el producto de una búsqueda muy larga, de una persistente sucesión de tentativas. El espejismo de la espontaneidad solo se consigue después de un arduo y apasionado aprendizaje. Y solo es posible haber aprendido tanto cuando el estudio no es un cautiverio separado de la vida, sino la simple manera que uno tiene de estar en el mundo. No había hora, ni día, en que Sorolla no estuviera estudiando, observando, pupila alerta y lápiz en la mano, guiado por el entusiasmo de celebrar lo que tenía delante de los ojos, por la urgencia de atrapar un gesto o un detalle para después recordarlo, gracias a ese instrumento supremo, la línea, el trazo rápido y preciso, educado en la severidad de la disciplina académica, la lámina de papel en blanco delante del modelo o la modelo desnudos, la atención a los pormenores de la muscu­latura y del contorno, la exigencia de salir a la calle o al campo, la humildad de mostrar las cosas exteriores y objetivas sin la urgencia de imprimir sobre ellas la marca del propio talante, del propio estilo apresurado.

Inevitablemente, a un artista de mucho éxito le cae encima la obligación de ser idéntico a sí mismo. Muchas veces, sobre todo cuando trabajaba para el imperioso millonario Huntington, a Sorolla no le quedaba más remedio que pintar sorollas, y nunca dejó de hacerlo admirablemente. Cuando trabajaba por gusto, para él mismo, para distraer la espera en un restaurante o para complacerse en los rasgos conocidos de memoria o en la mirada de grandes ojos pensativos de su mujer, o en la cercanía atareada o festiva de sus hijos, Sorolla se permitía una libertad más desahogada porque no estaba al servicio de ningún propósito, de ningún proyecto.

Huntington lo atosigaba con sus demandas de hectáreas de escenas folclóricas y trajes regionales españoles, pero no iba a comprarle una vista de la Quinta Avenida y Central Park en una mañana de tráfico y lluvia, en un contrapicado de vértigo, desde la ventana alta de un hotel. Un retrato formal se pinta durante largas sesiones en un estudio y exige todo tipo de responsabilidades, algunas de ellas paralizadoras. En el rato de espera en el restaurante, el pintor tiene la libertad del anonimato, la actitud observadora y furtiva del espía. Sin que nadie se dé cuenta, está retratando a lápiz a esas dos figuras que se inclinan la una hacia la otra, hombre y mujer, en una actitud de confidencia, tal vez de clandestinidad.

El artista celebradamente español descubre una veta tan americana como la que estaban explorando por aquellos mismos años Robert Henri o John Sloan. En el reverso tan gustoso de la cartulina del menú se deleita dibujando un sombrero de señora de última moda que se abre sobre su cabeza como una corola desmedida. Y entonces se permite el lujo secreto, el capricho, de sacar otro lápiz y añadir un garabato rojo memorable al blanco y negro del dibujo.



El Pais. Babelia Nº 1464. Sabado 14 de diciembre de 2019



Ocho novelas gráficas para niños

Una selección de los títulos más destacados del año 2019 en el género

Viñeta de 'Y entonces nos perdimos', de Ryan Andrews.

TEREIXA CONSTENLA

14 DIC 2019


1. Fantasmas, Raina Telgemeier. Maeva



Raina la reina. Con ella erupcionó el género. Tiene ventas escandalosas y tres premios Eisner en casa. El último por esta historia, donde la hermana pequeña, Maya, es la valerosa y la hermana mayor, Catrina, la asustadiza. Un homenaje a la cultura mexicana con páginas festivas con el colorismo de Coco y pinceladas de humor, ternura y miedo. Un cóctel sobre la aceptación de la enfermedad, la iniciación sentimental, el poder del afecto y la relación con los que ya no están. Los fantasmas solo intimidan cuando no les conoces.

2. Los espeluznantes casos de Margo Maloo, Drew Weing. Maeva

Las historietas de Charles y Margo Maloo nacieron en la web. Su éxito las catapultó al mundo físico. Eco City, la ciudad a la que acaba de mudarse la familia del protagonista, tiene una doble vida donde residen fantasmas, trasgos, troles y monstruos. Como todos los niños, Charles tiene miedo de ellos hasta que, de la mano de Margo Maloo, descubre que también los monstruos se sienten atemorizados por los niños. Estructurado en capítulos, cuenta con pasajes trepidantes y diálogos divertidos entre una heroína rebosante de empatía y un antihéroe repleto de curiosidad.

