domingo, 1 de agosto de 2010

Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867)

Personaje

Ingres, J. Auguste Dominique Nacionalidad: Francia Montuaban 1780 - París 1867 Estilo: Neoclasicismo Francés

Jean Auguste Dominique Ingres nació el 20 de agosto de 1780 en la ciudad francesa de Montauban. Su ligazón con la ciudad se mantuvo a lo largo de toda la vida del pintor, quien donó importante parte de su obra al ayuntamiento, recibió honores de sus conciudadanos y finalmente disfrutó en ella de su propio museo, el Museo Ingres de Montauban. Ingres era hijo del pintor Joseph Ingres, miembro de la Academia de Bellas Artes de Toulouse. Toulouse era la ciudad más importante cerca de Montauban y allí es donde el padre se llevó enseguida al pequeño para formarle como artista. Dos fueron las disciplinas en las que el padre inició al joven Ingres, y en ambas destacó como un experto, sin abandonar jamás su práctica: música y pintura. En música, el violín era su instrumento favorito y su destreza alcanzó el nivel de virtuosismo. Dio numerosos conciertos, pero normalmente para círculos muy reducidos y en fiestas particulares de sus amigos. Respecto a la pintura, el dibujo era sin duda la guía y la herramienta preferida por el artista, hasta el punto de aconsejar al joven Degas, quien le admiraba: "Trace líneas, joven, muchas líneas, de memoria o al natural, así podrá llegar a ser un buen artista". En ambas ramas del arte Ingres poseía dos mentores o modelos a los que trataba de emular; en la música, Mozart representaba para él la más alta cota de la creación, mientras que en pintura Rafael fue siempre el modelo a seguir, no sólo en lo que se refiere a la práctica de la pintura, sino en su propia biografía que, dicho sea de paso, el pintor francés conocía a través de deformaciones novelescas. Sin embargo, a Ingres siempre le fascinó la vida amorosa de Rafael, en especial la relación mantenida con la bella Fornarina, su amante y modelo de gran parte de sus cuadros. La propia vida de Ingres se inició dentro de una línea de indefinición amorosa, que no le impidió llegar a un matrimonio estable y duradero que casi acabó con su carrera cuando la esposa murió. Ingres se formó, pues, siguiendo la dirección marcadas por su padre, quien le trazó un ordenado plan de estudios en Toulouse. Primero se lo encargó al pintor Pierre Vigan, de quien aprendería el valor del dibujo, una noción que ya nunca abandonaría en su carrera. Tras él pasó a las manos de Joseph Roques, pintor bastante exitoso. Fue Roques el que inculcó a Ingres la devoción por Rafael; por último, el remate de su formación en Toulouse corrió a cargo de Jean Briant, que ejerció menor influencia sobre el aprendiz. Tras esta etapa, en la que aprovechó todo lo que pudo la vida de provincias, Ingres se trasladó a París, la capital del arte neoclásico, ingresando en el taller de David hacia el año 1797. Se mantuvo allí hasta 1801, tras un desagradable incidente con su maestro. David era el pintor más famoso de Francia. Era el intérprete del régimen napoleónico, como antes lo había sido de la revolución; sus lienzos provocaban auténticas conmociones sociales en las exposiciones del Salón Oficial y él mismo formaba parte del jurado que premiaba cada año las obras presentadas al Salón. La relación con Ingres no fue cordial, aunque tampoco significó enemistad. Ingres aprendió de él la forma de componer un lienzo y la grandiosidad de la pintura de historia, el género que Ingres deseaba practicar. También tomó de David la manera de organizar un taller de pintura y trasladó el método a su propio taller cuando llegó el momento de abrirlo, primero en Florencia y luego en París. Sin embargo, Ingres no propició el ambiente ruidoso y colectivo que reinaba en el taller de David, donde los grupos de jóvenes pintores tomaban partido por diferentes opciones pictóricas y organizaban apasionados debates. Por el contrario, Ingres ejerció una disciplina paternalista sobre sus discípulos, y al que se apartaba de su método le acusaba de descarriado e insolente. El incidente que marcó la separación de Ingres respecto de su maestro David tuvo lugar en 1800, cuando Ingres se presentó por primera vez al Salón Oficial con cinco pinturas. Una de sus obras quedó en segundo lugar por el voto en contra de su maestro, algo que Ingres jamás perdonó a David. Al año siguiente, Ingres se presentó de nuevo y consiguió el primer premio, que le proporcionaba además una beca para estudiar en la Escuela de Francia en Roma, situada nada menos que en la bellísima Villa Médici. Las circunstancias económicas del consulado napoleónico hicieron que se retuvieran las becas de ese año por lo que Ingres no pudo hacerla efectiva hasta 1806.De camino a Roma se detuvo en Florencia