viernes, 5 de enero de 2018

La España de hace un siglo

La letra con sangre entra. Esta escena era corriente en los colegios religiosos en principios del siglo XX, como refleja una fotografía anónima, tomada en Reus (Tarragona) en 1910.

De la miseria al desarrollo. De los felices años veinte a la tragedia de la guerra. Cuatrocientas fotografías recogidas en el libro 'Un siglo en la vida de España' documentan los cambios experimentados en el país hasta llegar a la democracia y la modernidad. Por Juan José Millas.



EL OFICIO MÁS ANTIGUO. El fotógrafo Luis Escobar retrató a las mujeres de mala vida del barrio del Alto de la Villa, en Albacete, en su tiempo de espera entre cliente y cliente.

Hace tiempo, las fotografías se guardaban en cajas de zapatos, y se miraban una vez al año, generalmente en Navidad, para llenar las tardes de las vacaciones escolares. Metíamos la mano en la caja, como para sacar el número de un sorteo, y salían al azar el tío Julio o la tía Begoña o un niño con tisis que nadie sabía cómo había llegado a nuestra caja, pues no era primo ni sobrino ni hijo de nadie. A mí se me ha quedado grabado en la memoria aquel niño con tisis que no dejaba de mirarte a los ojos, aunque desplazaras la fotografía de un lado a otro. No comprendía por qué no lo tirábamos a la basura si no era nadie.
-¿Por qué no nos deshacemos de él? -preguntaba a mi madre.
-Porque a lo mejor es alguien.
Con el tiempo fue, efectivamente, convirtiéndose en alguien de la familia sin necesidad de ser hermano o primo o yerno. Vivía instalado entre nosotros y cuando alguien preguntaba quién era decíamos al unísono:
-El tísico.
El término tísico no está asociado en mi cabeza a ninguna enfermedad, sino a una forma de parentesco. En todas las familias hay un tísico como en todas las familias hay un cuñado.

Las fotos no tenían ninguna clase de orden en el interior de la caja. Detrás de una imagen de los años cuarenta podía aparecer una de los sesenta. Y al lado de un vivo podía aparecer un muerto. Y la oveja negra de la familia (un hermano de mi abuela que se fugó a Turquía con una habilitada de clases pasivas a la que indujo a hacer un desfalco) podía estar junto a una tía monja y en proceso de beatificación. Las fotos, en las cajas de zapatos, eran destellos o fragmentos de una novela familiar disparatada, pues no era raro que se aparecieran los hijos antes que los padres o los pies antes que la cabeza.

Pero como la historia de la humanidad es una búsqueda desesperada del sentido, apareció el álbum. Al principio, el álbum parecía un capricho de nuevos ricos, pero en seguida comprendimos que se trataba de un instrumento de la razón. En el álbum no había más remedio que colocar las








 LA VIDA EN LA CALLE. Control callejero en el Madrid de la guerra (José Díaz Casariego, 1936). Organilleros pasando el platillo en Pamplona (W. Wolgensinger, 1956). Y una instantánea del piropo en la Vía Layetana de Barcelona (Xavier Miserachs, 1962).

fotografías de forma sucesiva, una a continuación de la otra, y para ello era preciso utilizar algún criterio. Se impuso el cronológico porque a todo el mundo le resulta muy tranquilizador que las cosas sucedan unas después de otras y que las primeras sean causa de las segundas. En el álbum, el abuelo estaba delante de los hijos y los hijos delante de los nietos. El fragmento se pone así al servicio del sentido y la novela familiar adquiere la forma de un relato que imita los recursos de la narrativa tradicional. La fotografía ha hecho, en cierto modo, un camino inverso al de la literatura, pues si ésta ha evolucionado desde la linealidad al fragmento, aquélla, que apareció como fragmento, ha conquistado la linealidad, la sucesión.

El álbum familiar tiene un funcionamiento semejante al de la memoria, que resalta lo que nos gratifica y esconde lo que nos humilla. Por eso es también una escritura de lo correcto, de lo previsible. Tras el bautizo, viene la primera comunión y tras la primera comunión la boda, donde el ciclo comienza con el bautizo del primer hijo. De ahí que lo más interesante del álbum sean con frecuencia los vacíos, las fallas, las lagunas: esa foto que se arrancó y que ha dejado un espacio negro, como el de una dentadura mellada; esa imagen que alguien ha colocado boca abajo en un rasgo de humor o de odio; esa fotografía partida por la mitad; ese rostro anulado con un borrón de tinta china.



 LA TRANSICIÓN. Cuando murió Franco, ante las puertas del Palacio Real se produjeron escenas de dolor como ésta (Aurora Fierro, 1975). Una imagen emblemática de la transición: jóvenes en la estatua de la plaza del Dos de Mayo (Félix Lorrio, 1976).


