jueves, 9 de noviembre de 2017

MÚSICA SALVAJE ENTRE MAGNOLIAS Y COYOTES Por Iñigo Domínguez


La música ya es como la ropa, un hábito adquirido, y es difícil abstraerse de la rutina para recordar que, en su origen y en esencia, es un tipo arrancando sonidos a un objeto con un sentido inesperado. Algo muy primitivo. Basta pasar de escucharla en casa o con los cascos a un concierto en vivo, pero pequeñito, o simplemente mirar a alguien que sepa tocar algo y es una experiencia completamente distinta. El vértigo ya es antropológico, de emoción arqueológica, si se excava en las más viejas grabaciones norteamericanas, donde nacen las raíces del rock. Y no es lo mismo que escuchar un disco de Mozart, porque no es el propio Mozart quien toca y descubre en ese momento, contigo, lo que sale. Es difícil de explicar, y por eso me pongo. Produce unas sensaciones profundas, conmovedoras, y comprendo muy bien al dibujante Robert Crumb, a quien le dio por dibujar retratos de aquellos pioneros, inspirándose en las escasas fotografías conocidas, en un libro editado en España por Nórdica Cómic. Se llama Héroes del blues, el jazz y el country.






Se siente una fuerte empatía con este librito, una simple sucesión de retratos acompañados de pequeños textos de tres expertos, breves pero punzantes semblanzas de músicos, casi todos muy olvidados. Fueron los primeros intérpretes de blues, jazz y country que se conocen, que no quiere decir que fueran los primeros, porque la historia se hace muy borrosa antes de los documentos sonoros. Eran juglares que vagaban por los caminos o eran populares en su condado, pero desaparecieron sin dejar rastro. Muchos eran famosos sin haber grabado nada, una clase de fama, popular, de renombre, sin imagen, que hoy nos resulta difícil de imaginar. Tommy Johnson, por ejemplo, «era un personaje muy conocido en todo el delta del río Mississippi», dice el texto. Luego añade lacónicamente: «Entre 1928 y 1930 grabó once temas». De Peg Leg Howell se lee esto: «Fue uno de los primeros músicos de country blues en ser grabados ». Casi nada, y lo dice así. Cada minúscula biografía, de poco más de diez líneas, tiene frases que podrían hacer arrancar una novela. Howell nació en 1888 y murió en 1966. ¿Cómo vio cambiar el mundo esta gente? Sus padres, sus abuelos, vivieron la esclavitud y la guerra de Secesión, que acabó en 1865. Las cosas que vemos en las películas de vaqueros: la victoria de Caballo Loco en Little Big Horn fue en 1876. Luego conoció dos guerras mundiales, los Beatles. Tres años después de su muerte el hombre llegó a la Luna.
Enseguida aparecen ciegos en esta historia. Un negro ciego tocando blues, quizá junto al río y bajo unas magnolias, tiene algo de misterio insondable en la oscuridad. Como Blind Blake, que «entre 1926 y 1932 grabó casi ochenta temas, para después desaparecer en el anonimato». Vivió y murió en Jacksonville, Florida, quizá nunca saliera de su pueblo. Su página termina así: «Tuvo muchos imitadores, pero nunca llegaron a igualarle». Un genio local que murió sin saber que un siglo después el mundo sabría quién era y lamentaría no saber más. Blind Lemon Jefferson es el más célebre de aquellos negros ciegos, porque fue uno de los grandes, pero su muerte, el 29 de diciembre de 1929, encierra todo ese misterio del que hablo. Miocarditis aguda, dijo el certificado médico, pero nunca se supo bien qué pasó. Se ha dicho que una amante celosa le envenenó el café, que se desorientó en una tempestad de nieve y murió de frío, que le atacó un perro en medio de la noche. También que le asesinó un guía malvado que le acompañó a la estación de tren y le mató para quitarle un cheque que había cobrado.




 El ritmo saltarín de algunos blues es el del vagabundo que recorre los caminos y se topa con aventuras y gente curiosa. A menudo la vitalidad que transmiten supera el dolor que cuentan. Letras que hablan de serpientes y piedras, trenes y bolsillos, de Dios y del diablo, de tumbas y de noches, y casi siempre de dinero, de un dólar, de dos, de tres, pocas monedas, la obsesión por llegar al día siguiente. Lo genuino de estos artistas es que lo eran verdaderamente, algo mucho más difícil hoy, y me explico: no tocaban para ser famosos, tener dinero o pasar a la posteridad, como mucho para ganarse la vida. Hoy es casi imposible que alguien que se dedique a eso no tenga al menos como fantasía convertirse en una estrella. Incluso renegar de eso requiere un esfuerzo deliberado, si no una pose. El mundo ya es de otra manera y no es posible ser inocente. Aquellos pioneros ni en sus mejores sueños habrían imaginado ser millonarios, llenar estadios o que lo que dijeran tuviera la más mínima repercusión. Lo hacían realmente porque les gustaba, y nada más. Ese nada más constituye su pureza. No tenían otras pretensiones que las expresivas, expresar lo que sentían, y con un material que estaban inventando, con muy poco heredado. Las músicas y canciones familiares.

