viernes, 8 de febrero de 2019

La escuela de la vida

JAVIER FERNÁNDEZ
07 Febrero, 2019


'Pólvora mojada'. Isabel Kreitz. La Cúpula. 304 páginas. 27,90 euros.

Más arriba les hablo de reediciones, pero si algo ha caracterizado siempre la oferta de La Cúpula es su querencia por el riesgo, su apuesta por autores nuevos o menos conocidos, provenientes de otros mercados y su incansable búsqueda de nuevas propuestas. De esta rama valiosa les traigo otros dos títulos que me han cautivado estos días. El primero es Pólvora mojada, una gruesa novela gráfica de la interesantísima Isabel Kreitz (Hamburgo, 1967), de quien la editorial ya había publicado El caso Sorge y Haarman. El carnicero de Hannover. La carrera de Kreitz es muy prestigiosa, no en vano, se alzó con el premio al mejor dibujante de cómic alemán en el Festival Internacional del Cómic de Hamburgo en 1997, obtuvo el premio Max und Moritz en 2006 y dos veces el premio Sondermann de la feria del libro de Frankfurt, en 2009 y en 2011. Pólvora mojada es una espectacular adaptación de la novela autobiográfica de Konrad Lorenz, que nos traslada, con gran belleza y un alto detallismo gráfico, al Hamburgo de la época inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial. Protagonizada por un niño, Kalle, y sus amigos, que agotan los años de su infancia entre las ruinas físicas y morales de la ciudad, la historieta es una vívida recreación de época, un retrato de los traumas de guerra que arrastran los hombres, de regreso a casa, y un homenaje al esfuerzo de las mujeres, auténticos motores y pegamento de una sociedad quebrada.



El segundo título que quiero recomendarles es Diagnósticos, de los bonaerenses Lucas Varela y Diego Agrimbau, quienes gestaron la obra a lo largo de 2011, durante una estancia artística en la Maison des Auteurs de Angoulême. Esta virguería toma seis trastornos psíquicos (agnosia, claustrofobia, sinestesia, afasia, akinetopsia y prosopagnosia) y construye seis historietas que son otros tantos delirios visuales, con soluciones narrativas que buscan reflejar las distintas alteraciones sensoriales y anomalías neuronales, en un juego gráfico estupendo, realmente atractivo.


Malaga Hoy

miércoles, 6 de febrero de 2019

Una balada de vanguardia

Use Lahoz

24 AGO 2015

El compositor de las 'Vexations', retratado en un cuadro de Santiago Rusiñol.  HERITAGE IMAGES

El pianista Nicolas Horvath inició a las ocho de la tarde del martes 30 de junio en la casa de la Radio de París la interpretación de las Vexations, de Erik Satie, para conmemorar el 90º aniversario de la desaparición del célebre compositor. Dicho así, parece sencillo, pero lo llamativo del caso es que estuvo tocando hasta las ocho de la tarde del día siguiente. Compuesta en 1893, es una de las obras más peculiares de Satie. Consiste en 840 ejecuciones de un fragmento musical de 152 notas. Según el tiempo que se tome el intérprete, puede durar entre 50 y 100 segundos y requiere un total de entre 12 y 24 horas.

Erik Satie (1866-1925) vivía a los 20 años de manera intensa, en Montmartre, rodeado de amigos como Debussy, Ravel o Picasso. Cuando cumplió los 30, escaso de dinero, se retiró a Arcueil, suburbio a 10 kilómetros de la ciudad. Cuentan que en los 20 años que habitó allí no recibió ninguna visita. Murió en 1925, de cirrosis.

Ello explica en parte que las Vexations permanecieran inéditas hasta 1949. Tras su muerte pasaron a manos de su amigo Henri Sauguet, que vio en ellas otra de las bromas que solía gastar el músico, lo que no impidió que se las mostrase a John Cage, acérrimo defensor del francés, del que se sentía heredero.

En 1963, Cage organizó la primera interpretación de las Vexations en el Pocket Theater de Nueva York. Diez pianistas necesitaron 18 horas y 40 minutos. Críticos de The New York Times fueron testigos de que el emisario del libro Guinness de los récords se mantuvo despierto. La obra fue catalogada como “la pieza para piano más larga de la historia”. Y John Cage, tras el recital, dijo: “Yo he cambiado y el mundo ha cambiado”.

Conviene prestar atención a la fecha de composición, 1893, porque durante seis meses de aquel año Satie se enamoró arrebatadamente de la pintora impresionista Suzanne Valadon (madre del también pintor Maurice Utrillo). Él le escribió poemas y ella le pintó uno de los míticos retratos que de él han quedado. Todo fue bien hasta que ella lo dejó por un banquero rico. Durante el duelo compuso Vexations (vejaciones) y escribió: “Para mí no hay nada más que una soledad glaciar, que vacía mi cabeza y deja mi corazón triste”. Fue la única historia de amor de su vida.

Max Sweet recordaba en un artículo en The New Yorker que, tras el impulso de Cage, este “esotérico Everest” devino un rito que los pianistas desean escalar. Es una obra de arte creada no sabemos si en favor de la belleza o en favor de la autoflagelación, cuya repetición llama a la melancolía y a la ansiedad.

Por eso acudo al prestigioso pianista Josep Colom, que me invita a dudar: “Desconfío del arte que necesita justificaciones previas. Me cuesta creer que alguien interprete o escuche esta pieza entera por placer. ¡Su mensaje se ha entendido muchas horas antes de que termine!”.