El álbum es a la caja de zapatos lo que el salón al desván. La sintaxis con la que los muebles están dispuestos en el salón evoca un orden moral o económico al que aspiramos. En el desván, en cambio, no hay otra sintaxis que la del azar. Allí aparece la pistola con la que se suicidó el primo de papá junto al hábito con el que hizo los votos la hermana del abuelo. Y el vestido de novia de la tía Edu (que se quedó plantada ante el altar) convive sin esfuerzo con un traje sin estrenar que quizá un día se convierta en tu mortaja. Y la lavativa de Filomena reposa sobre una sartén que trajo de Alemania Federico. Y los juguetes de tu infancia están envueltos en un papel de electroencefalograma, cuyos rollos hurtaba Ricardo en el hospital en el que trabajaba de enfermero. No hay, en el desván, un orden cronológico, ni temático, ni espiritual. No hay ningún orden. O quizá sí, pero se trataría de un orden inconsciente. ¿Dónde se lee mejor la historia familiar? ¿En salón? ¿En el desván? ¿En la caja de zapatos? ¿En el álbum?



LA LIBERACIÓN. La playa de Benidorm en 1996 (Ricky Dávila). Despedida de soltera, Valladolid, 2000 (Rafael Trobat).

La caja de zapatos era privada; el álbum, público. Cuando las fotografías de la caja de zapatos se trasladaron al álbum, el niño tísico despareció, por el álbum era caro y había que rentabilizar cada centímetro cuadrado. El álbum es un intento de representación, mientras que la caja de zapatos es una presentación. Por eso, en el álbum tampoco aparecerá jamás el novio que tuvo mamá antes de casarse con papá. El orden del álbum, en fin, constituye una convención narrativa de la que desconfiamos tanto que con frecuencia, junto a las fotografías, colocamos objetos que demuestran que estábamos allí: la llave del hotel, las entradas del museo, la factura del restaurante... ¡Qué difícil es la construcción del sentido!

De lo dicho hasta aquí podría parecer que uno está en contra del álbum y a favor de la caja de zapatos. No es verdad: la caja de zapatos puede ser también una forma de alzheimer y uno prefiere la memoria convencional al alzheimer. El problema es de qué manera relacionarse con esa memoria para obtener significados. De hecho, la función de la memoria, como insinuábamos más arriba, no es desvelar, sino ocultar. Para que revele, tenemos que dinamitarla y buscar entre los fragmentos resultantes esquirlas de sentido. También el álbum se puede y se debe dinamitar para que muestre lo que permanece escondido en su trama. Y bien, el libro de fotografías, que en principio no es más que un álbum colectivo, tiene sin embargo algo de caja de zapatos, sobre todo cuando se pone al servicio de la verdad histórica, pues entonces conviven en él lo correcto y lo incorrecto, el niño tísico con el sano, lo previsible con lo aleatorio. No sólo no han desaparecido de sus páginas, como en el álbum familiar, las imágenes incómodas, sino que se ha creado una sintaxis para ellas. De este modo, el libro de fotografías nos cuenta, a la vez que la historia de la fotografía, la historia de un país. Si está bien hecho, es al mismo tiempo el desván y el salón; la memoria convencional y el alzheimer; el revés y el derecho; el ser y el deber ser. El libro de fotografías es, en definitiva, un espejo simultáneamente público y privado. Cuando me asomo a él, me veo, pero también os veo. •

'Un siglo en la vida de España.    Ocio y vida cotidiana en el siglo XX, de Lorenzo Díaz y Publio López Mondejar, está publicado por Lunwerg Editores.



El Pais Semanal Nº 1.315. Domingo 9 de Diciembre de 2001


jueves, 4 de enero de 2018

A lomos del éter

Gorogoa es un artefacto único. Un cómic interactivo y animado que eleva el 'transmedia' a nuevos y jamás vistos horizontes


Detalle de un póster del videojuego-tebeo 'Gorogoa'.

ÁNGEL LUIS SUCASAS
3 ENE 2018

"El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El Dios es Abraxas."


Creo que pocos libros, tal vez ninguno, me dejó una huella tan honda en mi juventud como el Demian de Herman Hesse. Es curioso, porque fue un libro que devoré en apenas días y luego decidí no finalizar. Mi epifanía con dicho volumen llegó a tal punto a la altura de la cita que abre este artículo que me dio miedo seguir y que esa sensación de lo sublime, de volar a los lomos del éter, se derrumbara en las siguientes páginas.

A día de hoy, no he vuelto a sumergirme en esa obra fascinante. Tal vez, nunca lo haga, pues me faltare el valor para enfrentarme a una posible decepción. En mi mente, Abraxas sigue siendo ese pájaro de fuego, esa encarnación del Omnipotente y Lucifer, de lo divino y lo subterráneo, de las luces y las sombras.




Un instante del videojuego-tebeo 'Gorogoa'.

Hoy, gracias a Gorogoa, un ¿videojuego? labrado día a día durante más de un lustro por su único autor, Jason Roberts, ha resucitado en mí a Abraxas. En él, a través de un personaje sin nombre al que conocemos en todas sus edades, nos enfrentamos a una deidad incomprensible e intentamos atrapar la magia de los cinco elementos en forma de otros tantos frutos prohibidos. Se trata de un viaje espiritual, telúrico, que jamás se explica a sí mismo por más que cada momento de su intricada experiencia vibre con significado. Es, como los poemas de William Blake, o la magia hebrea que invoca Alan Moore en las viñetas de Promethea, un sortilegio en forma de obra de arte.