para visitar a su amigo, el escultor Lorenzo Bartolini, de quien hizo un bonito retrato de juventud. Visitó las iglesias de la zona, decoradas al fresco durante el Quattrocento, y se afianzó su admiración hacia la pintura de los primitivos italianos: Botticelli, Mantegna, Masaccio o Piero. Durante su estancia en Roma participó en conciertos, estudió ruinas y hallazgos arqueológicos y se buscó una clientela particular que le encargó numerosos retratos. La caída de los Bonaparte en Italia determinó la huida de los aristócratas que le proporcionaban trabajo. En 1812 recibió el encargo de decorar el Palacio de Monte Cavallo, pero finalmente tuvo que marchar de Roma y se instaló en Florencia, donde abriría su propio taller, ya en 1819. Mientras tanto, Ingres había seguido enviando obras a los Salones Oficiales de París: la crítica no las había acogido muy bien, pese al academicismo formal de sus obras. La razón solía estar en ciertas violaciones de la composición, la anatomía, etc. Tan sólo Baudelaire apreciaba el valor de Ingres, que en sus lienzos introducía ya temas y enfoques que anticipaban el sentimiento romántico, pero no desde posiciones de la pasión o el sentimiento, sino desde una evolución lógica del propio Neoclasicismo. Su apariencia formal y su trasfondo romántico hicieron a Ingres navegar siempre entre dos corrientes, rechazado y adorado a un tiempo por ambos bandos. Por fin, en el Salón de 1824 Ingres triunfó con El Voto de Luis XIII, exaltación de la monarquía y los valores tradicionales. Se expuso frente a La Matanza de Quíos, de Delacroix. Ambos representaban dos posturas enfrentadas, la reaccionaria y la revolucionaria, la académica y la pasional, el dibujo frente al color empastado. La oposición entre ambos pintores se haría ya simbólica de una época. Ingres siempre había ansiado el éxito en París, por lo que el triunfo del año 24 le animó a cerrar inmediatamente su taller florentino y a trasladarse a la capital francesa. En 1826 se le encargó nada menos que la decoración de algunos techos del Palacio del Louvre, ya convertido en museo nacional. Este hecho marca una serie de hitos triunfales en su carrera: fue nombrado vicepresidente de la Escuela de Bellas Artes de París para inmediatamente después hacerle Presidente, en el año 1833. En 1834 se le encomendó la dirección de la Escuela de Francia en Roma, donde él mismo había sido becado. Allí ejerció hasta el año 1841, cuando vuelve a París atraído por el clamor social que reclamaba la presencia del pintor, que había acumulado éxitos y famas como intérprete del régimen de poder oficial. Su ligazón con la Corona y los estratos oficiales se afianzó con un encargo de 1842: el heredero de Luis Felipe había muerto y se le pidió que trazara los diseños para las vidrieras de la capilla funeraria del príncipe. En 1849 murió su primera esposa, Madeleine Chapelle, lo cual le sumió en una etapa de casi inactividad, hasta que en 1852, a los 72 años, contrajo segundas nupcias con una mujer de 43, Delphine Ramel. En 1855 tuvo lugar la Exposición Universal de París y en ella se organizó la primera exposición retrospectiva del pintor, a la cual pudo acudir, ya muy anciano. Ingres murió a los ochenta y siete años, en Montauban. Enfermó tras una cena en casa de sus amigos y pocos días después, el 14 de febrero de 1867, fallecía. La obra de Ingres a lo largo de toda su vida se divide en cinco grandes temas. El más abundante fue el retrato, en el que alcanzó enorme habilidad. Todos los grandes personajes del siglo XIX francés fueron retratados por él, así como las personas más íntimas del pintor. Su método de trabajo resulta sorprendente pero al mismo tiempo de gran efectividad. Su pasión por el dibujo le hacía tomar innumerables bocetos del modelo y siempre lo hacía sobre desnudos; después pasaba a vestirlos minuciosamente con estudios de plegados en los vestidos, que algunos críticos enjuiciaron como goticistas y, por lo tanto, arcaicos. En ese sentido se puede mencionar el retrato de la Princesa de Broglie que, confrontado con el estudio previo, en donde la noble dama aparece totalmente desnuda, no puede por menos que chocar. Este modo de trabajar le aseguraba al pintor una correcta concepción anatómica de la figura. Su rigor dibujístico contrasta en este terreno de perfección con el segundo tema de sus obras, el desnudo, recordado por su sensualidad y exotismo. Dada la mentalidad puritana de su época, el pintor los ambientaba en baños turcos, escenas míticas, etc., de modo que la aparición del cuerpo femenino desnudo estuviera justificado por el contexto. Pero esto no pasaba de ser una mera excusa para que el artista realizara una y otra vez el mismo tema, que le obsesionaba, emblematizado por la Bañista de Valpinçon. Esta