Otro detalle encantador de estos grupos es lo artesanal. Hacían música con lo que tenían a mano: silbaban, tarareaban, soplaban en botellas y construían sus instrumentos con palos, calabazas, peines... ideas heredadas de las costumbres africanas. Whistler and His Jug Band fue la primera jug band que grabó un disco. ¿Pero qué demonios es una jug band? En el dibujo salen unos tipos soplando unas garrafas de vidrio. El prodigio de saltar en el tiempo ya no requiere pasar media vida buscando un disco, basta mirar en Spotify. Lo curioso es que siguen sepultados en el olvido y se puede vivir la misma experiencia exótica y recóndita: he mirado y este canal tiene setenta oyentes mensuales.

En las fichas de muchos artistas impresiona ver lo que pone en el apartado Nacimiento (N) o Muerte (M). Hay muchos así: «N: desconocido» o «M: desconocido», o ambas cosas. Caso extremo es Buddy Boy Hawkins, que no tiene ni fechas ni nada. El texto es melancólico. «Se sabe muy poco de su vida», dice. Cuenta que tuvo un estilo impecable, grabó doce títulos entre 1927 y 1929, «pero sus discos se vendieron mal y desapareció en el anonimato». Te lanzas a Spotify y, como en muchas de estas grabaciones, lo primero que se oye, antes que cualquier nota, es ruido, ese ruido de fondo, que no estorba, sino que es como el sonido de viajar hacia atrás en el tiempo o sumergirse en las profundidades. Le da densidad, suciedad, como una moneda romana manchada de tierra.




Varios de estos músicos, como Ed Bell, o Rubin «Rube» Lacey, dejaron la música para hacerse sacerdotes, lo que da una idea del componente espiritual que tenía lo que tocaban. También hay que decir que algunos hacían el camino inverso —lo cual no hace más que reforzar esta idea—, pues dejaban los hábitos para hacerse músicos, como Son House. Había que buscarse la vida como fuera. Blind Willie McTell «debutó en las grabaciones en 1927 después de haber trabajado como cantante callejero y en espectáculos itinerantes de medicina». La primera mujer que aparece es Memphis Minnie, nacida en 1897, «guitarrista consumada», que con diecinueve años ya hacía giras.

Con todo, esta parte negra de la música norteamericana es algo más conocida entre nosotros, estamos mínimamente familiarizados con su mitología. La otra parte del libro, la blanca, el country —en el jazz se mezclan las dos—, nos resulta mucho más ajena y esconde historias fascinantes. El primer artista que aparece, Andy Palmer, que solo hizo ocho grabaciones en 1932, ni existe en Spotify. Para sentir el primer impacto ancestral de esta música se puede buscar a Eck Robertson, nacido en 1887, que sí se encuentra. Pinchen Sally Gooden, de 1922, considerada la primera grabación de música tradicional norteamericana. Es salvaje, rústica, animal, desbocada. Te imaginas perfectamente que la tocaran en la noche para ahuyentar a los coyotes. A diferencia del blues, nocturno y taciturno, parte de la más remota música tradicional blanca tiene una veta de aventura, de excitación, de gente que está un poco loca en medio de la naturaleza infinita. De Earl Johnson, nacido en 1886 en Georgia, el libro dice: «Puede considerarse el violinista más salvaje que jamás haya grabado». Y eso que, aclara, no era ni una gran violinista ni un gran cantante. En el dibujo, en las fotos, aparece un señor serio con traje y corbata que bien podría ser un empleado de la oficina de telégrafos. Despierta la curiosidad inmediatamente, claro, pero apenas se encuentra nada en Spotify. Pero escuchen «Little Rabbit / Rabbit Where's your Mammy», de los Crockett's Kentucky Mountaineers, y les parecerá ver mapaches corriendo por el salón. O el inquietante violín, un sonido que tiene algo siniestro o de psiquiátrico, de «Indian War Whoop», de Hoyt Ming and his Pep Steppers.



Hay dos grupitos por los que tengo debilidad, solo de mirar sus retratos y lo poco que he leído de su historia. Uno es Burnett & Rutherford. Dick Burnett tenía veinticuatro años cuando empezó a tocar el banjo en serio después de quedarse ciego por un balazo. Poco después tomó bajo su protección a un chaval de catorce años, Leonard Rutherford, que era un genio del violín. El texto termina así: «Pasaron los siguientes treinta y cinco años viajando sin parar y tocando por todo el sur». El otro es Carter Brothers and Son. Se ve a un señor de traje, pero con botas, con un violín y a un niño muy serio de pantalones cortos, sentados en dos sillas en medio del campo. El niño, Jimmie, era «un guitarrista extraordinario», y con el violín alocado de su padre, George, poseían «una desenfrenada exuberancia y un abandono temerario y salvaje». Todo ello se puede comprobar en su glorioso tema «Give the Fiddler a Dram», en el que da la sensación de que al final pueden coger el violín y tirarlo por la ventana. Colofón de su breve semblanza: «En los meses que no se dedicaban a cultivar algodón, los Cárter eran músicos profesionales en barcos de vapor el Mississippi».