Visita Gorogoa por segunda vez las páginas inasibles de Ka-BOOM por mi convencimiento de que esta era transmedia en la que vivimos crea vasos comunicantes únicos entre todas las artes. Gorogoa encarna este mestizaje como ninguna obra reciente. Es, en esencia, un cómic. Pero es también una obra de cine animado excepcional. Y un videojuego de puzles que merece su lugar en el panteón del género, acompañando a titanes como Myst o The Witness. Es, en definitiva, algo único. Excepcional.

Explicar Gorogoa, como reconoce divertido su propio autor, es realmente difícil. Lo más fácil es pedirle a usted, lector, un breve ejercicio de imaginación tebeística. Imagine que dividimos la página de un cómic en cuatro viñetas iguales. Ahora imagine que dentro de cada viñeta hubiera contenido un breve cortometraje de animación. Añada un elemento más a su evocación, usted puede interactuar con las viñetas de dos maneras:

Una, alejando o acercando la imagen para ampliar un detalle o desplegar la panorámica de paisaje.
Dos, intercambiando la posición de esas cuatro viñetas como usted quisiere.



Un instante del videojuego-tebeo 'Gorogoa'.

Los puzles en Gorogoa se resuelven por asociaciones de significado. Un niño mira desde el umbral de una puerta a otra puerta. Pero entremedias falta una escalera. Un pájaro se posa en una rama y observa fuera de campo, tal vez a la fruta que debería estar presente en la viñeta contigua. Medio sol que encierra un engranaje espera a su otro medio sol con su otro medio engranaje para girar la estampa de un peregrino en el desierto. Una vidriera oculta en su rosetón un misterio que resuelve un paisaje nevado, ausente de astro. Y así en todas las ocasiones. Con esas dos sencillas mecánicas, Gorogoa despliega un infinito de retruécanos visuales que tienes como recompensa breves pedazos de animación que avanzan la historia.

Es la segunda vez que los videojuegos logran, al menos en mi conocimiento, hablar con hondura de lo divino. O mejor aún, de la experiencia trascendente, de lo espiritual y místico. La primera vez fue con el extraordinario Journey, de Jenova Chen, que convirtió la alegoría del viaje a la montaña en una fascinante epopeya en busca de lo absoluto. La segunda vez ha sido en este Gorogoa, en el que un hombre persigue a un dragón capaz de arrasar su mundo y también de darle un sentido definitivo a la existencia.

Lo extraordinario de la obra de Roberts es cómo es capaz de operar a un nivel puramente simbólico y no quedarse en un ejercicio de estilo bello pero carente de profundidad. Las imágenes de Gorogoa son insondables, se pierde uno en ellas. Pero no se pierde con la sensación de falta de sentido, si no todo lo contrario. En Gorogoa todo parece casar en ese significado mayor que es el hermoso y colorido dragón que ataca la ciudad, encarnación viviente de ese fuego que alimenta a la humanidad, la pasión febril por comprender, por asir el significado de lo infinito.

Gorogoa abre un nuevo camino para el cómic y el videojuego con el cine animado como argamasa. Demuestra que las exploraciones del alma pueden encontrar otros formatos más allá de la palabra sin perder trascendencia. Y firma, desde ya, uno de los debuts más impresionantes de un artista en pleno control de su obra. Una manera excepcional de acabar el 2017 y asomarnos al futuro del transmedia, del arte híbrido que se enrosca sobre sí como la cola de un dragón divino, en infinitos matices en sus vueltas y revueltas.


El Pais


Octogenarios ilustrados y otras promesas del cómic

Las conmemoraciones de Superman y Spirou protagonizarán el mundo del tebeo

ÁLVARO PONS
Valencia 1 ENE 2018


Portada del primer cómic en el que apareció Superman, en junio de 1938. DC COMICS

De las muchas e ilustres efemérides comiqueras que viviremos este 2018 en el que entramos, no está de más destacar una que puede pasar desapercibida: en noviembre de 1918, el dibujante Frank King comenzaba la singladura de Gasoline Alley, una serie de cómics para prensa que contaba la vida de una familia media estadounidense, pero con la particularidad de que sus personajes iban envejeciendo al ritmo de publicación. Cien años después, la serie se sigue publicando y es la única que ha conseguido superar la barrera del siglo de forma ininterrumpida, todo un récord para el cómic. Pero las aventuras de los Wallet poco pueden hacer frente a los dos grandes aniversarios que vivirá el noveno arte este año: por este lado del Atlántico, se cumplen 80 años de la aparición de Spirou, el famoso personaje creado por Rob-Vel y popularizado por Franquin. Pese a las décadas pasadas, la vitalidad del famoso botones es indudable: autores como Tomé y Janry, Fabien Vehlman, Yoann, Jean-David Morvan o el español José Luis Munuera han conseguido que la serie siga siendo superventas, tanto a través de la revista Le journal de Spirou, como de la próxima adaptación al cine que se estrenará este año, dirigida por Alexandre Coffre.