Hoy, cuando Satie todavía comparte admiradores y detractores, el musicólogo Nicolas Southon sigue afirmando que las Vexations “no se pueden entender sin esa duración; hay que dejarse penetrar por el torpor que suscitan, consentir el aburrimiento y la fascinación que provocan”. Entonces, ¿es castigo o es liberación?

Llamo al crítico de música y traductor Luis Gago: “Vexations está rodeada de interrogantes. Es coetánea de Bonjour Biqui, Bonjour! (Satie llamaba Biqui a Suzanne Valadon), una especie de regalo que le hizo el Domingo de Pascua de 1893. Las dos llevan la misma indicación de tempo très lent, usan acordes disminuidos y Vexations empieza con el mismo acorde con que termina Bonjour…”. Puede que Satie esté expresando su dolor por un amor no correspondido y que el objetivo fuera (solo podemos conjeturar) hacer que intérprete y oyentes sientan la misma turbación que él”.


El Pais Semanal

Goomer by Ricardo & Nacho


El Jueves Nº 883. 27 abril/3 de mayo 1994

martes, 5 de febrero de 2019

Cuando Jackie Kennedy iba a los toros

La propietaria de la Real Maestranza cataloga 13.300 negativos comprados a la familia de Luis Arenas

La decisión de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla de comprar hace unos meses el archivo taurino del fotógrafo Luis Arenas (Sevilla, 1911-1991) ha permitido sacar a la luz instantáneas inéditas de famosos personajes que visitaron la plaza de toros en los cincuenta y sesenta. Extraordinarias fotos en blanco y negro que han dormido largo tiempo en negativos ocultos y vuelven a la actualidad gracias al trabajo de catalogación de 13.304 fotos que carecen de identificación y fecha.

Entre miles de imágenes taurinas y faenas camperas, de 1944 a 1966, destaca la presencia en los tendidos de Jacqueline Kennedy junto a la duquesa de Alba, con la que se paseó a caballo, vestidas de amazonas, por el real de la feria en 1966; la actriz Ava Gardner (en 1964) y el director de cine Orson Welles (años 50) se asoman en una barrera de la plaza; Audrey Hepburn y Mel Ferrer, su marido, en los primeros años sesenta; los príncipes Raniero y Grace Kelly, en 1966 (la princesa se vistió de flamenca y paseó en coche de caballos); Lola Flores y una joven Carmen Sevilla, entre otros rostros conocidos de entonces.

Once cajas guardan los 13.304 negativos de fotos taurinas en blanco y negro. Ninguna de ellas está catalogada, y la institución sevillana trabaja para que a la mayor brevedad posible —asegura que aún es pronto para dar una fecha— esté al servicio de los investigadores y amantes de la fotografía taurina. El compromiso de la Maestranza es la elaboración de un catálogo general y el montaje de una exposición que muestre lo más sobresaliente del archivo.

Entre las fotos taurinas hay 422 de Rafael El Gallo; 191 de Juan Belmonte; 20 de Manolete; 18 de Franco en los toros; 14 de Jacqueline Kennedy; 8 de Orson Welles; 5 de Ava Gardner; hay además tomas de esculturas, pinturas y temática general relacionada con el mundo de los toros. Esta no es más que una muy pequeña muestra del inmenso legado de un artista sevillano de la cámara, apasionado de la Semana Santa, pero muy conocido también por su dedicación al fútbol, la Feria de Abril, el Rocío, la vida cotidiana, los lugares recónditos, la luz, las penumbras y los niños. A todo ello dedicó el fotógrafo más de 40 años de su vida, cámara al hombro.

Hoy, 25 años después de su fallecimiento, el legado artístico de este maestro del costumbrismo lo componen casi 30.000 negativos pendientes de catalogación. Además de los taurinos, otros 15.000 permanecen en la casa familiar a la espera de que sus descendientes alcancen un acuerdo para su venta a una entidad financiera.

La historia de toda una ciudad compendiada por el objetivo de una cámara. Esa es la herencia de un personaje singular a quien Luisa, la única viva de sus cuatro hijos, su nieto Luis y su sobrino nieto Daniel, recuerdan como “un artista enamorado de Sevilla, que salía cada mañana de su casa para atrapar un destello de luz que, quizá, llevaba buscando meses”.

Arenas fue un protagonista central de la Semana Santa (se calcula que tiró unas 10.000 instantáneas), fotógrafo de fútbol (“un sevillista de corazón”, afirman los suyos), amigo de los toreros Rafael el Gallo y Juan Belmonte, y amante de la feria y el Rocío. Publicó libros de fotografías con los textos de su amigo Luis Ortiz Muñoz, expuso en Sevilla, Madrid, Lisboa y el Vaticano, sus fotografías fueron los temas centrales de los carteles de Semana Santa y Feria en 11 ediciones, su trabajo se conoció en distintos países gracias a su colaboración con la agencia inglesa Camera Press y una foto captada en la plaza de la Maestranza fue portada de la revista Life.
Su hija Luisa cuenta que su padre pertenecía a una familia de 10 hermanos dedicada a la fabricación y venta de muebles en el centro de Sevilla. Pronto se descubrieron las dotes artísticas de Luis para el dibujo y de ese modo contribuyó en el negocio familiar al tiempo que cursaba estudios de escultura en Bellas Artes. Pero no tardó mucho el joven Arenas en comprender que no había nacido para el diseño de muebles.