3. Hicotea, Lorena Álvarez. Astiberri

'Hicotea'.

Premiada este verano en la Comic-Con de San Diego con el Russ Manning, destinado a la mejor promesa del cómic, la autora colombiana continúa en este álbum con el exuberante mundo imaginario de Sandy, alumna en un colegio católico femenino, iniciado en Luces nocturnas. La dibujante se apropia de sus experiencias infantiles para transferir a la protagonista de la realidad a la fantasía donde, por supuesto, ocurre todo lo interesante. La excusa, aquí, es una excursión al campo donde una laguna en retroceso esconde secretos.

4. Wáluk 3, Ana Miralles y Emilio Ruiz. Astiberri

'Waluk 3'.

El regalo perfecto para Greta Thunberg a los 10 años. Tercera entrega de las aventuras árticas de Wáluk, oso en fase de formación y aprendizaje con la ayuda de Esquimo, un veterano achacoso cuya presencia aún impone. La plasticidad del hielo ayuda a resaltar la expresividad de sus protagonistas: búhos sabios, perros sometidos y osos buscavidas. Los animales tienen valores éticos y algunos humanos, instintos bestiales. La historia de Wáluk, que había escrito Emilio Ruiz como cuento, estuvo 10 años en un cajón hasta que Ana Miralles decidió convertirla en un cómic. ¿El último país donde ha salido? China.

5. Bahía Acuicornio, Katie O’Neill. La Cúpula

'Bahía Acuicornio'.

Hace un año la autora neozelandesa asombró a niños y a adultos por igual con La sociedad de los ­dragones de té, que obtuvo dos Eisner. Un cómic dibujado con delicadeza y escrito con valentía sobre los seres diferentes. Aquí mantiene esa plástica de toque manga en una historieta donde se mezclan el amor, la tristeza y la magia con un potente mensaje conservacionista.

6. Los diarios de Cereza y Valentín, Joris Chamblain y Aurélie Neyret. Alfaguara

'Los diarios de Cereza y Valentín'.

Un fenómeno en Francia. Y un fenómeno en España desde que, en 2017, salió el primer volumen de Los diarios de Cereza. El zoo petrificado, protagonizado por una niña de 10 años que sueña con ser escritora. Después de cinco entregas, Chamblain y Neyret han optado por una suerte de spin-off. Cereza ayudará a Valentín, el hijo de la pareja de su madre, a superar el miedo a esa nueva familia reconstituida que están formando a través de una metafórica misión espacial.

7. El pavoroso miedo de Epifanía, Susto Gauthier y Lefèvre. Astronave

Epifanía Susto tiene ocho años y un miedo a sus espaldas que va creciendo incontrolable. Cansada de semejante lastre, emprende una aventura que tiene ecos de Alicia por un mundo poblado de criaturas y lugares fantásticos, como un quijotesco caballero que siempre viaja hacia poniente o un guía perdido en un punto de información en el bosque al que se llega siguiendo el letrero “Tengo preguntas para todas tus respuestas”.

8. Y entonces nos perdimos, Ryan Andrews. Astronave

Ryan Andrews dibuja una aventura con aire de clásico envuelta en azules nocturnos. Ben y sus amigos deciden seguir la pista a los farolillos que en cada equinoccio de otoño se arrojan al río de su pueblo para comprobar si, como afirma la leyenda, se transforman en estrellas. Rigen dos reglas: nadie da media vuelta y nadie mira atrás. Solo Nathan, el niño del que todos se mofan, y alguien tan inesperado como un oso serán capaces de acompañar a Ben hasta el final.



El Pais. Babelia Nº 1464. Sabado 14 de diciembre de 2019

La explosión del cómic infantil

El 'boom' de la novela gráfica ha llegado a los lectores más jóvenes. Las editoriales lanzan nuevas colecciones y sellos donde predominan las aventuras protagonizadas por chicas

TEREIXA CONSTENLA

14 DIC 2019

JOSÉ DOMINGO

Entre la infancia y la adolescencia hay una tierra de nadie que no es ni lo uno ni lo otro. A ratos se es niño y a ratos joven. Incluso las dos cosas al mismo tiempo. Lo cierto es que la mente ya no está dominada por el pensamiento mágico aunque todavía no se ha caído en el lúgubre existencialismo del acné. Afinando: entre 9 y 12 años. En argot editorial les dicen middle grade. En las consultas de pediatría, preadolescentes. En las encuestas del INE y de los editores se subsumen en un grupo demográfico más amplio, que va de 10 a 14, donde se constata que se trata del momento biográfico de mayor pulsión literaria: el 70,8% se define como lector frecuente de libros. No hay más que observar la puesta en escena en librerías con torres edificadas sobre los diarios de Greg o de Nikki, las aventuras de Geronimo Stilton o el infatigable Harry Potter, que ahí seguía en 2018, 20 años después de su salida en España, entre los más vendidos.