Por la otra orilla del Atlántico, en junio se celebrarán también 80 años desde que unos jóvenes Jerry Siegel y Joe Shuster revolucionaran el cómic con un personaje llamado a crear una mitología propia: Superman. Un ser procedente del extinto planeta Krypton que se escondía tras la imagen apocada del periodista Clark Kent —que tomaba sus rasgos del actor Harold Lloyd—, para luchar contra el mal con poses retadoras, a imagen y semejanza de Douglas Fairbanks, y poderes increíbles como supervelocidad e invulnerabilidad. Superman creció rápidamente en poderes y ventas, protagonizó seriales de televisión y películas tan famosas como la dirigida por Richard Donner en 1978, que también celebra aniversario, mientras en los cómics pasaba por todo tipo de peripecias, llegando incluso a morir y resucitar. Los superhombres ya existieron en la literatura pulp antes, pero Superman creó el canon del género de superhéroes y lo cimentó en los cómics y, aunque hoy en día parece que el género ha vivido un exitoso trasvase a la gran pantalla, su fuerza como icono es universal.

Pero el cómic no será noticia solo por estas celebraciones: en España se publicarán obras tan interesantes como My Favorite Thing Is Monsters, el debut de Emil Ferris en la novela gráfica. Editada por Fantagraphics en EE UU (en España, por Reservoir Books), la historia de una niña que se cree mujer lobo en el Chicago de los sesenta y que investiga la muerte de su enigmática vecina está ya considerada por la crítica como una de las obras fundamentales del cómic del siglo XXI. Además, Salamandra Graphic publicará La terra dei figli, con la que el italiano Gipi se adentra en la fantasía posapocalíptica, o la hermosísima vuelta a la infancia que firma Emmanuel Guibert en Martha & Alan; y ECC traerá la esperada nueva obra de Dave McKean, Black Dog.


El apartado de clásicos no quedará descuidado: mientras la editorial Fulgencio Pimentel seguirá recuperando para el lector español la indispensable obra de Andrea Pazienza con pompeo, editorial Planeta anuncia una colección de lujo: la Biblioteca Osamu Tezuka, donde se editarán con esmero obras magistrales como Black Jack o Astroboy. El 2018 promete.


El Pais


viernes, 29 de diciembre de 2017

Un Hollywood de tebeo

El libro 'Tebeos de cine' de Paco Baena rescata la historia secreta de la cinefilia en viñetas

JORDI COSTA
Madrid 28 DIC 2017



Cuando uno recuerda que al tebeo se le llamaba el cine de los pobres, tiende a pensar que la expresión se refería a la insalvable distancia entre medios de producción: un dibujante con paciencia podía convocar en una viñeta a los miles de figurantes que sólo una gran producción cinematográfica se podría costear. El libro Tebeos de cine. La influencia cinematográfica en el Tebeo Clásico, 1900-1970 (Trilita Ediciones) de Paco Baena permite extraer una lectura diferente sobre el asunto: el tebeo español, durante los años de posguerra, fue, también, una ventana abierta a las maravillas y estímulos de la gran pantalla para todos aquellos niños que no podían costearse el precio de una entrada. “En mi infancia consumía muchos más tebeos que películas, porque el precio de una entrada de cine no bajaba de las tres o cuatro pesetas, mientras que por una peseta y veinticinco céntimos podía comprar un cuadernillo de aventuras”, señala el autor, que también recuerda un precario antecedente de lo que más tarde serían los videoclubs y hoy pueden ser los servicios de streaming: “En Granada había locales con los tebeos expuestos y te los alquilaban por diez céntimos. Si tenías una peseta, podías pasarte la tarde entera leyendo tebeos. También existían quioscos de compra-venta y cambio en los que podías canjear los ejemplares que ya habías leído por otros usados”.


Portadas de tebeos dedicados a Charlot, El Capitan Blood, El Gato Félix (bautizado en España como el Gato Periquito) y Shirley Temple.


Más allá de la gratificante evocación nostálgica, Tebeos de cine, volumen profusamente ilustrado con joyas de la colección personal del autor, analiza un fenómeno de la cultura popular sin demasiado parangón en otros países: la interacción entre dos lenguajes recién nacidos –el de la historieta y el del cinematógrafo- a lo largo de unas décadas en las que ambas industrias descubrían sus respectivos códigos expresivos, al tiempo que construían sólidos imaginarios para la ensoñación. “El primer personaje en hacer el trasvase de un medio a otro fue Charlot, que llegó a inspirar entre 1916 y 1935 hasta cinco publicaciones distintas que llevaban su nombre en la cabecera e incluso hubo un editor que llegó a inventarse a un hijo imaginario de Charlot, Charlotín, que también tuvo revista propia”, señala Baena. “Era lógico, pues, que en esos primeros años lo más trasladable al tebeo fueran los personajes de comedia por su carácter icónico, que los emparentaba con los personajes característicos de las historietas de humor. A partir de los años 30, cuando se implanta en España el dibujo de trazo realista, empiezan a aparecer en las viñetas sucedáneos de figuras como Mae West, Clark Gable o Wallace Beery, pero no es hasta finalizada la Guerra Civil que no llega el gran momento del cuadernillo de aventuras, en cuyo contexto se propusieron historias protagonizadas por algunas de las estrellas más populares del momento como Cantinflas o Gary Cooper. La colección Películas Famosas de ediciones Clíper llegó a adaptar 35 películas de éxito como Tres lanceros bengalíes, El signo de la cruz, Forja de hombres o Titanes del mar con la colaboración de las propias productoras de cine que buscaban una adaptación fidedigna y facilitaban material a los autores”.