Si en el blues el instrumento central es la guitarra, emparentada con sus primas africanas, aquí es el violín, traído en las maletas desde Europa y de pasado celta. Los primeros colonos británicos que llegaron a América llevaron consigo seis o siete tradiciones de violín distintas, explica el libro, que en cada lugar se desarrollaron a su vez de forma propia y acabaron generando centenares de estilos diversos en tres o cuatro generaciones. Si el blues es más bien solitario, tiene algo de monólogo y consuelo, el country nace en familia, en la comunidad. Eck Robertson, por ejemplo, que no salió en su vida de Amarillo, Texas, grabó muchas de sus canciones con su mujer y sus hijos. En muchas de estas biografías emerge esa cosa americana de que en cualquier casa hay un instrumento y todo el mundo sabe tocar algo. Por eso estas bandas suenan tan compenetradas, son padres e hijos, primos y cuñados. Abundan retratos encantadores de matrimonios, muy formales en el porche de su casa. Uno se topa con frases que producen vértigo, como que hoy en día nadie es capaz de reproducir algunos de aquellos increíbles sonidos, porque eran virtuosos autodidactas con manías propias y genialidades inimitables fuera de los cánones.

El primer disco de country fue Little Old Log Cabin, de 1922, de Fiddlin' John Carson, uno de los grandes pioneros. Leamos: «Están entre las interpretaciones más emocionantes y deliciosas de la época. Hay unas cuantas grabaciones en las que Carson parece ir bastante borracho, y escucharlas en esos casos resulta gracioso, o triste, según se vea». Creo haberlo detectado en algunas, y al menos para mí es entrañable. Esta gente cantaba porque se lo pasaba bien, está claro, y en algunos casos había encontrado una manera de no trabajar tanto, no deslomarse en los campos o en la fábrica, y eso supongo que proporciona una enorme felicidad. Son composiciones de una fuerza torrencial, y no se debe olvidar que en su mayor parte era música de baile, para correrse juergas o ligar. Tienen un componente rural, vecinal. Era una costumbre familiar y de pueblo, se juntaban los vecinos, de todas las edades, y aliviaban la dureza de la jornada o las penas de la vida con la música. En esos viejos discos se oye lo que tocaban frente a la chimenea o en las sobremesas de los domingos, melodías arrastradas generaciones atrás desde Escocia o Austria, golpeadas y moldeadas por el uso. En los años veinte hubo una auténtica explosión de bandas rurales, formadas por gente muy joven: era el pop del momento, solo que apenas dejaron rastro, fue una diversión adolescente que dejaron para hacer algo de provecho, pocos grabaron discos.

Da Costa Woltz's Southern Broadcasters grabaron dieciocho temas en una sola sesión, el libro los define como magistrales, pero su frase final es lapidaria: «La banda nunca apareció en la radio y estuvieron poco tiempo juntos». Más que los discos, la radio, donde se tocaba en vivo, era el principal medio de difusión musical. Quién sabe si aquel día que pasaron en el estudio les pareció que hacían algo decente, que aquello podía ser arte, una música imperecedera o que caería en el olvido. Seguramente pensarían esto último. En la ficha de los cuatro músicos pone «M: desconocido». Uno de los miembros del cuarteto era un niño de doce años que tocaba la armónica, el ukelele y cantaba. Aparecen otros niños en los dibujos, sentados como uno más entre los adultos. Otro de la misma edad, un tal Mumford Bean, era incluso el líder de su grupo, los Itawambians, con su violín.

En los retratos de Crumb se ve que estas personas se ponían guapas para la foto, de domingo, porque en realidad eran granjeros. Es más, en algunos casos aparecen directamente con el mono azul de trabajar o camisas de cuadros de leñadores. Dock Boggs, que tocaba solo con su banjo y que suena asombrosamente bien, como una especie de blues blanco de rara intensidad, era minero del carbón. Wilmer Watts trabajó casi toda su vida en molinos textiles. Es decir, la mayoría no eran profesionales, la música era esa parte que dedicaban a ser ellos mismos, sin ninguna otra pretensión, y se nota como algo único.