Niños, sí, bodas, no

Con la ayuda de un amigo argentino conoció su vocación por la fotografía, y sus primeras pesetas las ganó retratando niños, con un prestigio creciente que se extendió por la clase media y alta sevillana que “se lo rifaban para que retratara a sus hijos”, dice la familia. Cuenta su nieto Luis que deben ser casi 5.000 las fotos de niños sin identificar que guarda en el archivo. Fue tal el prestigio alcanzado por su abuelo que se vio obligado a permanecer seis meses en Madrid dedicado en exclusiva a este menester, hasta que volvió a Sevilla, donde continuó recibiendo a familias de toda España.
Al mismo tiempo, comenzó sus colaboraciones en el diario deportivo Marca y en el taurino El Ruedo, y se acercó al gran escenario de la Semana Santa. Captó goles y regates, verónicas, naturales y faenas de campo, personajes de la política y el espectáculo, y, sobre todo, la gran celebración religiosa sevillana. Ha sido el único fotógrafo al que las hermandades paraban los pasos para que el artista pudiera recrearse en su trabajo.

Trabajó hasta los 70 años, cuando una diabetes lo dejó postrado en una silla de ruedas. Dicen los suyos que, a pesar del grave contratiempo, mantuvo el buen humor. “Hablaba mucho, contaba anécdotas, y era de conversación muy amena”, apunta su hija. “Ah, y siempre se negó a hacer fotos de boda”, añade. El municipio rotuló con su nombre una calle aledaña al estadio Sánchez Pizjuán.

Luis Arenas pertenece a la nómina de los hijos ilustres de la ciudad, sobre la que creó “un verdadero poema óptico”, en palabras del poeta Joaquín Romero Murube. Solo queda pendiente que a las 30.000 fotos se les pongan los nombres y los apellidos que el maestro ignoró porque él sí los sabía.

LA NOCHE, ATRACTIVO DE SEVILLA

A Luis Arenas se le considera un revolucionario artístico de la Semana Santa, pues demostró que podía trabajar de noche sin el magnesio, primero, y sin flash después. “La noche es el atractivo más poderoso de Sevilla”, comentó Arenas en una entrevista. “Esta ciudad tiene distintos momentos de luz”, continuaba; “desde la alegría del sol, la semialegría de la tarde y las entonaciones tan distintas de la noche”. “Pero para retratar Sevilla es fundamental sentirla”, concluía. Arenas estaba convencido de que la foto la hace el hombre y no la máquina.

Ya en 1940 presentó su primera exposición de las muchas que realizaría a lo largo de su vida artística, y en 1947 publicó su primer libro, ‘Semana Santa en Sevilla’, en colaboración con Luis Ortiz Muñoz. Después, vendrían otros, como ‘Sevilla en fiestas’, ‘Sevilla eterna’, ‘La iglesia sevillana de San Luis de los Franceses’, ‘Sevilla oculta’, dedicada a los conventos, ‘La catedral de Sevilla’, ‘El tesoro artístico de la Universidad de Sevilla’, ‘Historia de la pintura en Sevilla’, y ‘Juan Martínez Montañés’.

Participó con 100 fotos en una exposición en el Vaticano, y a partir de los años sesenta comenzó a trabajar para la agencia Camera Press, lo que le permitió difundir la Sevilla monumental y artística por distintos países del mundo.



 Estampas de grandes personajes en La Maestranza

El legado del fotógrafo Luis Arenas desvela un archivo histórico para el arte de la imagen en España
EL PAÍS
26 MAR 2017

Jacqueline Kennedy, en el palco de los maestrantes, acompañada de Aline Griffith, condesa de Romanones (izquierda), y la duquesa de Alba, Cayetana Fitz-James Stuart, en 1966. LUIS ARENAS LADISLAO


La actriz Carmen Sevilla, en los toros. LUIS ARENAS



El príncipe Raniero de Mónaco y Grace Kelly, en una barrera de La Maestranza. LUIS ARENAS


Retrato de autor desconocido del fotógrafo Luis Arenas. ARJONA

La actriz Ava Gardner, en la Maestranza. LUIS ARENAS

El torero Antonio Ordóñez. LUIS ARENAS

El torero Manolo Vázquez, vestido con traje campero. LUIS ARENAS






Los diestros Manolete y Pepe Luis Vázquez. LUIS ARENAS


El torero sevillano Pepe Luis Vázquez. LUIS ARENAS

El director de cine Orson Welles, en la plaza de toros de Sevilla. LUIS ARENAS LADISLAO


El torero Juan Belmonte. LUIS ARENAS LADISLAO

Manolete, en una barrera de la Maestranza, acompañado por un amigo. LUIS ARENAS






EL TESORO PERDIDO DE VÍCTOR BALDIN por PHILLIPPE FLANDRIN

Cuarenta y cinco años después de haber recogido de un castillo prusiano 364 dibujos de maestros de la pintura, Victor Baldin, un antiguo teniente del Ejército Rojo, ha puesto su empeño en devolverlos a su legítimo dueño, el Museo de Arte de Bremen, en Alemania.



 Arriba, el sello del Museo de Bremen que llevaban todas sus obras. Al centro, dibujo de M. Slevgot.
Debajo, Victor Baldin con facsímiles de algunos de los dibujos que tuvo en su poder.