Al recorrer las páginas de Tebeos de cine resulta inevitable formularse una pregunta: y toda esta apropiación de iconos y nombres propios de Hollywood por parte de la industria del tebeo español, ¿se desarrollaba de manera legal o bien reinaba la despreocupada piratería de tiempos previos a la férrea regulación de la propiedad intelectual? “Casi todas las editoriales que tomaron referentes de Hollywood lo hacían de manera pirata”, aclara Baena, “pero algo debió suceder alrededor de 1930, porque, a partir de ese momento, algunas publicaciones ya incluían una nota que acreditaba su condición de producto con licencia oficial. No obstante, otras editoriales recurrían a la estrategia de cambiar el nombre a los personajes y cruzar los dedos para que no les pillaran”. Así, mientras la revista Pocholo españolizaba a muchos personajes de Disney, el semanario La alegría infantil rebautizaba a Popeye como Sopapo, el Rey de la Torta. En su momento, a Charlot se le llamó Carlitos, a Harold Lloyd y Mildred Davis se les identificó como Él y Ella y el gato Félix, aquí llamado el gato Periquito, también fue renombrado en las viñetas como Paco Morrongui, el gato travieso.

El libro de Baena saca a la luz abundantes anécdotas que habían pasado al olvido, pese a que sus rastros siguen a nuestro alrededor: por ejemplo, el hecho de que las galletas Chiquilín se llaman así en honor a Jackie Coogan, el actor de El chico (1921) de Chaplin. En otros casos, Baena rescata iconos que la desmemoria colectiva ha condenado a la oscuridad, como es el caso de Ginesito, considerado como el Mickey Rooney del cine español de los años 40, que, con el apodo de Satanás, llegó a protagonizar su propia colección de cuadernillos de historieta.


El Pais


jueves, 28 de diciembre de 2017

El ojo de las mil miradas

Robert Frank, uno de los más influyentes fotógrafos contemporáneos, un poeta que transforma con su cámara la realidad y es autor de una obra monumental, 'The americans', sobre la vida y las gentes en Estados Unidos, muestra en el Macba de Barcelona su exposición definitiva, 'Storylines'. Por Catalina Serra.

Es difícil sobrevivir al propio mito. Robert Frank tenía 35 años cuando se publicó The americans y hoy tiene 80. Durante estos 45 años, la sombra de aquellas imágenes con las que entró en la historia de la fotografía ha planeado sobre su figura, pese a que él se desmarcó desde el primer momento del éxito de aquella mirada aparentemente documental y en su mundo dio entrada a la poesía, el cine, el vídeo, el collage y la experimentación. Pero es inútil: la fuerza de aquellas imágenes le persigue incluso ahora; tanto que, para hablar de la última gran retrospectiva europea de su obra, que le ha organizado su gran amigo Vicente Todolí, director de la Tate Modern de Londres, es preciso volver a remontarse a The americans porque sin aquellas imágenes no sólo él, sino tampoco nosotros tendríamos la memoria visual que tenemos. Lo explica muy bien el escritor Ian Penman en el catálogo de la exposición: "The americans cambia la forma de ver las cosas. Si se hojea hoy, se ve la
mitología americana de la posguerra en proceso de transformación. El libro fue condenado por antiamericano, pero Frank deja en herencia a América muchas de las maneras en que se veía -y miraba- a sí misma. El emigrante es más americano que los propios americanos".

Robert Frank nació en Zúrich, de madre suiza y padre alemán, el 9 de noviembre de 1924, en un entorno acomodado y burgués. Es judío, y eso es algo que le hizo conocer de cerca no sólo el antisemitismo -la influencia nazi y el hecho de que su padre fuera un emigrante le forzó a tener que pedir la ciudadanía suiza, que le fue con¬cedida en 1945-, sino también a desarrollar una especial sensibilidad ante cualquier tipo de discriminación racial o social. Fue aprendiz de varios fotógrafos comerciales, y en 1947 decidió abandonar la vieja y destrozada Europa de la posguerra para dirigirse hacia el sueño dorado americano. "No sabía lo que buscaba, pero sabía lo que no quería ser. No quería formar parte de la pequeñez suiza", explicó más tarde.

AMERICANOS. 'Nueva York, 1955-1956'. Esta fotografía forma parte de 'The americans'.
ROBERT FRANK. CORTESÍA PACE / MACGILL GALLERY. NUEVA YORK

Así que, con 23 años, cruzó el charco y se plantó en Nueva York. En una reciente entrevista concedida a Sean O'Hagan, del diario británico The Observen explica que entonces no sabía ni qué era un homosexual y sólo habia visto un negro en su vida. El choque con la gran metrópoli fue total, y la fuerza de la ciudad le sigue impresionando aún hoy. "Nueva York no es América", le dijo a Ute Eskildsen, comisaria de la retrospectiva sobre su obra en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid, hace tres años. "En Nueva York tienes que darlo todo para conseguir algo, para defenderte. [...] Sigue siendo mi lugar para ver y pensar. Todavía me gusta visitarla. Veo lo nuevo, lo siento, reflexiono sobre ello, y entonces es bueno venir aquí". Aquí es Mabou, en Nueva Escocia (Canadá), un solitario paraje natural en el que se refugia desde que en 1969 decidió construir allí su casa junto a su segunda mujer, la artista June Leaf.