Paradigma y referencia de estos artistas es la familia Carter, origen de una saga y pilar de la música tradicional norteamericana, que dejó casi trescientos títulos y vendió millones de discos de los años veinte a los cuarenta. Es una música más hogareña y pausada, seria y lastimera, de salmo y reunión familiar, con una fuerte impronta coral y femenina, pues, además de las voces, uno de los genios de los Cárter era la guitarrista, Maybelle. Frank M. Young y David Lasky han contado su historia en una novela gráfica, publicada por Impedimenta, donde se relata espléndidamente su pasión por la música mientras sacaban adelante su granja.


El Pais Smart Jot Down Noviembre 2017 número 26


sábado, 4 de noviembre de 2017

JUANJO GUARNIDO. DIBUJANTE. ENTREVISTA

El salobreñero ha recibido recientemente la Medalla de la Real Academia de Bellas Artes de Nuestra Señora de las Angustias y ha participado en un encuentro organizado por Granada Noir

El artista granadino, en una cafetería de París dibujando. ALOYS MAIN



El protagonista de 'Blacksad' junto a otro personaje de la serie de cómic.


ISABEL VARGAS
Granada, 02 Noviembre, 2017

El primer dibujante español en ganar un premio Eisner, los Oscar de la historieta para que se hagan una idea, fue Sergio Aragonés en 1992 con una parodia de Conan El Bárbaro llamada Groo. Hubo que esperar 17 años para que otro español, Salvador Larroca, viera premiada su labor en El Invencible Iron Man. En 2011, el tándem creativo formado por el ilustrador Juanjo Guarnido (Granada, 1967) y el guionista Juan Díaz Canales se impuso en la categoría de Mejor edición norteamericana de material internacional por Silent Hell, cuarta entrega de Blacksad. El dibujante salobreñero se llevó además otro galardón, esta vez el de Mejor ilustrador/Artista multimedia. No fue el último. Un año después, el Estado le otorgaba el Premio Nacional del Cómic junto a Díaz Canales. Si el tebeo entra por los ojos, el dibujo de Guarnido en Blacksad traspasa las retinas de cualquier mortal y las hace sus esclavas. La serie protagonizada por ese elegante gato negro antropomórfico, inspirado en Marlon Brando, engancha al momento. Es una genialidad, un chispazo, la perfecta comunión entre dibujo y guión. Animador en películas de Disney como Hércules (en el personaje de Hades), Tarzán (el felino Sabor y el padre de Tarzán) y Atlantis, el artista vive en Francia desde hace 20 años. Casi los mismos que lleva triunfando en el panorama del cómic a nivel internacional. Este mes, el autor recibió la Medalla a las Bellas Artes de la Real Academia de Bellas Artes Nuestra Señora de las Angustias y acudió a un encuentro en el Festival Granada Noir.

-Ha visitado recientemente el festival Granada Noir. ¿Qué posibilidades le ofrece a un dibujante una serie de género policíaco?

-El género policíaco es como el western. Son transposiciones modernas de la tragedia griega. Ahí encontramos la ambición, el ansia de poder, la avaricia, la lujuria, la rivalidad entre personas, la amistad. Todos son temas viejos como el hombre. Es un género muy dinámico, muy ameno, que te remueve las tripas porque se ven a menudo situaciones violentas, bastantes extremas, y con mucho erotismo. Hacerlo con personajes animales era un acicate a nivel gráfico para mí. Siempre me ha encantado dibujar animales.

-¿Se le ocurrió a usted lo de los animales o al guionista Juan Díaz Canales?

-A Juan Díaz. Él dibujó varias historias cortas en la época que nos conocimos. Él tenía 19 años y gráficamente no estaba maduro. La idea estaba ahí. Al ver aquello pensé que era un traje a medida hecho para mí. Me gustó tanto que se la usurpé a mi guionista (ríe).

-El hecho de que sean animales antropomórficos le imprime un carácter único. Además, se apoya en la psicología de cada animal para dibujarlos.

-Por supuesto, es ese sentido funciona lo que Juan Díaz llama el experimento narrativo de aunar la fábula con un género tan moderno como el policíaco. Ahí había una materia explosiva. O bien reventaba en un fuego de artificio o nos salía el tiro por la culata. Al final todo salió bien (ríe).

-En Artic Nation el secuestro de una niña negra es el catalizador de una reacción explosiva en un suburbio azotado por el racismo. ¿Les daría para un Blacksad una historia ambientada en la Estados Unidos de hoy con Trump de presidente?

-Todos los problemas que trae la actualidad con la presidencia de Trump ya estaban presentes en algunos números de Blacksad. El conflicto de la Guerra Fría con los rusos hoy día se traduce en su enfrentamiento con Corea del Norte. Siempre con comunistas chalaos. Pero precisamente lo que le imprime carácter entre otras cosas es el ambiente de los años 50, que es muy sugerente. Estamos prácticamente viviendo el final de la edad de oro de la novela policíaca clásica. El cine negro acaba, aunque sigue teniendo relevancia hoy, con Anatomía de un asesinato de Otto Preminger -estrenada en 1959-.