figura femenina de espaldas aparece repetida en numerosos lienzos del artista: en ella no existe corrección anatómica sino pura deformación por un fin estético. El artista ablanda los huesos para que los miembros de las figuras obtengan un aspecto sinuoso. Los cuellos se alargan en vertiginosas curvas de placer. La maravillosa espalda de la bañista está "construida" a partir de tres espaldas diferentes, encajadas, para alargarla y engrandecer su presencia. Este modo de reconstruir la figura conceptualmente para obtener un objeto bello y decorativo tendrá sus consecuencias en la pintura contemporánea. Picasso declaraba haber aprendido de Ingres el modo de descomponer y recomponer a su gusto el cuerpo humano. Este tratamiento heterodoxo del cuerpo fue algo que jamás comprendió la crítica del siglo XIX, que tachó a Ingres de pintor excéntrico. Ingres se muestra mucho más convencional y "aceptable" en sus pinturas de tema religioso. La pintura religiosa alcanzó una honda revalorización en el siglo XIX, cuando la Restauración de la monarquía y el puritanismo moral trajeron de nuevo devociones olvidadas. Ingres adaptó a sus cuadros religiosos los modelos aprendidos de Rafael, e incluso trasladó casi literalmente determinadas madonnas del italiano a sus propias vírgenes. Fue un soplo de calidad insuflado a un género que había caído en el aspecto de estampa popular blanda y sin valor artístico. Como punto de curiosidad mencionaremos que, al igual que en el resto de su obra, Ingres también trazaba los bocetos de sus cuadros religiosos con las figuras de santos y vírgenes completamente desnudos, vistiéndolas después. Los dos últimos temas que trató Ingres fueron la pintura de historia y la de mitología. Por sus rasgos formales, ambos temas están muy relacionados; se trata de cuadros de enorme formato, con muchas figuras y moraleja incluida, al gusto del Neoclasicismo. Ingres deseaba ser recordado como un pintor de historia, pues consideraba a éste como el género más digno de la pintura. Curiosamente, sus peores composiciones son sus cuadros de historia. En ellos trata el llamado "género trovador": recupera el gusto por la Edad Media, por el aspecto primitivo de la pintura, así como se ocupa del origen de la monarquía y de las instituciones tradicionales. Sus obras son serviles y centradas en lo meramente anecdótico, sin la grandeza que mostraron los grandes neoclásicos como su propio maestro, David. Aparte del relato de hechos históricos hizo referencias a la literatura medieval y renacentista, como en los lienzos que dedicó a la desgraciada historia de Paolo y Francesca, o los que tienen como motivo los amores de Rafael y la Fornarina. Los lienzos dedicados a mitología tienen las mismas características formales de sus pinturas de historia. Son composiciones pretenciosas, pero en las que la belleza del tema hace perdonar los desmanes sentimentales de la interpretación. Entre los lienzos dedicados a la mitología se incluyen también cuadros dedicados a estrenos teatrales del momento que le impactaron, como la ópera Antíoco y Estratónice. En estos lienzos, que para él significaban su más alta realización como pintor, hacía un profundo estudio previo, que podía alcanzar los 300 ó 500 dibujos preparatorios. El rigor histórico era también una característica de Ingres. Los objetos de la época y los adornos eran copiados de apuntes que Ingres tomaba de sus visitas a yacimientos arqueológicos, así como de su importante colección de vasos etruscos y griegos. La trascendencia de Ingres en el siglo XIX se puede establecer en dos vías: formal y de contenido. En el aspecto formal, los pintores a los que influyó fueron en primer lugar sus discípulos: Flandrin y Lehman entre otros.Federico de Madrazo y Rosales, españoles ambos, también adaptaron su modo de pintar en el eclecticismo español. José de Madrazo incluso llegó a conocer al maestro francés, a quien admiraba profundamente. Por último, en la generación siguiente, Puvis de Chavannes y Gustave Moreau asumieron de Ingres su estilo lineal y depurado. La transmisión del contenido se llevó a cabo en la pintura romántica de género trovadoresco, en especial con influencias sobre los pintores nazarenos, los prerrafaelitas y los simbolistas, entre los que se cuenta el mencionado Moreau. Aparte de ellos, el impresionista Degas también admiraba la solidez dibujística de Ingres y se animó a visitarle y pedirle consejo. Mas allá del siglo XIX, en la década de 1920 se produjo en el arte de vanguardias una llamada "vuelta al orden", a la línea, al clasicismo de la figura y el tema, en la cual la pintura de Ingres tomó un gran peso específico, hasta el punto de servir de referencia al Picasso clasicista de estos años, Gino Severini o Salvador Dalí.