Hay, sin embargo, algo nuevo en ese voraz grupo lector al que pertenecen 2,4 millones de españoles: la explosión de la novela gráfica. Casi un tercio de sus lecturas son cómics. Vale, los niños siempre han leído tebeos. En este país, durante varias décadas, las revistas de quiosco representaron la principal vía de entretenimiento con tiradas masivas (El Capitán Trueno llegó a vender 350.000 copias de un solo número). Una edad dorada de otro siglo. Lo llamativo es que, en estos últimos años en que las pantallas colonizan el ocio, los chicos han descubierto la ambición que puede esconder un cómic, igual que los adultos cuando cayeron en sus manos obras como Persépolis, El arte de volar o Ventiladores Clyde, herederas del camino abierto en 1978 por Will Eisner en Contrato con Dios, considerada la primera novela gráfica moderna. “La franja de 9 a 12 siempre ha estado muy presente para las editoriales, pero se hacía para ellos novela ilustrada al estilo del Diario de Greg y no se hacía cómic. O, si se hacía, eran intentos que no llegaban a cuajar”, señala Gerard Espelt, editor de Astronave, el sello fundado en octubre de 2017 por Norma. Especializada en libro ilustrado y cómic infantil, Astronave ha sacado a la calle este año 60 títulos, de los cuales un tercio son historietas.

'Los espeluznantes casos de Margo Maloo'.

La aparición de sellos o colecciones especializados evidencia que el mercado ha encontrado terreno para asentarse. Maeva abrió el camino en 2011 con la creación de Maeva Young, pensada entonces para álbum ilustrado y crossover y volcada en el cómic desde 2015. Y en el primer trimestre de 2020 está previsto que Astiberri, dedicada sobre todo al cómic de autor, lance una línea específica para niños y jóvenes que tendrá al frente a Marion Duc, una editora pionera en apostar por la historieta infantil en su anterior casa, Dibbuks. “Empecé en ello cuando no había ni mercado ni demanda. En 2011 publiqué Marietta porque me gustaba. Tuvo una respuesta excelente. Recuerdo que en las ferias los niños abrían los ojos como estrellas y se interesaban, pero los padres eran un freno porque preferían comprarles novelas”, recuerda. Duc opina que se ha dado un salto notable: “Hay lectores, hay secciones especializadas en librerías y noticias en prensa. Hay interés”.

Los niños leen y los padres compran. Una vez que los padres hicieron su propia transición y reconocieron a la novela gráfica como un producto literario con personalidad propia, abrieron las puertas para sus hijos. “Los padres sostenían que a un niño de 11 años no hay que darle un cómic porque hay que exigirle más texto. Esa actitud comienza a cambiar en 2016”, apunta Sonia Antón, editora de Maeva Young. Ella establece el punto de inflexión en ¡Sonríe!, la obra autobiográfica que hablaba de dentistas, brackets y familias escrita y dibujada por Raina Telgemeier, una autora que frecuenta la lista de best sellers de The New York Times. En España se tradujo en 2016 y triunfó, como antes lo había hecho en EE UU. “Da en el clavo en muchas cosas. Tiene humor y refleja una cotidianeidad estándar, que permite que cualquier niño se sienta identificado”, comenta Antón. El cómic descubrió a los preadolescentes o tal vez los preadolescentes descubrieron que el cómic tenía un lenguaje propio para hablar de sus intereses, ya fuesen los monstruos de siempre o angustias que están llegando a sus vidas, como las que recoge Svetlana Chmakova en Raritos (Montena). “A esas edades se da un cambio de personalidad, se pasa del ciclo de primaria a secundaria. Es el momento de búsqueda de tu lugar en el mundo. Son libros que pueden tener 200 o 300 páginas pero no apabullan aunque tengan mucho contenido social o sentimental”, plantea Antón.

'Y entonces nos perdimos'.