Pero estamos en 1947. Nueva York está en plena ebullición y a punto de convertirse en la capital mundial del arte. Frank consigue un trabajo como fotógrafo de moda en Harper's Bazaar, pero es despedido al poco tiempo. Es el año en que se funda la famosa agencia Magnum y el fotoperiodismo vive sus momentos de gloria; pero no era éste el camino de Robert Frank, quien años más tarde comentaría que "no existe el momento decisivo" que defendía Cartier-Bresson. "Hay que crearlo. Tengo que hacer lo necesario para que aparezca ante mi objetivo". También es el año de las primeras action paiting de Pollock, artista que, junto a Willliam De Kooning o Franz Kline, se contó más tarde en su círculo de amistades.



LONDRES. "Londres, 1951-1952". Frank viajó en los cincuenta a Londres y París. De aquellos viajes son estas fotos tristes, desoladoras.



 ENTRE DOS MUNDOS. Recién acabada la II Guerra Mundial, Frank viajó por Europa y América con su flamante Leica. Se acercó al documentalismo en 'Campos Elíseos, 1949' (arriba)

, y retrató los rostros de los incas, en 'Perú, 1948',








y los de los mineros (1953).
ROBERT FRANK. CORTESÍA PACE / MACGILL GALLERY. NUEVA YORK ,' COLECCIÓN FOTOMUSEUM WINTERTHUR / COLECCIÓN BETSY K. KAREL. WASHINGTON

Frank se compra una Leica de 35 milímetros con telémetro y comienza a viajar. En 1948, a Bolivia y Perú. Las fotografías sobre este último país se publicaron en 1956 en el libro Incas to indians, junto a imágenes de Pierre Verger y el también suizo Werner Bischoff, que precisamente falleció en un accidente en Perú mientras hacia las imágenes. Las de Frank son más duras que las de sus colegas, más descarnadas, menos idealizadas. Vinieron otros viajes. De París, la exposición rescata una serie centrada temáticamente en las ñores. Son flores tristes, de muerto, grises, como aquellos años. No es extraño que aún hoy cite El extranjero, de Albert Camus, como uno de sus libros preferidos. También viajó por España a principios de los cincuenta. Estuvo en Valencia, en Barcelona y en Mallorca. En el Macba se recuperará una docena de estas imágenes que no se han incluido en la versión londinense de la exposición, que en cambio dedica un amplio apartado a las fotografías realizadas entre 1951 y 1953 en Londres y en Gales que también se exhibirán aquí. A España, comenta Todolí, responsable de algunas de estas visitas, ha vuelto en muchas ocasiones.

En Nueva York entabla contactos importantes, como con Edward Steichen, responsable de fotografía del MOMA; también con el mítico Walter Evans, su mentor, del que fue ayudante, y con Alien Ginsberg, el poeta beat, con el que colaboró después en varios filmes. Fue el primer artista no americano que recibió una beca de la Fundación Guggenheim para realizar un proyecto fotográfico sobre Estados Unidos. Entre abril de 1955 y junio de 1956 viajó por todo el país y disparó 687 rollos de película que configuraron el libro The americans, publicado primero en 1958 en París y al año siguiente en Nueva York con prólogo de Jack Kerouac, con el que ya estaba empezando a trabajar en la mítica película Pull my Daisy, en la que el autor de On the road hace las veces de narrador.
"The americans es como una road movie que aminora la marcha hasta el stop, una road movie aparcada durante la noche en un motel desierto", escribe Ian Pemman. Y más ortodoxo, Ian Geffrey define el libro, en La fotografía (Ediciones Destino), como una verdadera obra maestra comparable a American photographs, de Walker Evans: "La América de Frank, por conocida que sea, está vista y concebida de una forma radical, que debe muy poco a la tradición documentalista anterior".

Fue una revolución, recibida al principio con críticas porque la realidad que mostraba, de una forma nada convencional, no era la que algunos querían ver. Comenzaba una nueva época, y este libro junto a New York, de William Klein, aparecido dos años antes, iniciaron un nuevo camino en el que la mirada subjetiva del artista se impone sobre una presunta realidad que ya nadie parece creerse. "Nunca realicé The americans con la intención de fijar una posición moral. Esas fotos hablan por sí solas de la ansiedad y miseria de gente de la periferia social, del blanco y el negro, de una desesperación a veces evidente y otras no", explicaba Robert Frank en una entrevista en EL PAÍS hace 10 años.