Al acabar la Segunda Guerra Mundial, el comisario Renti, de la policía criminal alemana, recibió el encargo de localizar 4.500 dibujos y grabados desaparecidos de los sótanos de Karnzow, una casa solariega de Brandeburgo, durante la invasión soviética. Propiedad de un gran museo de Bremen, la Kunsthalle, que los había depositado allí con el fin de preservarlos de los bombardeos aliados, estas obras llevaban las firmas de los más grandes maestros de la pintura europea.








Las obras que pertenecieron al Museo de Bellas Artes de Bremen son principalmente dibujos. Entre ellos se encuentran 28 obras de Alberto Durero, además de obras de Goya, Rubens, Rafael, Rembrandt, Delacroix, David, Van Gogh y Toulouse Lautrec. Arriba, un estudio de manos de Durero. debajo, un perro de Jan Asselyn.


 El comisario Renti, metódico en sus indagaciones, empezó por dirigirse al lugar de los hechos, para tratar de reconstruir los acontecimientos. Karnzow es una amazacotada edificación prusiana perdida en un bosque a orillas del lago Wuppersee, a 70 kilómetros al norte de Berlín. El guarda del lugar informó a Renti que, hasta la capitulación del Reich Karnzow, sus vastos dominios de 5.000 hectáreas eran propiedad del conde Friedrich von Koenigsmark. Este terrateniente prusiano de 78 años, maestro de esgrima, antiguo oficial del emperador Guillermo, devoto de la caza y de las mujeres hermosas, vivió allí sus últimos años en compañía de una sobrina, la bella Use von Kutschenbach. A partir de estos datos, Renti reconstruyó poco a poco la dramática historia de estas obras de arte.

En abril de 1945, Friedrich von Koenigsmark asistía impotente a la derrota de los ejércitos del Reich. El frente acababa de pasar el río Oder y el Ejército Rojo avanzaba sobre Berlín aniquilando las cohortes de fugitivos, civiles y militares, que pasaban bajo las ventanas del castillo para ir a esconderse en el bosque que rodea el gran lago. En el cercano bosquecillo de Stolpe, a un kilómetro de Karnzow, unos SS en desbandada ejecutaban a sus últimas víctimas, arrastradas a marchas forzadas hasta este lugar desde un campo de concentración próximo.

Mientras sus aterrorizados campesinos se aferraban a los restos de la menguada hacienda, el conde Friedrich se encargó de ocultar sus bienes personales. Mandó depositar los retratos de sus antepasados y sus fusiles de caza en una antigua heladera construida en el parque. Cuando todo quedó arreglado, el conde bajó a los sótanos para asegurarse de que el armario de espeso hierro, camuflado tras las piedras del muro, estaba en su sitio. En este armario detrás de las piedras se hallaba el fantástico tesoro del que se había hecho cargo; un tesoro del que nadie sospechaba su existencia: la colección que la Kunsthalle de Bremen le confió en mayo de 1943.






El conde Friederich von Koenigsmark (en la foto) recibió en custodia 4.500 dibujos del Museo de Bellas Artes de Bremen en mayo de 1943. Los escondió en una bóveda de hierro emparedada en el sótano de su mansión en Karznow, un amplio edificio prusiano perdido en un bosque a orillas del lago Wuppersee, a 70 kilómetros al norte de Berlín. Dos años después, tras la caída de Hitler, el Ejército ruso procedió a la requisa de Karnzow. Quien llevaba la orden era un teniente de 25 años llamado Víctor Baldin. Su Estado Mayor, que pertenecía al 61° batallón del Ejército, había escogido Karnzow para instalar allí su cuartel general. El conde se suicidó, por no entregarse a los rosos. Al retirarse, los soldados soviéticos habían saqueado totalmente la mansión y descubierto el escondite de la valiosa colección de arte. Poco después se hallaban dibujos rotos y dispersos en el sótano.


Víctor Baldin decidió salvar lo que le fuera posible de la valiosa colección. Quitó la orla con que estaban rodeados los dibujos y anotó en ellos los nombres de los pintores. Recogió unos 360 dibujos, algunos de los cuales tuvo que comprar a otros soldados de su batallón que se los llevaban. (Arriba un dibujo de Rembrandt. Debajo, uno de Jan Weenix.




El 30 de abril, al atardecer, mientras por la radio se anunciaba el suicidio de Hitler, las avanzadillas del Ejército Rojo llegaron a Karnzow, donde se enfrentaron a los últimos SS. Mientras tenían lugar los encarnizados combates no lejos del castillo, el conde llamó a su sobrina y al guarda para comunicarles su intención de suicidarse en caso de que los rusos se apropiaran de sus dominios.
Dos días más tarde se procedió a la requisa de Karnzow. Quien llevaba la orden era un teniente de 25 años llamado Víctor Baldin. Su Estado Mayor, que pertenece al 61° batallón del Ejército, había escogido Karnzow para instalar allí su cuartel general. El 6 de mayo, cuando los oficiales se habían instalado ya en la mansión y la tropa acampaba en el parque, el conde decidió poner fin a sus días. A bordo de una pequeña embarcación, en medio del lago, se abrió las venas con una daga de caza, cayó por la borda y desapareció entre las aguas.

Su sobrina, Use von Kutschenbach, también intentó suicidarse, pero en el último momento decidió no imitar a su tío. Volvió a la orilla, donde la detuvieron los rusos y la interrogaron antes de hospitalizarla. Gracias a sus indicaciones, encontraron las armas y los retratos de familia de los Koenigsmark.