Lo cierto es que las librerías se han ido llenando de novelas gráficas donde se bucea en temas delicados (acoso escolar, discapacidades, muerte o enfermedad) que, antes o después, también llegan a las vidas de los niños. En Francia triunfó La guerra de Catherine (Astronave), una novela juvenil de Julie Billet que adaptó al cómic Claire Fauve y que cuenta las experiencias de una adolescente judía durante la II Guerra Mundial, pero también Los diarios de Cereza (Alfaguara), una serie de aventuras protagonizada por una niña que sueña con ser escritora. Tras una exitosa vida en Francia (tanto de ventas como de premios en el festival de Angulema), su presencia en el mercado español está corriendo una suerte similar.

Que una sea Catherine y otra Cereza tampoco es mero azar. Las niñas dominan en este boom editorial. “Hay una tendencia en general de auge del feminismo y el empoderamiento de las chicas. Esto se ha visto en todos los ámbitos”, destaca el editor de Astronave. Y añade otro fenómeno interesante: “Todo vale para todos. Si hay una princesa protagonista, vale para los niños. Esto es muy reciente, hasta hace cinco años no podíamos pensar en una cubierta rosa que atrajese también a los niños”.

Y no solo ocurre porque sean autoras las que están triunfando como Cece Bell (otro Eisner por Supersorda), Victoria Jamieson, Lorena Álvarez o las citadas Raina Telgemeier y Svetlana Chmakova. También algunos dibujantes eligen la perspectiva femenina, como Riad Sattouf, uno de los referentes del cómic europeo seducido por las historietas escolares que escuchó narrar a la hija de unos amigos y que trasladó a Los cuadernos de Esther (Sapristi) al tiempo que recreaba su propia infancia en El árabe del futuro (Salamandra Graphic). “No tengo la sensación de dirigirme a públicos distintos. Algunos niños leen El árabe del futuro y lo entienden mejor que muchos adultos, y muchos mayores de 60 son fans absolutos de Esther. Leer cómic requiere una madurez que no depende de la edad”, señala en una entrevista con Álex Vicente.

Sattouf no es el único de los grandes que ha sucumbido a la atracción de los pequeños. Lo hizo Joann Sfar, en su Pequeño Vampir (Fulgencio Pimentel), José Domingo en Pablo & Jane en la dimensión de los monstruos o Ana Miralles en Wáluk (Astiberri), la serie que dibuja con guion de Emilio Ruiz. “Yo no me planteo si hago un cómic para niños o para adultos. Detrás de Wáluk hay mucho trabajo de documentación y un montón de cosas buenas. En un festival francés, un padre vino a darnos las gracias por no haberle dado un final a lo Disney: nadie muere”, cuenta Miralles. Wáluk es una de las contribuciones españolas a la corriente del cómic infantil. Se ha publicado también en EE UU, Brasil y China. Lo que ocurrió con las aventuras del osezno español en Francia acaso será una oportuna síntesis del idilio entre viñetas, niños y negocio. En 2011 la editorial francesa Dargaud rechazó el álbum porque carecía de colección infantil. La misma editorial que ahora publicará toda la serie en dos tomos.


El Pais. Babelia Nº 1464. Sabado 14 de diciembre 2019


sábado, 14 de diciembre de 2019

La visión del escocés

ECC Ediciones recopila en una nueva línea las principales obras de Grant Morrison, y ha comenzado con dos que lo definen como escritor


JOSÉ LUIS VIDAL
11 Diciembre, 2019

Los años ochenta no fueron buenos tiempos para la editorial DC, que veía como sus personajes languidecían en unas tramas que cada vez importaban menos a los lectores, que necesitaba propuestas novedosas que llevarse a la retina.

Todo hubiera seguido igual si a finales de la década no se hubiera producido un desembarco de talentosos guionistas británicos, curtidos la mayoría en publicaciones como 2000AD o entre las páginas de las filiales de Marvel y DC.

Ahora son ya clásicos de la viñeta, pero por aquel entonces poca gente conocía sus nombres: Alan Moore, Peter Milligan, Jamie Delano y un joven de mirada huidiza, bastante tímido y que vestía de negro (por lo que recordaba mucho a uno de los miembros de la banda musical The Cure) llamado Grant Morrison.