Director de la colección: Luis Sanguino Arias













































sábado, 31 de julio de 2010

Arthur Adams

Hablando hoy con un amigo reconocíamos ambos las cualidades de Arthur Adams, la absoluta maestría de su trabajo, breve en obras pero intenso en su realización. Sobre todos sus trabajos destacamos los dos especiales mutantes de la Patrulla X y los Nuevos Mutantes unidos en una historia increíble en el reino asgardiano junto a los dioses nórdicos. Llegamos ahí hablando del trailer sobre la película de Thor que enseñaron en la ComiCon de San Diego.
La ficha de Adams en la Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Art_Adams











































miércoles, 28 de julio de 2010

CARTAGO

Encaminada la red hacia un gran foro social, las herramientas van surgiendo en el camino. Así, la enciclopedia Wikipedia, en su imperfección, casi humana, se nutre de materiales con vocación de infinito libro de arena (como diría Borges). Me encanta, encontrar elementos "extraños", fotografías antiguas (1958!?), proyectos inacabados y ect. Así, en la entrada de Cartago encuentro imágenes interesantes.
El otrora Imperio Cartaginés fallece definitivamente al comienzo de nuestra historia, elemento que será el comienzo del fin para la lucha de Viriato contra Roma, que no será ya tan personal como la lucha de Anibal contra el Escipión.










domingo, 25 de julio de 2010

REPORTAJE: IDA Y VUELTA In memóriam, Harvey Pekar ANTONIO MUÑOZ MOLINA


REPORTAJE: IDA Y VUELTA

In memóriam, Harvey Pekar

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 24/07/2010

Cuando Harvey Pekar era un niño leía tebeos a escondidas de sus padres. Era ese niño imaginativo y medroso al que enseguida asustan los más fuertes en los juegos de la calle, el que descubre muy pronto el refugio de la soledad y la lectura. La calle, en su caso, tenía el peligro de las peleas en los barrios de emigrantes de clase trabajadora, en los cuales una esquina o una acera podían ser los límites entre la seguridad y el peligro: niños judíos contra niños irlandeses o polacos, negros contra blancos. Cuando Harvey Pekar quería encontrarse a salvo se quedaba en la pequeña tienda de comestibles de sus padres, o en el cuarto donde se encerraba a leer, en el apartamento familiar encima de la tienda. Pero en esa protección había algo muy sofocante, como percibe siempre el niño retraído que no se atreve a aventurarse en la calle, y en ella no era menor la sensación de amenaza. Los padres del niño lector de tebeos habían traído de su Europa de origen acentos muy fuertes que nunca llegaron a quitarse y mucho miedo, un miedo mezclado con alivio y culpa que se reforzaba cada vez que leían el periódico o que escuchaban en la radio las noticias del avance de los ejércitos de Hitler por los territorios de donde ellos se habían marchado unos pocos años atrás: donde también ellos habrían perecido si se hubieran quedado; donde morían o desaparecían sin rastro familiares que no habían huido a tiempo.

El padre de Harvey Pekar era muy religioso. Leía con fervor el Talmud y observaba todos los rituales y las fiestas, y coleccionaba discos de cantores de sinagoga, que a su hijo, encerrado con los tebeos en el cuarto contiguo, le producían una tristeza insoportable cuando los escuchaba. Al tendero piadoso no le gustaba que su hijo perdiera tanto tiempo leyendo tebeos. A su madre también le parecían una frivolidad, pero por razones distintas. La madre de Harvey Pekar era comunista, atea y sionista. El padre y la madre trabajaban jornadas agotadoras en la pequeña tienda de comestibles y discutían sin acalorarse y sin ceder ni un paso en sus convicciones respectivas, tal vez unidos por lazos más profundos que los de la ideología, la ternura mutua y el desamparo compartido, la certeza de ser raros y frágiles en medio de un mundo hostil. Pasaban los años después de la guerra y la madre de Pekar seguía vaticinando que un nuevo Hitler estaba a la vuelta de la esquina. Se degradaba el barrio en el que la tienda familiar permitía una supervivencia tan modesta y tenían que emigrar de nuevo.