Ilse no volvió al castillo hasta primeros de agosto. Los rusos ya se habían ido y el cadáver del conde había sido recuperado, envuelto en las redes del pescador Berschmidt. El castillo estaba totalmente devastado: los muebles, la vajilla y todos los objetos de valor habían desaparecido. La pared del sótano había sido reventada y montones de dibujos sucios, rotos, se esparcían por el suelo; el aire se había encargado de desparramar otros restos por el parque. Durante su estancia, los soldados encontraron el tesoro del conde; de todo ello no quedaban más que migajas. Los despojos del conde fueron enterrados, y el resto de la historia empezaba a quedar cubierto por el olvido cuando el comisario Renti entró en escena.

Inmediatamente comprendió que los soldados soviéticos no habían podido llevárselo todo. Renti rastreó la región, donde encontró algunos dibujos importantes en casas particulares y un hermoso retablo de Masolino en el apartamento berlinés de Ose von Kutschenbach.

Recuperó en total 2.000 obras, pero aún faltaban 2.500, justamente las más importantes de la colección. Los ladrones tuvieron que ser probablemente los soldados rusos, pensó Renti. Pero en la Alemania del Este de la posguerra esta clase de verdades no convenía decirlas. La investigación de Renti se detuvo en este punto y a la Kunsthalle no le quedó más que lamentar la importante pérdida. Hasta un día del mes de junio de 1989, en que el ex teniente Victor Baldin se presentó en la Kunsthalle de Bremen.






 A su regreso a Rusia, en 1945, Victor Baldin no se separaba de su tesoro, escondido en una maleta. Poco después fue nombrado arquitecto restaurador del monasterio de la Santa Trinidad Serge, en Zagorsk, cerca de Moscú. Fundado a finales del siglo XIV por el monje Serge Radonege, fue, junto con el monasterio de Novgorod, una de las joyas de la arquitectura rusa que Stalin acababa de entregar al clero ortodoxo. Allí pudo disfrutar del placer de contemplar durante años los dibujos que tuvo en su poder. Pero su deseo de mostrarlos a otros lo llevaron a la perdición.





Todo parece indicar que realmente hubo pillaje. Sin embargo, dijo Baldin a Salzman, nadie que él sepa, aparte de los miembros de su unidad, cogió o se llevó otras obras de la colección que se hallaba en Karnzow en aquellos días trágicos de 1945. (Arriba, un dibujo de Van Gogh. Debajo, una obra de Durero).





Habían pasado casi 45 años, y Baldin tenía ese 7 de junio casi la misma edad que el conde Von Koenigsmark el día de su muerte. "Cuando el conde descendió a las puertas del castillo", explica a Siegfried Salzman, conservador del Museo de Bremen, "le ofrecí dos automóviles para que trasladara lo que quisiera. Su respuesta fue que él no aceptaba nada de los rusos. Iba acompañado por dos señoras. Bajaron las escaleras del exterior y ya nunca más volví a verle".

Baldin afirmó que no sabía nada acerca de la muerte del conde, pero sí podía hacer una sensacional revelación. Acompañado por Siegfried Salzman, retornó a Karnzow y le indicó el lugar exacto del parque donde él acampó mientras los oficiales superiores ocupaban el castillo, y explicó que todo sucedió el 4 de julio de 1945, víspera del retorno de su unidad a la URSS.

"El ayudante Pintouch, un español que había luchado contra Franco antes de unirse a nosotros, vino a verme a la caída de la tarde para decirme que había una buena cantidad de dibujos en los sótanos del castillo. Pensaba que yo podría identificarlos, ya que antes de la guerra había cursado estudios de bellas artes en la Escuela de Arquitectura de Moscú. Bajé a los sótanos ayudándome de una linterna y descubrí con estupefacción que allí había miles de obras que pertenecían a la Kunsthalle de Bremen, ya que todos llevaban su correspondiente sello identificativo".


Las investigaciones para el caso Baldin han sido largas y difíciles. Se llegaron a recuperar fotografías de algunos de los implicados y todo tipo de documentos. Los testimonios de algunos testigos, como el guarda de la mansión de Karznaw (en la foto), han sido de vital importancia. Aunque las esperanzas sólo se recuperaron cuando el propio Víctor Baldin apareció en escena. El tesoro que se creía perdido definitivamente apareció, por un momento, como algo recuperable. Al haberlos entregado Baldin a las autoridades empezó la segunda parte de esta rocambolesca historia.



Al pillaje de los frontovik siguió otro más sistemático: el ordenado por el Gobierno soviético tras la victoria de 1945, y que originó que centenares de miles de obras de arte de Alemania fueran llevadas a la URSS. (Arriba, dibujo de David. Debajo uno de Rubens).





"Subí con rapidez a ver al comandante de mi brigada, a quien le pedí que me diera un automóvil para transportar la colección. Pero no había ningún vehículo disponible. Entonces decidí salvar lo que pude. Quité con mucho cuidado la orla con que estaban rodeados los dibujos, tomando la precaución de anotar en ellos los nombres de los pintores. Recogí en total 322 obras, que fueron las que me parecieron más importantes. En el camino de retorno a casa aún hallé otras 40 más que llevaban algunos soldados, sueltas casi todas, que pude recuperar cambiándoselas por cinturones, relojes e incluso dinero en algunos casos".

El problema es que estos dibujos, en el momento de la revelación, ya no se encontraban en posesión de su descubridor. Y por eso el asunto Víctor Baldin ha adquirido estos últimos meses un cariz cuando menos escandaloso.