-¿Vio muchas películas para inspirarse? El encuadre es puramente cinematográfico.

-Por supuesto. El cine negro es lo primero que tradujo con imágenes la novela. A nosotros nos interesaba particularmente la imagen de los años 50, que no es la década de los 50 a los 60, sino cuando Estados Unidos sale de la posguerra y hay un boom económico, y termina con el asesinato de Kennedy en el 63. Es el momento histórico en que el mundo empieza a parecerse al de hoy.

-De hecho, algunas problemáticas que aparecen en el cómic, como la corrupción y el racismo, parecen sacadas de un periódico de ayer.

-Claro, es que esos temas por desgracia son eternos. El tema del racismo, el maldito Ku Klux Klan, que no lo van a erradicar en la vida, sigue vigente. Creo que es uno de los méritos de Juan: aunar en un guión policíaco una trama puramente de novela negra con un sustrato social e histórico. Es muy interesante. Podría haber sido una química fallida. Me refiero al hecho de mezclar la carrera armamentística, la caza de brujas y el KKK con animales.

-¿Si tuviera la oportunidad de dibujar un capítulo relevante de la historia, cuál eligiría?

-Estoy en ello (ríe). Con Blacksad encontré al personaje de mi vida, pero es que ahora estoy trabajando en otro de los proyectos de mi vida. Quizá inconscientemente pensé en ello. Aunque la idea se materializó cuando lo hablamos el guionista y yo, conjuntamente. Es un cómic muy ambicioso, de 150 páginas. El nivel de lectura es el equivalente de tres álbumes de Blacksad. Es una novela picaresca por resumirlo de alguna manera, ambientada en el siglo XVII, en el Siglo de Oro, donde aparecen personajes históricos muy importantes para la cultura española. Ha sido un disfrute recrear y darles vida a todos ellos. El guión, de Alain Ayroles, es extraordinario. Ocurre en buena parte en ciudades españoles, y sobre todo en las colonias, en las Indias.

-Seguramente le habrán propuesto muchas historias a lo largo de su carrera. ¿Por qué motivos rechaza un proyecto?

-Primero me tiene que motivar. A día de hoy, tengo tantísimos proyectos en los cajones que en el momento que no me entusiasma inmediatamente digo no. Incluso si me entusiasma tengo que considerar si tengo tiempo para incluirlo en mi agenda. Tengo proyectos almacenados hasta 2025.

-¿Le agrada más un protagonista que encarne el rol de justicieros, de persona íntegra?

-Depende de la historia. El personaje de Blacksad es heroico aunque algunos lo consideren un antihéroe, pero para nada. Es un héroe de novela negra, con unos ciertos estándares morales y éticos que acentúan su carácter heroico.

-Hablando de héroes... Llegó a intentar trabajar para Marvel, pero no lo consiguió. ¿Tiene esa espinita todavía clavada?

-No, porque ahora me han ofrecido muchos trabajos. En Marvel y en DC. Me ofrecieron una mini serie de Los 4 Fantásticos, pero no he podido hacerla.

-¿Si tuviera la oportunidad de hacer cualquier de sus personajes, por cuál se decantaría?

-Tiempo. Jajajaja. Les pediría tiempo porque ahora no lo tengo. Cuando termine el álbum ambientado en el Siglo de Oro me pondré con dos Blacksads.

-Me dijo Munuera en una entrevista reciente que "hablar de la industria en España en relación con el cómic hoy en día es ridículo". ¿Qué opina, viviendo en un país, desde hace más de 20 años, donde sí hay una clara industria como es Francia?

-La industria del cómic en Francia y el peso de éste en el sector de la edición en general es incomparable a España. Hay más tradición. La coyuntura que se dio en los años 60, 70, allí permitió que se creara, difundiera y creciera un cómic adulto, que a veces es para todos los público y otro reservado a uno adulto. Eso pasó en Francia y en España no.

-¿Qué ocurrió en este país? ¿El público no respondió? ¿Los autores no estuvieron a la altura? ¿Las instituciones públicas no apoyaron lo suficiente el cómic?

-Ninguna institución pública apoyó el cómic francés. No necesitó ninguna subvención. Aquí la oferta existió, por supuesto. Había una oferta de cómic adulto. Recuerdo la revista Rambla. Era una maravilla. Pero el público no siguió.

-¿Qué tiene que tener España para estar a la altura de la industria del cómic de Francia y Estados Unidos?

-No sirve de nada conjeturar. Lo interesante hoy es constatar que hay mucho más interés por el cómic, que se empieza a hablar de él de manera más seria y que llevamos diez años de premio nacional gracias a Carme Chacón, que en paz descanse. Cualquiera con un mínimo de inquietud cultural le dan ganas de leer tebeos.

-¿Piensa que también ha ayudado que se asiente el término de novela gráfica?