La exposición presenta esta obra en su formato original, el libro, pero también hay algunas fotografías sueltas repartidas en los ámbitos dedicados a Chicago y Detroit, así como varias hojas de contacto ampliadas que permiten conocer el proceso de trabajo del artista, el antes y el después de la imagen seleccionada. "La exposición es una lectura contemporánea, no arqueológica, de su obra", explica Vicente Todolí. "Está concebida como un flash-back, pero de manera que no interfiera en la frescura de obras acabadas de hacer que aún tienen estas imágenes. Lo que queremos resaltar es el carácter secuencial de su obra, por esto se titula Storylines. Siempre hay un antes y un después. Para Frank, la fotografía perfecta, única, es imposible. De hecho, desde siempre ha sido, más que un fotógrafo, una especie de poeta con una visión fílmica de la realidad".

Es algo que se advierte muy claramente en la serie que hizo tras The americans, y que se publicó en parte en el libro The lines of my hand. Son fotografías que iba realizando en 1958 durante sus recorridos cotidianos en autobús por la calle 42 de Nueva York; son imágenes que figuran entre las mejores de su producción, preludian sus películas posteriores y, según Todolí, pueden considerarse precursoras de la fotografía conceptual. Pero el éxito de The americans pudo con él, y decide colgar su Leica y pasarse al cine, en donde, dice, puede hablar con las personas que tiene delante en lugar de acecharlas buscando ese algo esencial en lo que ya no cree. Con todo, en los años sesenta y setenta, sus series de tres o más imágenes, muchas veces con el negativo rasgado, o con inscripciones de su puño y letra con frases o palabras de difícil interpretación. Es como si desconfiara de la imagen, de la fotografía, de la realidad. Son más bien recuerdos, memorias, detalles, juegos de luz, asociaciones de objetos con palabras; algo, en fin, más relacionado con la poesía que con el documento. La polaroid, el vídeo, las fotografías de fotografías, el collage, el montaje, las superposiciones... Experimentación técnica y, al mismo tiempo, una mirada poética y muy íntima a su entorno inmediato.

La vida le golpea. En 1974 muere con 20 años su hija Andrea en un accidente aéreo en Guatemala, y su hijo Paul tiene problemas mentales y finalmente fallece en 1994 tras varios años de internamiento. En su obra refleja estas pérdidas y el duelo que siente por ellas. Su fama sigue creciendo, pero él no la abona. Sigue trabajando, eso sí, y se convierte en un hombre de culto poco conocido por el gran público que va dejando huella sin buscar el reconocimiento. Aunque éste vuelve con fuerza en los energías se concentran en películas como Me and my brother (1965-1968), Conversations in Vermont (1969), About me. A musical (1969), Keep Busy (1975) o Life dances on... (1980), con obras destacables como Candy Montain (1987) o San Yu (2000). No son filmes comerciales ni fáciles, sino semidocumentales en los que suele aparecer su entorno de amigos o familia, o él mismo. Su filmografía, de la que habrá un ciclo completo paralelo a la exposición, es amplia, y en ella existe una perla muy buscada. Se trata de Cocksucker blues (1972), rodada durante la gira norteamericana de los Rolling Stones en 1972. Para ellos había realizado aquel mismo año la portada del disco Exile on Main St. A los Rollings no les gustó el resultado y prohibieron su exhibición. "Me enviaron abogados y policías", explica Frank a Sean O'Hagan en su entrevista.

Durante aquellos años, además de sus propios proyectos como cineasta, Frank ejerció también de forma ocasional como profesor en diferentes universidades. Sin abandonar el cine, volvió a la fotografía a partir de 1972, pero ya no de la misma manera. Nunca más fotos únicas. Suele presentar sus trabajos en años noventa cuando se reivindica de nuevo la fotografía documental, y también a través de la influencia que deja en una larga lista de jóvenes creadores, desde Nan Goldin hasta Jim Jarmush. Retrospectivas, premios, reconocimientos y escasísimas apariciones públicas. "Es un hombre íntegro que tiene un sistema de valores y no los abandona ni traiciona por nada", comenta Todolí. "En este sentido, es un modelo. Alguien que no deja nunca de cuestionar y cuestionarse". Se ha dicho que ésta es la exposición definitiva de Robert Frank. Todolí le quita hierro a la expresión, pero reconoce que sí es la última en la que Frank, uno de los fotógrafos más influyentes del siglo XX, ha participado activamente en su organización. "La exposición puede decepcionar a los que buscan el fotógrafo documentalista de sus primeras épocas", advierte Todolí. "Está planteada desde el punto de vista del arte y no de la fotografía. Es lo bueno que tienen los grandes artistas, que siempre permiten una gran diversidad de miradas".

El Pais Semanal Número 1.481. Domingo 13 de febrero de 2005



Yo soy juglar de zanfoña…

Su fascinación por el medievo hizo que Peyo creara la serie de Johan y Pirlouit, consolidada en el semanario 'Spirou'

Ahí nacieron Los Pitufos, que acabaron llevándose todo el éxito

GERARDO MACÍAS
27 Diciembre, 2017






'Johan y Pirluit. Volumen nº 3'. Guión y dibujos: Peyo. Dolmen, 2014.

Fascinado por el medievo, el historietista belga Pierre Culliford, más conocido por su seudónimo, Peyo, creó a su primer personaje, el paje real Johan, en 1946. En un primer momento era rubio, con bucles, y protagonizaba dos pequeños chistes mudos de cuatro viñetas cada uno, publicados en las secciones infantiles de los periódicos belgas La Dernière Heure y Le Soir, y más tarde por fin en el semanario Spirou de la editorial Dupuis.


