Vestidos para la aventura
Fan obsesivo como soy de El paciente inglés es fácil imaginar mis nervios ante la perspectiva de un encuentro con Ralph Fiennes, el romántico conde Almásy de la célebre película basada en la novela de Michael Ondaatje. Pensé mucho qué ponerme para estar a la altura de ese personaje que me chifla y demostrarle de paso mi admiración a Ralph. Descartando ir de aviador abrasado, que es un trance, me puse un pantalón de lona, una camisa blanca y una chaqueta de cuero muy usada que sugería la de piloto de Almásy en la película, además de un sabretache o portamapas donde metí mi ejemplar anotado (por mí mismo) de las Historias de Herodoto y un plano del desierto líbico, los predios donde el explorador vivió sus arenosas y amorosas aventuras.
En realidad, el verdadero conde Almásy no iba hecho un pincel como Fiennes en la película (y como yo, salvando las distancias) sino más de aquí te pillo aquí te mato. Para viajar por el desierto, Almásy, que era narizón, feote y escuchimizado, iba casual total, con bermudas, una sahariana tronada y salacot Capitán Tan style o gorra vieja. Encima, un guardapolvo raído. La verdad, la moda parecía importarle un comino. Es lo que tiene ser aristócrata, que te la repampimfla todo: recuerdo una vez que conocí al barón Thyssen e iba menos conjuntado que yo, que ya es decir. Y eso que Almásy había sido húsar, y de un regimiento muy chic, el 11º, cuya chaqueta con alamares tuve el privilegio (y la jeta) de probarme clandestinamente en 1999 en el castillo de la familia en Bernstein, donde conservan su habitación con sus cosas convertido en un santuario para gente fetichista como yo. Me llevé un botón que arranqué de la guerrera, y que en la entrevista con Fiennes portaba en el bolsillo a modo de talismán.
La vida real encuentra a menudo un secreto placer en desbaratar tus sueños, y el día de la entrevista con Ralph Fiennes llovía a chuzos. De manera que llegué a la cita mojado y con toda mi indumentaria de explorador chorreando incongruentemente. Ralph observó entre desconcertado y apiadado cómo las gotas me caían desde el pelo empapado mientras le preguntaban por Almásy y las dunas. Él estaba terriblemente atractivo (y seco), con una camisa azul y una americana que el quedaba como un guante. Es cierto que desde El paciente inglés había perdido pelo, pero antes de llegar a su amplia frente te quedas clavado en sus ojos, indescriptibles, azules pero que parecen cambiar de color, y que, insondables, te atrapan como una planta carnívora a una mosca. Ahí en el fondo están el oficial de las SS Amon Göth, el dragón rojo con tatuaje de Blake y el cardenal decano Lawrence, ese papable. Pero yo me sumergí, mojado ya como estaba, en las cristalinas y salvíficas aguas de Zerzura, el legendario oasis lleno de maravillas que buscó infructuosamente el conde Almásy y que por fin descubría yo en la mirada de Ralph Fiennes. "Siempre nos quedará Zerzura, Ralph", musité mientras las lágrimas se me disimulaban con el agua de la lluvia. Fiennes pareció por fin entender algo de mi arrobo y mi emoción, y se levantó de la silla para estrecharme la mano y darme una palmada en el hombro mojado. Siempre nos quedará El paciente inglés, le dije. Y el paciente inglés asintió.
Revista ICON Nº130 Junio 2025
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