-El término novela gráfica es una chorrada. Una novela gráfica es un cómic. Lo que pasa es que ha surgido un género al que se le separa del cómic para no confundirlo con el cómic de superhéroes o el franco belga. Es un título que le da más nobleza, más empaque intelectual. Como si un tebeo por ser en blanco y negro, tener muchas páginas y corresponder a eso que hoy día se considera formato de novela gráfica tuviera más interés. No es así. Es una sutileza semántica.

-¿Cree que en España, como dijo su compañero Canales, "la mayor parte del público sigue asociando la palabra cómic a lo que leyeron en su infancia, a los tebeos de quiosco y poco más"?

-Eso es una evidencia. La gente no ha vuelto a leer un tebeo desde que eran niños. Siguen pensando que se hace lo mismo, y por la portada tú no puedes saber qué interés tiene eso para ti, qué tipo de narración te presenta o cuáles son las inspiraciones literarias y la calidad gráfica. Es una cuestión de ignorancia. No lo digo en el sentido peyorativo. Lo que necesitamos son nuevos lectores. El público del cómic en España es fiel y apasionado, pero minoritario.

-¿Qué es para usted un tebeo bien dibujado?

-El dibujo debe estar adecuado a la historia que se está contando. Hace tiempo participé en un jurado y le dimos el premio a un cómic donde el dibujo de por sí era feo y torpe. Pero estaba tan perfectamente adecuado a la narración que le dimos el premio.

-Munuera me dio el ejemplo de 'Maus'.

-Es un ejemplo estupendo. Sería una sandez decir que este cómic está mal dibujado. Cuando acabas el libro no piensas que el dibujo es feíllo, sino que has leído una historia genial. El dibujo me ha contado una historia genial. Eso es todo lo que importa.



Malaga Hoy

Un samurái sin señor

Ambientada en el Japón feudal, en el periodo del Shogunato Tokugawa que acabó con casi un siglo de guerra civil, Usagi Yojimbo narra la historia de un 'ronin' que sobrevive como mercenario

GERARDO MACÍAS
01 Noviembre, 2017




'Usagi Yojimbo: La colección Fantagraphics nº 1'. Guion y dibujos: Stan Sakai. Planeta Cómic, 2017.


A principios de los ochenta, Stan Sakai trabajaba como rotulista de cómics. Influido por el trabajo de Sergio Aragonés y Mark Evanier en Groo el errante (serie donde colabora haciendo la misma función) se lanzó como autor completo con una serie protagonizada por animales antropomórficos y ambientada en la Edad Media, The Adventures of Nilson Groundthumper and Hermy. Para esa serie diseñó un conejo samurái llamado Miyamoto Usagi (en homenaje a Miyamoto Mushashi, guerrero del Japón feudal y autor del tratado sobre artes marciales El Libro de los Cinco Anillos). Miyamoto Usagi acabaría debutando en su propia cabecera en ese mismo año 1984, y se convertiría en la más célebre de las aportaciones de Stan Sakai al noveno arte. Fantagraphics, Mirage y Dark Horse acogieron la publicación de Usagi Yojimbo.

Ambientada en el Japón feudal, en el periodo del Shogunato Tokugawa que acabó con casi un siglo de guerra civil, Usagi Yojimbo narra la historia de un ronin, un samurái sin señor, que sobrevive aceptando trabajos como mercenario.

El clan de Miyamoto Usagi ha sido exterminado como consecuencia de una derrota provocada por una traición. Su antiguo hogar, donde su padre ejercía como magistrado, pertenece ahora a un nuevo señor, al vencedor de su caído amo, que ha decretado la persecución de todos aquellos que aún son leales al antiguo estandarte. El nuevo jefe de la aldea es un antiguo compañero de juegos y rival, que ha contraído matrimonio con Mariko, el antiguo amor de Usagi Yojimbo. Sin hogar y sin bandera, el héroe decidirá convertirse en guerrero-estudiante y peregrinar para perfeccionar su dominio de la espada.

En su búsqueda del camino del perfecto samurái, Usagi Yojimbo emprende un interminable viaje. Vagando por los caminos, encuentra y reencuentra toda clase de personajes: espíritus y fantasmas, gente corriente, mercaderes, artistas o ninjas, amigos, aliados y enemigos. Cada encuentro, cada aventura, añade una nueva pincelada en el complejo retrato del mundo en el que se mueve Usagi, así como de la personalidad del protagonista. Aunque por lo general viaja solo, Usagi también hará algunos amigos y compañeros de armas que se convertirán en personajes secundarios recurrentes que reaparecerán de vez en cuando en sus historias.

Un detalle que a primera vista sorprende es que todos los personajes de la historia son animales antromorfizados, lo que se utiliza para añadir simbología a cada personaje, escogiendo rasgos de un animal que tiene alguna relación con su carácter. De hecho en japonés el nombre del protagonista, Usagi Yojimbo, significa "conejo guardaespaldas" o "conejo mercenario" (sí, el protagonista es un conejo samurái).