A su regreso en 1945, Victor Baldin, que no se separaba de su tesoro, escondido en una maleta que perteneció a un general de la Wehrmacht, fue nombrado arquitecto restaurador del monasterio de la Santa Trinidad Serge, en Zagorsk, cerca de Moscú. Allí vivió Baldin en una habitación de 12 metros cuadrados en el segundo piso de la torre Militar, y pudo contemplar a su gusto esta colección que le convirtió en un millonario potencial y que pronto iba a significar la más terrible pesadilla de su vida.
En efecto, Baldin cometió la imprudencia de mostrar la colección a algunos amigos y el rumor se expandió con rapidez: el frontovick (apodo que se daba entonces a los soldados desmovilizados) se enteró de que Victor Baldin poseía una colección de obras de arte que haría palidecer a los mayores capitalistas norteamericanos. La historia resultó más escabrosa porque en esa época abundaban los frontovick que habían vuelto de la campaña de Alemania con los bolsillos llenos de tesoros robados. Lleno de dudas y confusiones, Victor Baldin se vio obligado a hacer una declaración en toda regla al mariscal Vorochilov con los nombres de todos los miembros de su unidad que habían participado en el pillaje de Karznow y a entregar todos sus dibujos al Museo de Arquitectura Ruso. En contrapartida, nunca más sería molestado, siempre y cuando se comprometiera a no hablar a nadie de la existencia de la colección alemana.

Cuando volvió a Moscú en julio de 1991, Baldin se enteró de que los dibujos ya no estaban en el Museo de Arquitectura, donde estuvieron depositados durante varios decenios, sino, muy probablemente, en el Museo Pushkin, donde habían sido confiados a la custodia de la poderosa directora Irina Antonova, persona hostil a cualquier negociación con Alemania. Esto ha sido demasiado para Victor Baldin, que ha sufrido su tercer ataque cardiaco en septiembre y que lucha desde entonces contra la muerte en un hospital de Moscú. ■


Baldin se quedó con las manos vacías, pero la larga posesión de los dibujos y su amor al arte lo impulsaron a ir en un viaje personal a Bremen en 1989 y entrevistarse con el director del museo. Le contó todo lo que él sabia y se mostró dispuesto a hacer todo lo posible para que este asunto salga a la luz y se inicien los trámites y negociaciones para que las obras vuelvan a su dueño original. Los dibujos se encuentran ahora en el museo Pushkin, de Moscú, lo que está dificultando la transacción porque la directora exige reciprocidad en la devolución. (En la foto Siegfried Salzman).




El Pais Semanal



lunes, 4 de febrero de 2019

En la senda de Steinbeck

La novela gráfica ha encontrado a través de su vocación narrativa un espacio de validación intelectual en el ámbito de la literatura

ÁLVARO PONS
1 FEB 2019

Portada de 'Fun Home'.

Resulta tentador extender el tradicional concepto de “la gran novela americana” al ámbito de la novela gráfica ahora que esta ha sido incluida de forma generalizada dentro de la crítica literaria. Tras años de enfrentamiento entre la consideración artística y la literaria, la novela gráfica ha encontrado a través de su vocación narrativa un espacio de validación intelectual en el ámbito propio de la literatura (con un debate académico abierto no exento de cierta polémica sobre la coherencia de aplicar este concepto al cómic), que ha tenido certificación en su inclusión en algunos de los premios más famosos, como el Booker, el Pulitzer o el National Book Award, herméticos tradicionalmente a otra creación que no fuera la escrita.



Si bien es cierto que, desde un punto de vista puramente práctico basado en este criterio, correspondería al Maus de Art Spiegelman el abrir camino en una hipotética lista, lo cierto es que la noción de “gran novela americana”, aplicada al campo de la historieta, es tan antigua como el propio medio: tiras diarias como Gasoline Alley, de Frank King, llevan 100 años de publicación ininterrumpida mostrando la vida cotidiana americana, mientras que otras como el Li’l Abner, de Al Capp, incorporaron profundas reflexiones sobre la sociedad y forma de vida americana que merecieron que escritores como John Steinbeck reivindicaran el Nobel de Literatura para su creador. Pero, sin duda, la figura fundacional en esta aproximación más literaria del noveno arte es Will Eisner, que profundizó desde una ficción empapada de memoria en vida real a través de obras como Contrato con Dios, Avenida Dropsie o Las reglas del juego.




Desde una consideración adulta de la historieta creó un camino que siguió con fervor una generación de autores que, en los ochenta, iniciaron un movimiento de cómic independiente cuyas temáticas tenían no pocos puntos en común con una idea de la “gran novela americana” más próxima a autores como McCarthy, Roth, Pynchon o Carver que a la más canónica de la generación perdida de Faulkner, Salinger o Dos Passos.


Así, Harvey Pekar estableció con American Splendor un auténtico testimonio descreído de largo recorrido que retrata la evolución de la sociedad americana, mientras que obras como Ghost World, de Dan Clowes, o Agujero negro, de Charles Burns, fotografiaron una América profunda que construye las relaciones sociales sobre miedos íntimos. Miradas perdidas que contrastan con la mostrada por los hermanos Jaime y Beto Hernández en Love & Rockets, una celebración de la multiculturalidad real que empapa la América fronteriza, o la más personal sobre la aceptación de la identidad sexual en el contexto de la realidad social americana que firman Howard Cruse en Stuck Rubber Baby o Alison Bechdel en Fun Home.