En el tercer chiste, en el que por fin se utilizaban bocadillos para los diálogos, apareció por primera vez el Rey. Las características de Johan son la valentía, la fidelidad a su señor, la honestidad y la astucia, lo que le convierte en el exponente perfecto de los valores tradicionales.

En esta nueva serie, Johan iría poco a poco repartiendo su protagonismo, primero con Pirluit, el bufón real, que debuta en 1956, en el álbum titulado Le Lutin du Bois aux Roches (El duende del Bosque de las Rocas). Pero pronto aparecerían nuevos protagonistas, como veremos…

La primera historia de este tomo que nos ocupa, editado en España por Dolmen, se titula La flecha negra (Le flèche noire). Fue realizada por Peyo en 1957, y en ella vemos cómo el foco va pasando de Johan a Pirluit.

Johan y Pirluit habrán de desbaratar una banda de ladrones que cuenta con ayuda secreta desde el castillo del Rey. Serializada en la revista Spirou entre el 3 de enero y el 30 de mayo de 1957, y editada en álbum en 1959. Un traidor enmascarado es quien dispara la flecha negra del título, amparado en la oscuridad de la noche, para comunicarse con la banda de salteadores que aterroriza la comarca. En esta historia, Pirluit descubre su vocación musical. Probablemente influido por las inclinaciones del autor (que cantó de joven en una coral), este rasgo perdurará en el personaje y dará lugar a muchos de los más celebrados momentos de la serie. Peyo rescata cantares medievales auténticos para los versos que desafina su criatura. Destaca la viñeta final, en la que Pirluit canta el comienzo de Los dos justadores libertinos, de Rutebeuf, trovero francés del siglo XIII: "Yo soy juglar de zanfoña, toco el salterio y la viola…".

Pirluit es el protagonista absoluto del siguiente título: El señor de Pikodoro (Le Sire de Montrésor), editado en álbum por primera vez en 1960. Un malentendido desemboca en una suplantación que pronto se complica. Peyo, en la tradición de los cuentos populares, apuesta por la legitimidad genética al trono. Esta aventura es recordada debido a dos factores: el hallazgo de Romulus, un halcón vegetariano absolutamente memorable, y la composición de las secuencias de acción, en especial la huida del cadalso.

La siguiente historia marca un punto de inflexión en la serie, ya que es el álbum donde debutan ciertos gnomos azules: La flauta de seis pitufos (1958), la más conocida de todas las historias de Johan y Pirluit, merecedora incluso de adaptación cinematográfica en 1975.

Los Pitufos tuvieron tal éxito en esta historia, que aparecieron en nueve álbumes más de la serie Johan y Pirluit, además de comenzar su propia serie, Los Pitufos, en 1959.

Se pudo comprobar que los álbumes de Johan y Pirluit donde aparecen los Pitufos vendían más que aquellos en los que no aparecían.

Este grandísimo éxito tuvo una consecuencia inmediata, que fue dedicarle paralelamente una serie propia de álbumes a Los Pitufos; pero también otra a medio plazo, y es que motivó el cierre de la serie de Johan y Pirluit para que Peyo pudiese dedicar más tiempo a los entrañables seres azules.

En La flauta de seis pitufos, el bufón Pirluit, melómano pero no buen intérprete, descubre una flauta encantada que obliga a bailar a quien escucha sus melodías. Tras su pista se encuentra el malvado Matías Torchesac, y también las criaturas azules, responsables de su fabricación, que pretenden recuperarla para evitar su uso inapropiado.

Pongámonos en situación: tanto Johan y Pirluit como los propios lectores, era la primera vez que se topaban con Los Pitufos. Una vez asimilada la sorpresa, llegan a una conclusión: el idioma pitufo es fácil; solamente hay que sustituir los sustantivos por "pitufo" y los verbos por "pitufar". Pero un pitufo les aclara: "Si querías pitufar, tenías que decir pitufar, y no pitufar".


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domingo, 24 de diciembre de 2017

Blueberry retocado


23 Diciembre, 2017




'BLUEBERRY, INTEGRAL 4' Jean-Michel Charlier, Jean Giraud.Norma Editorial. 168 pág. 30 euros.


El cuarto volumen integral de Blueberry contiene los episodios de la serie publicados originalmente en la revista Pilote entre el 11 de julio de 1968 y el 9 de julio de 1970, con los colores retocados o aprobados por el propio Jean Giraud (conocido más tarde por su seudónimo Moebius) para los álbumes correspondientes: El general Cabellos Rubios, La mina del alemán perdido y El fantasma de las balas de oro. La magnífica edición de Norma incluye 16 páginas de material extra, en el que destacan las portadas y anuncios de Pilote (bellísimas y muy raras ilustraciones de Gir), un cómic paródico de dos páginas y una completa introducción de Hugo Cassavetti. No se trata solo de la cima del cómic western, sino de uno de los mejores tebeos de la historia, una joya que no me canso de recomendar y que no debería faltar en ninguna colección que se precie.



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