En uno de sus primeros encuentros trabará amistad con Lord Noriyuki, jefe del clan Geishu y con la dama Tomoe Ame, samurái de su plena confianza. Una aventura en esta compañía sancionará la condición de yojimbo o guardaespaldas de Usagi, y terminará por sentar las bases de su modus vivendi. El espadachín rechazará la oferta de Noriyuki de servir bajo el estandarte de su clan, pues cada samurái sólo puede servir a un señor en su vida. No obstante, surgirá una amistad que implicará al protagonista de la serie en las intrigas por el poder en el convulso Japón de principios del siglo XVII. En todas ellas, estará siempre Lord Hikiji, el señor oscuro que venciera a Lord Mifune, el antiguo señor de Usagi, y se convierte en archienemigo del conejo guardaespaldas.

Uno de los puntos fuertes de la serie es la ambientación desarrollada por Stan Sakai. Cada entrega de la colección constituye un repaso a algún aspecto de la historia, el folclore, la mitología, las tradiciones y la cultura de Japón.

La variedad de temáticas ha permitido que la serie contenga multitud de géneros distintos: comedia, drama, intriga, acción, terror… Sakai demuestra que conoce bien los mecanismos de cada género. Usagi ha hecho en sus correrías multitud de adversarios y aliados. Muchos constituyen bonitos homenajes a un sinfín de personajes, tanto ficticios como históricos, entre los que destacan los asesinos Cabra Solitaria y su hijo, un trasunto del Lobo solitario y su cachorro de Kazuo Koike y Goseki Kojima (clásico entre los clásicos del manga).

Monitor del club de lectura de cómic

Marco Macías de la Biblioteca Pública Provincial de Huelva


Malaga Hoy


Una serie excitante

JAVIER FERNÁNDEZ
01 Noviembre, 2017

'Tom Strong: Libro 2'. Alan Moore, Chris Sprouse y otros. ECC. 304 páginas. 29,50 euros.

Divertida, imaginativa y muy excitante, la serie de Tom Strong ofrece aventuras, ciencia ficción y fantasía, con un aire pulp (pasado por el tamiz posmoderno) y unas gotas del género de superhéroes. El segundo de los tres tomos de que constará la reedición emprendida por ECC contiene los números 15 a 25 de la cabecera homónima, publicados originalmente entre 2002 y 2004 dentro del sello America's Best Comics de DC. La mayoría de las páginas se deben, cómo no, a los padres de la criatura, Alan Moore y Chris Sprouse, aunque hay aportaciones puntuales de los guionistas Leah Moore, Peter Hogan y Geoff Johns, así como de los dibujantes Howard Chaykin, Shawn McManus, Jerry Ordway y John Paul Leon. Delicioso de principio a fin.


Malaga Hoy


Una historia iconoclasta

JAVIER FERNÁNDEZ
01 Noviembre, 2017



'Batman: Ciudad oscura'. Scott Snyder, Greg Capullo. ECC. 256 páginas. 25 euros.

Batman: Zero Year es el nombre del evento con el que Scott Snyder y Greg Capullo redefinieron de manera radical el origen del Hombre Murciélago en el entorno de los Nuevos 52. Dejando de lado los tie-ins y centrándonos en los episodios protagonizados directamente por Batman, esta historia espectacular e iconoclasta se puede dividir en tres actos, el primero de los cuales fue recopilado por ECC en el tomo titulado Ciudad secreta. Los actos dos y tres (Ciudad oscura y Ciudad salvaje) están contenidos, a su vez, en el reciente volumen Ciudad oscura, que reúne los números 25 a 27 y 29 a 33 de Batman (2014), con algunas aportaciones del también guionista James Tynion IV y del dibujante Andy Clarke. Historietas tan ricas y sorprendentes como esta han situado el trabajo de Snyder y Capullo a la altura de las mejores etapas de la historia del personaje.

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El Batman de Breyfogle

JAVIER FERNÁNDEZ
01 Noviembre, 2017





'Grandes autores de Batman: Norm Breyfogle - Noctámbulos'. Alan Grant, John Wagner, Norm Breyfogle y otros. ECC. 360 páginas. 33,50 euros.

Cuando uno piensa en los autores que han fijado la imagen de Batman a lo largo del tiempo, los nombres de Dick Sprang y Neal Adams vienen inmediatamente a la cabeza. Pero la lista puede ampliarse con otros como Sheldon Moldoff o Jim Aparo, que matizaron y ampliaron la labor de los antes citados; o Jim Lee, cuya influencia gráfica en el Hombre Murciélago sigue patente en la actualidad. En este selecto listado, cabe citar también a Norm Breyfogle, un dibujante que ayudó a definir el estándar visual de la serie durante finales de los ochenta y primeros noventa.