Pero, sin duda, será Chris Ware el que realice un trabajo más extenso y reconocido en este campo de reflexión sobre el día a día que envuelve al americano medio a través de Acme Novelty Library, inmenso y titánico proyecto personal que ha dado lugar a hitos del noveno arte como Fabricar historias, que, tras una compleja y arriesgada propuesta formal, disecciona con aterradora asepsia la soledad que impregna la nueva sociedad de Estados Unidos. No es difícil encontrar su influencia en las obras de Nick Drnaso, tanto en Beverly como en la reciente y elogiada Sabrina. Aunque, también, no son pocos los que defienden que la auténtica “gran novela americana” del siglo XX fue la creada por Stan Lee, Jack Kirby y Steve Ditko en los comic-books de Marvel, quebrando la divinidad superheroica al mezclar su ADN mítico con la fragilidad del americano de a pie.


El Pais Babelia Nº 1.419. 2 de Febrero de 2019


La gran novela americana es un cómic

‘Sabrina’, la obra con la que el veinteañero Nick Drnaso llegó a la final del Premio Booker, se suma a un canon narrativo en el que ya figuran tebeos como ‘Maus’, ‘Contrato con Dios’ o ‘American Splendor’

LAURA FERNÁNDEZ
2 FEB 2019



Nick Drnaso, autor de 'Sabrina', en su estudio en Chicago. OLIVIA OBINEME OBSERVER / EYEVINE / CONTACTO

Al lugar en el que se ha escrito y dibujado la primera gran novela americana del siglo XXI, una novela en viñetas que ha sido capaz de atrapar el mundo en el que vivimos a la manera en que Vladímir Nabokov atrapaba todas aquellas mariposas, se accede por el patio trasero de una imponente casa de ladrillo, propiedad de una familia de chefs. Esa es la razón, dice Nick Drnaso, el tipo de Palos Hills que todavía no acaba de creerse que su segunda novela gráfica acabase nominada al Man Booker, de que haya tantas barbacoas en el patio trasero. Todas están cubiertas de nieve. De hecho, hay al menos tres palmos de nieve cubriendo el patio. Y los copos siguen cayendo. “No creo que salga de casa hoy”, dice Nick. La casa de la que no piensa salir está en Chicago, aunque no la ha diseñado Frank Lloyd Wright. Es un pequeño apartamento, situado como una pieza de cubo de Rubik, en algún lugar de la casa de los chefs. Lo comparte con su mujer, también dibujante, y sus tres gatos. Cuadros inspirados en el juego de mesa Operación, cientos, puede que miles, de pequeños muñecos, y cientos, puede que miles también, de cómics y libros. En la cocina hay café recién hecho —en cafetera italiana— y galletas caseras de chocolate blanco.

La sorpresa fue mayúscula cuando, en algún momento del pasado julio, se supo que, por primera vez, una novela gráfica iba a competir por el Man Booker. Y aún más cuando se supo que esa novela gráfica era tan solo la segunda novela gráfica de un tipo de 29 años que hasta entonces trabajaba limpiando cristales en el Field Museum, el impresionante museo de historia natural de Chicago, famoso por albergar el mayor tiranosaurio rex que jamás se ha encontrado, un montón de huesos llamados Sue en honor a la paleontóloga que los encontró en 1997: Sue Hendrickson. Al igual que su única novela gráfica hasta la fecha (Beverly, publicada en castellano por Fungencio Pimentel), Sabrina (Salamandra) tenía nombre de chica, y estaba destinada a marcar una suerte de antes y después en la historia del género, a convertirse en un intenso y doloroso clásico instantáneo, doloroso a la manera en que lo fue el Jimmy Corrigan de Chris Ware, con no solo su profundidad, sino también una ambición tal vez imprevista pero sin duda totalizadora con el momento y el lugar, siendo el lugar el mundo entero.






“No querían hacerlo en realidad. No querían nominarme”, dice del premio que terminó ganando la nor­irlandesa Anna Burns con Milkman, que AdN publicará este año en castellano. “Con otro jurado, jamás me hubieran nominado. Fue una especie de accidente que lo hicieran. Y, bueno, es un honor, claro, pero también me hizo sentir algo incómodo. Parece que soy el representante de una clase de nuevo ciclo o algo parecido, y no me siento así para nada. Hubo gente que se enfadó muchísimo. Y yo estuve un tiempo pensando por qué. Y luego me pregunté si los cómics deberían ser considerados literatura. ¿Deberían? ¿Por qué? Son lo suficientemente distintos de la literatura como para tener su propia categoría, así que ¿por qué no la tienen? La gente se sintió insultada. Los entiendo. Lo del Nobel a Bob Dylan también fue muy raro”. A Nick no le gusta hablar con la gente. Le gusta observarla. Le gustaba su trabajo en el Field Museum porque podía observar a la gente y nadie se dirigía a él. Ahora es feliz porque no suele salir de casa. Se pasa el día dibujando. Cuando llega su mujer por las noches, ella está harta de haber pasado el día en la floristería en la que trabaja. Pero él necesita hablar con alguien. “A veces echo de menos trabajar”, dice.