Este último había presentado una propuesta para revitalizar a uno de esos personajes olvidados por todos, que descansaba en el limbo editorial, un tal Animal Man. Como el riesgo era poco, los editores de DC le dieron luz verde. Y el resto es historia…ECC recopila en una nueva línea las principales obras del autor escocés, y ha comenzado con un par que lo definen perfectamente como escritor. La primera de ella es la protagonizada por Kid Eternity, otro de esos personajes que no le importaban demasiado a nadie y que con su talento Morrison resucitó, y de qué manera.

Nos encontramos en la ciudad de New York, años noventa. Las hombreras mandan y en las fiestas el alcohol y la cocaína son el centro de atención de los invitados. Todo trascurre con aparente normalidad hasta que un chico aparece, de pronto, sobre una mesa llena de canapés. Y es entonces cuando se desata un terrorífico infierno de muerte y sangre.

Un monologuista, un cura, un psicópata fugado y una chica que huye… ¿Qué tienen que ver todos estos personajes con que las puertas del infierno estén a punto de abrirse? Tan sólo Kid Eternity lo sabe, y contará con la ayuda del humorista, Jerry Sullivan, del que tira como una marioneta sin hilos y que se va a convertir en improvisado sidekick hasta que el joven de tez blanca encuentre a una persona muy importante en la trama, que parece estar prisionero en el Hades, lugar al que van a descender.

Mientras, las diferentes líneas vitales de los otros personajes se irán acercando, conduciéndolos a un final inevitable. Cuando la última pieza de este nihilista puzzle sea colocada, observaremos la imagen completa y comprenderemos muchas cosas.

Morrison echa el resto en esta historia, que tal vez adolezca de una cantidad ingente de texto, muy común en aquellos cómics noventeros, pero que son la ayuda perfecta para introducirnos en las cabezas y pensamientos de los personajes protagonista.

Junto al guionista, un Duncan Fegredo que experimenta visualmente, bebiendo de las aguas de otros dos grandes de la ilustración como son Bill Sienkiewicz y Dave McKean. Una experiencia alucinatoria para lectores curtidos.



Y es a que a Morrison se le quiere o se le odia, no hay términos medios. Y lo podemos comprobar en el otro título de esta biblioteca bautizada con su nombre. Me refiero a las aventuras (por llamarlas de alguna manera) de Flex Mentallo, un fortachón basado en aquellos anuncios protagonizados por el musculado Charles Atlas, que desde la contraportada de los vetustos comics-books pretendía convencernos de la salud y bienestar que nos proporcionaría su método gimnástico.

Pues bien, Flex fue recuperado en las páginas de la colección protagonizada, y también escrita por Morrison, Doom Patrol. Y no, en esta ocasión no se trataba de uno de los olvidados personajes de DC, aunque reuniera todas las condiciones para ello. En su aventura en solitario, Flex se verá inmerso en una investigación, tratando de encontrar a un antiguo compañero de peripecias, el escurridizo El Hecho, un tipo enmascarado que va dejando crípticas pistas.

El mundo de Mentallo se ha vuelto gris, los colores de antaño se han perdido y la gris realidad lo ha conquistado todo, haciendo que el protagonista añore los viejos buenos tiempos que parecen haberse ido para siempre. Porque, ¿dónde están el resto de los héroes?

En paralelo seremos testigos de la caída de un hombre, que drogado, solo, y en medio de la lluvia rememora inconexos momentos de su pasado. En un interminable monologo le cuenta a alguien al otro lado del teléfono su infancia, sus traumas y su relación con los cómics…

¿Qué relación tiene este sujeto con lo que está pasando en el mundo de Flex Mentallo? ¿Por qué todo parece sacado del desquiciado argumento de un loco? El guionista, respaldado por uno de los grandes dibujantes del medio, Frank Quitely, nos regala una historia que habla de la imaginación, los traumas y el amor por esos personajes que nos observan desde el otro lado de la viñeta.

Si os gustan las historias únicas, con un toque muy personal, la Biblioteca Grant Morrison es la respuesta.





El nombre de la rosa

'Vincent, un santo en la época de los mosqueteros' (2016), de Jean Dufaux y Martin Jamar, trata sobre una investigación detectivesca llevada a cabo por el futuro San Vicente de Paúl


GERARDO MACÍAS
11 Diciembre, 2019


'Vincent, un santo en la época de los mosqueteros'. Guion: Jean Dufaux. Dibujos: Martin Jamar. Norma Editorial, 2019.