ECC emprende ahora la recuperación del trabajo de Breyfogle con Noctámbulos, primero de los cinco tomos previstos dentro de la colección Grandes autores de Batman. Van aquí recopilados los números 579 y 582 a 594 de la cabecera Detective Comics (1987-89), más los anuales 11 y 12 de Batman (1987 y 1988), con los que da comienzo una de las etapas más recordadas por toda una generación de aficionados al personaje. En el apartado literario, la nómina de escritores que acompaña al artista es igualmente representativa del momento: Mike W. Barr, Max Allan Collins, John Wagner y Alan Grant (a los que se suman dos historias puntuales de Jo Duffy y Robert Greenberger). Tal como explica Felip Tobar en su introducción: "Si las historias iniciales, con guionistas tan reputados como Max Allan Collins, se decantan por villanos más clásicos, no tardamos en toparnos con un tándem con el que Breyfogle colaboraría a menudo: John Wagner y, sobre todo, Alan Grant. Ambos escribas se mostraban reacios a usar a los grandes rivales de Batman y a la vez querían dejar su huella en tan formidable galería de villanos. Entre los que debutaron en los cómics en este tomo figuran el Ratonero, el Hombre Corrosivo, Cornelius Stirk y un dúo ineludible, el Ventrílocuo y Scarface". Un conjunto colorido y entretenidísimo, en el que tienen mucho peso el dinámico storytelling, la línea angulosa y la variedad gestual de un Breyfogle que se va soltando y creciendo en sus composiciones de página.



Malaga Hoy

Un país dividido

La obra es un ensayo dramático sobre la vida y muerte del presidente chileno Salvador Allende y el alzamiento y caída de Augusto Pinochet

JAVIER FERNÁNDEZ
01 Noviembre, 2017

'¡Maldito Allende!'. Olivier Bras, Jorge González. ECC. 144 páginas. 19,95 euros.

El tebeo más notable de los publicados recientemente por ECC no pertenece al catálogo de DC. Les hablo de la impactante novela gráfica ¡Maldito Allende!, del periodista y escritor francés Olivier Bras y el dibujante bonaerense Jorge González.

Bras fue corresponsal en Chile para medios francófonos como RFI, Radio Canadá o Libération, y González es uno de los nombres destacados de la nueva historieta argentina, con una trayectoria que incluye títulos imprescindibles como Fueye (2008) o Dear Patagonia (2011). Juntos firman una especie de ensayo dramatizado sobre la vida y muerte de Salvador Allende y el alzamiento y caída de Augusto Pinochet. Contada a través de los ojos de Leo, un joven chileno criado en Sudáfrica, hijo de emigrantes defensores del general golpista, el argumento sigue el despertar de la conciencia del protagonista, que decide investigar la historia de su país cuando Pinochet es arrestado en Londres en 1998. Con intención didáctica, pero sin descuidar en absoluto los aspectos narrativos, la obra muestra la trágica suerte de la revolución socialista en Chile, los conflictos que rompieron el país en dos y crearon un cisma que aún persiste. En palabras de Bras, citadas de la estupenda entrevista que complementa el volumen: "En Chile [a donde fue de vacaciones en 1998 y en donde se quedó de corresponsal tras la detención de Pinochet] descubrí una sociedad muy dividida, con dos campos que no se trataban en ningún término. Fui en busca de pinochetistas para que compartieran su punto de vista conmigo, pero, a menudo, resultaba muy complicado hablar con ellos. Poco a poco, me fui dando cuenta del peso que llegó a tener en el país la herencia de la dictadura. Y estoy convencido de que el arresto de Pinochet hizo que muchos chilenos abrieran los ojos. Hasta ese momento, algunos medios muy influyentes se habían negado a hablar de la represión que tuvo lugar entre 1973 y 1990. Hay que llevar a cabo un trabajo importante de educación e información. La novela ¡Maldito Allende! va en ese sentido".

Esta labor de "educación e información" es la que emprenderá Leo. El viaje intelectual del joven comienza cuando se topa con el último discurso de Allende en el Palacio de la Moneda, guardado en el interior del Don Quijote que le regala una de las pocas visitas que la familia recibe en Sudáfrica. Surgen las dudas y, años después, cuando el padre de su novia francesa le pregunta: "¿Tu familia padeció la dictadura?", Leo, avergonzado por la adoración que su propio padre profesa a Pinochet, guarda silencio. Una creciente desazón lo lleva a bucear en la historia, en los hechos, en la herida.

Termino mi recomendación de ¡Maldito Allende! subrayando el prodigioso trabajo plástico de González, que sostiene el argumento, y lo eleva a la categoría de obra de arte, con una puesta en escena tan radical como hermosa. La mezcla de lápiz, pastel, carboncillo, fotografías y collages otorga a sus páginas un sabor y una fuerza visual poco comunes. La presente edición incluye, además, una galería de bocetos del dibujante.


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