Pero trabajar, trabaja. Y sin descanso. En la pequeña habitación de la pareja. Es allí, junto a la modesta cama de matrimonio, donde dibuja. Tiene una mesa de dibujo, una silla, que ocupa el mínimo espacio que queda entre la cama y la mesa, y otra mesa, tan pequeña como su portátil, tras la que se oculta la impresora y su paleta de colores: una cartulina en la que ha pintado pequeños cuadrados de colores que le sirven para decidir el aspecto que tendrá la página. “El color es muy importante”, dice. Durante mucho tiempo creyó que el cómic debía ser divertido. Luego descubrió que no tenía por qué serlo. No ha leído tanto como querría a Will Eisner, pero es capaz de utilizar sus encuadres —esos personajes de espaldas que permiten, siempre, que imaginemos lo peor— y sus silencios —que se convierten en empatía: un nexo de unión inquebrantable—. Alguien ha dicho que Sabrina es lo que ocurre cuando una tragedia personal —la desaparición de una chica y el posterior hallazgo de su cadáver— acaba triturada por las redes sociales y el imparable ciclón informativo deseoso de deformar y estirar la noticia hasta la aparición del próximo fenómeno. Y eso es justo lo que es. Y también son sus consecuencias, y de ahí el certero retrato de nuestra época.


Porque lo que ocurre cuando se pierde el control de la información, cuando los llamados Aburridos, es decir, toda esa parte de la población que vive de la actualidad, que solo respira cuando tiene ante sí un caso lo suficientemente morboso, que es por completo adicta a disponer de datos, sean o no fiables, empiezan a disparar rumores en todas direcciones, es que se da pie a las llamadas fake news y a las teorías conspiratorias, y éstas se traducen en puro canibalismo digital para con, en este caso, tres personas: el novio de Sabrina, Teddy; el mejor amigo de éste, Calvin, y su hermana, Sandra. Tres solitarios que nunca se han sentido tan solos. Y que, a la vez, nunca han deseado más poder desaparecer. Pero no pueden evitar vivir en el mundo en el que vivimos todos, en el que se diría, la vida es lo que pasa mientras consultas, una y otra vez, Facebook e Instagram. O el penúltimo vídeo viral. O las discusiones de Twitter. “Yo mismo tiendo a obsesionarme con las historias de asesinos, pero me dan miedo las redes sociales, no sería capaz de soportar saber lo que opinan de Sabrina, cualquier comentario podría destruirme”, dice.



Pero evidentemente no estaba pensando en sí mismo cuando escribió Sabrina. Estaba pensando en, por ejemplo, Justine Sacco, aquella directiva que, antes de subir a un avión con destino a África, en 2013, escribió un desafortunado y terriblemente racista tuit que decía: “Me voy a África. Espero no pillar el sida. Es broma. ¡Soy blanca!”, y cuya vida se convirtió en un infierno después de aquello. Humillación en las redes, el ensayo de Jon Ronson, le sirvió para atacar a cada uno de sus personajes desde un frente (hay quienes ni siquiera creen que Sabrina fuese real, otros que el asesino no es el verdadero asesino, otros que sigue viva, y, en cualquier caso, todos se sienten con derecho a opinar). Aunque sí hay una historia dentro de la historia — además de la soledad y la imposibilidad de conectar con otros seres humanos de los tres protagonistas, algo que Nick conoce y conoce bien— que tiene que ver con el dibujante. “La historia de los dos amigos, Teddy y Calvin, a los que la tragedia reconecta está basada en algo que me ocurrió con un amigo de Colorado. De hecho, fui a su casa y basé toda esa parte de la historia en lo que vi allí. Supongo que siempre necesito que algo sea real, partir de una especie de recuerdo propio”, confiesa.

Fue así en Beverly, su debut. “Todo eran recuerdos”, dice. El gato que aparece en Sabrina es también uno de sus gatos. Y en el fondo está transmitiendo un miedo. “No me gusta la sociedad que estamos creando. Espero que en el futuro se advierta a los chavales en el colegio sobre los peligros de la exposición a las redes sociales, y a la información que circula por la Red en general”, asegura. También dice que lo más probable es que el 11-S cambiara para siempre el mundo tal y como lo conocemos. Él tenía 12 años en 2001. Está a punto de cumplir los 30. Aunque su dibujo recuerda a Joost Swarte, admira por igual a Robert Crumb y a Seth. Cree que el cine hipnótico de Kelly Reichardt es “un milagro”. E insiste en el asunto del 11-S. “Supongo que la dictadura del presente en la que vivimos nació ese día, cuando el primer avión se estrelló contra las torres”, dice. Se descubrió entonces que podíamos volvernos adictos a la realidad. O a lo que la red global que habíamos construido decidiera qué era la realidad. ¿Vivimos, cada vez más, en un mundo que no existe, en un mundo de ficción interesada? Nick se encoge de hombros. “Me incomoda que me pregunten cosas así. Puede que la novela sea una especie de reflexión, sí, sin duda estoy explorando eso, pero no he llegado a ninguna conclusión, no tengo una tesis, todo lo que ofrezco es una visión desenfocada. No consuela, quizá todo lo contrario”, contesta. Y así es. Afuera sigue nevando. Las barbacoas de sus caseros chefs dejaron de parecer barbacoas hace mucho. No hay ni un alma en Lowell Avenue. “Definitivamente”, dice, “creo que no voy a salir de casa hoy”.

Sabrina. Nick Drnaso. Traducción de Carlos Mayor Ortega. Salamandra, 2018. 204 páginas. 24 euros.


El Pais Babelia Nº 1.419. 2 de Febrero de 2019