En 1980, Umberto Eco publicó su novela histórica y de misterio El nombre de la rosa, ambientada en el turbulento ambiente religioso del siglo XIV. La novela narra la investigación que realizan fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk alrededor de una misteriosa serie de crímenes que suceden en una abadía del norte de Italia.

En 1986 se adaptó al cine en una coproducción entre Italia, Francia y la entonces RFA, dirigida por Jean-Jacques Annaud y protagonizada por Sean Connery y Christian Slater, fraile y novicio respectivamente.

Como la realidad siempre supera a la ficción, a finales del siglo XVI nació en Francia un futuro eclesiástico con dotes detectivescas: Vicente de Paúl, que sería beatificado en 1729 y canonizado en 1737. Desde luego, un personaje fundamental en la historia de Francia y en la historia de la Iglesia Católica. Fue contemporáneo del rey Luis XIII El Justo, de Francia, del cardenal Richelieu de los famosos mosqueteros, y de muchos personajes históricos que aparecen en las páginas del cómic Vincent, un santo en la época de los mosqueteros.

San Vicente de Paúl (Landas de Gascuña, 1581-París, 1660) fue el tercero de seis hijos. Su padre se dedicaba a la labranza y de joven trabajó como pastor de ovejas. Estudió Teología en Toulouse en 1597 y fue ordenado sacerdote en 1600. Es conocido por sus obras en favor de los necesitados. Creó las Conferencias de la Caridad en 1617, la Congregación de Misioneros Paúles, Lazaristas o Vicentinos (1625), y, junto a Luisa de Marillac, las Hijas de la Caridad (1633). Fue Limosnero Real, abogando por mejoras en las condiciones vida de los campesinos.

Jean Dufaux y Martin Jamar son los autores del cómic Vincent, un santo en la época de los mosqueteros, cuya acción comienza en abril de 1643, último mes de vida de Luis XIII. El joven mendigo Jérôme, a quien Vincent hospeda, ha sido gravemente herido. El moribundo hace una revelación que perturba a Vincent, quien sale a la calle con la intención de descubrir quién lo ha matado y por qué. En Vincent, un santo en la época de los mosqueteros, vamos descubriendo un hombre tan cercano a los pobres como a los poderosos. Jean Dufaux escribe una historia apasionante, que evoca al Padre Brown, el sacerdote detective creado por Gilbert Keith Chesterton en 1910. Jamar muestra un estilo realista, diseñando un París del siglo XVII más creíble que nunca, y se atiene al canon clásico: una media de seis viñetas por página.

Jean Dufaux (Ninove, Bruselas, 1949) estudia entre 1969 y 1973 en el Institut des Arts de Diffusion de Bruselas. Allí, descubre cómo funciona la narración cinematográfica y aprende psicología, lo que le resultará de gran utilidad a la hora de escribir sus guiones. Tras trabajar como periodista en una revista de cine, en 1983 debuta como guionista de cómics en el semanario Tintín con varias historias cortas a cargo de diversos dibujantes. Allí, realiza también su primera serie larga, Brelan de Dames, ilustrada por Renaud.

A partir de ahí, publica en multitud de editoriales, entre ellas Dargaud, Novedi y Dupuis. Su bibliografía incluye decenas de álbumes y entre sus obras más conocidas publicadas en España destaca Lobo de lluvia, con Rubén Pellejero; Murena, con Philippe Delaby; Djinn, con Ana Miralles; La balada de las landas perdidas, con Grzegorz Rosinski, y Sortilegios, con José Luis Munuera, entre otros. Abarca una gran variedad de géneros -thriller, fantástico, histórico- y tiene un gran talento para el diálogo.

Martin Jamar (Lieja, 1959) descubrió muy pronto su vocación de ilustrador y dibujante y se adentró en el mundo de los cómics de manera autodidacta. En 1985, con guion de Dehousse, comenzó a dibujar François Jullien, el Refractor, serie histórica en cinco volúmenes. En 1990, hizo una adaptación de Ivanhoe para la revista Je Bouquine. En 1992, publicó en el semanario Hola Bédé, con guion de Charlier, el cómic La carta de fuego. Entonces comienza su colaboración con el guionista Jean Dufaux: Ladrones de imperios (1993), saga que valdrá para Martin Jamar el premio al mejor dibujante, otorgado por la Cámara Belga de Expertos en Cómic; Double Masque (2004) y Vincent, un saint au temps des mousquetaires (2016).


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