Harvey Pekar contó esos años de infancia en una de sus mejores historias gráficas, The Quitter, dibujada por Dean Haspiel. El título era una definición de sí mismo: un quitter es el que abandona, el que se deja ir, el que capitula sin haberse empeñado mucho, sin rendirse siquiera, porque la rendición lleva implícita una lucha, y Harvey Pekar sentía de antemano demasiada desgana o tenía una conciencia demasiado clara de la poquedad de sus fuerzas y de la escala de los obstáculos que la vida iba a poner por delante a una persona tan pusilánime o tan desvalida como él, tan incapacitada para aprovecharse de las astucias o las ventajas tramposas con que otros contaban. Otros que se saben fuera de lugar se rebelan abiertamente, ponen tierra por medio. Harvey Pekar optó desganadamente por no moverse de su ciudad y ni siquiera de su barrio. Empezó la universidad y abandonó al cabo de un curso. Había dejado de leer tebeos al final de la infancia, pero seguía cultivando pasiones solitarias y algo obsesivas, la literatura y el jazz, el coleccionismo de discos. Para ganarse la vida sin sobresaltos y con el mínimo esfuerzo se buscó un empleo de oficinista en la Administración federal. Ser funcionario público de escasa cualificación en Estados Unidos es bastante más deslucido que serlo en España: para saberlo basta pasar un rato haciendo cola y fijándose en los detalles de deterioro y penuria en una oficina de correos americana.

Una vocación muy poderosa puede no orientarse nunca, no cuajar en un proyecto viable, que ha de tener algo de revelación súbita y de posibilidad práctica. Y la diferencia entre una vocación cumplida y otra que se dispersa o se malogra puede estar en un solo encuentro, incluso en una sola conversación apasionada. Hacia mediados de los años sesenta, Harvey Pekar trabajaba archivando historiales en el sótano de un hospital de veteranos de Cleveland y escribía de vez en cuando críticas de discos para revistas mínimas de jazz. Y entonces conoció a otro raro, a un coleccionista aún más maniático que él, Robert Crumb, que merodeaba por los mugrientos mercadillos de segunda mano buscando discos de 78 revoluciones por minuto, grabaciones de bandas primitivas de jazz y de orquestas de baile de los años veinte y treinta. Robert Crumb era ya un dibujante de cómics de una originalidad visceral, de un talento plástico y una imaginación satírica que para Robert Hughes sólo tiene comparación con Brueghel. Gracias a su ejemplo, a sus fervorosas conversaciones con Crumb, Harvey Pekar, el despojado voluntario de todo, descubrió el tesoro formidable que guardaba dentro de sí mismo, la posibilidad ilimitada que escondía su vida sin lustre.

Robert Crumb le hizo comprender de golpe que los tebeos que había amado tanto de niño podrían ser un modo adulto de expresión. En sus carencias estaría su fuerza: sin habilidad para dibujar, escribiría historias para que otros las dibujaran; sin dinero, sin porvenir, sin una vida excitante, convertiría esa mediocridad en la materia de sus narraciones; sin imaginación para inventar o embellecer, contaría exactamente lo que le sucedía a diario, los pequeños percances y los chismes de la oficina, las peculiaridades infinitamente repetidas de esos compañeros de trabajo a los que debería seguir viendo hasta que se jubilara, la usura de los contratiempos menores, las llaves que no se encuentran cuando se va a salir, el coche demasiado viejo que no arranca, la espera en la cola del supermercado: ese noventa y nueve por ciento de la vida sobre el que no escribe nadie, decía. El culo del mundo era el centro del mundo. Su educación y su experiencia de niño lo habían incapacitado para aceptar ni la más leve dosis de los azúcares consoladores de la ficción y la palabrería, el romanticismo de los finales positivos y la recompensa del esfuerzo. Era uno de esos judíos americanos acuciados y acuciantes que lo discuten todo, que combinan agotadoramente la cordialidad y la aspereza, el activismo político y si lo consideran oportuno la impertinencia personal. En las historias breves de American Splendor las peripecias de la vida diaria de cualquiera alcanzaban en unas pocas viñetas esa cualidad de las epifanías de lo cotidiano que buscaron Chéjov o Joyce. Uno no sabe qué es más adictivo en ellas, si la repetición o las pequeñas novedades, o el hecho de que los personajes idénticos cambiaran y a la vez fueran los mismos según los artistas que los dibujaban. A la novela gráfica de Harvey Pekar sólo podía ponerle fin su muerte.

American Splendor: Los cómics de Bob y Harvey Pekar y Robert Crumb. Harvey Pekar y Robert Crumb. La Cúpula. 98 páginas. 12 euros. El derrotista (The Quitter). Harvey Pekar y Dean Haspiel. Planeta DeAgostini. 104 páginas. 10,95 euros.