El Faro del fin del mundo / Jacinto Antón
Nada dorado puede permanecer ("nothing gold can stay") es uno de mis versos favoritos de Robert Frost, lo que no es muy original. Además, no estoy muy de acuerdo con Frost, si se me permite: si lo dorado no permanece, ¿qué hacemos aquí?, algo ha de quedar, hombre. Lo dorado para Frost eran los primeros brotes verdes de la primavera ("nature´s first green is gold"), es decir, la belleza o el hálito de nuestra juventud. Ciertamente ese estallido, ese brillo, pueda parecer efímero pero hay que ver cómo se instala en nuestra memoria -es decir, permanece- para alimentar nuestras horas, las altas y sobre todo las bajas. Todo ello, Frost, el pasado, la juventud, las horas bajas, nos lleva a pensar en aquel verano, cada uno tendrá el suyo, que marcó de una manera especial nuestra vida. Ese verano en el que la infancia basculaba hacia la adolescencia, todo parecía posible y lo dulce y vulnerable se enseñoreaba del mundo.
Mi gran verano fue, a los 12 años, el del 69, con la colección de cromos Nuestro mundo de Bimbo, el juego La gran cacería de Educa, los libros de animales de Bernard Rutley, y el perturbador descubrimiento de que mi prima Raquel y yo ya no éramos como Tom Sawyer y Huckleberry Finn, sino como Tom y Becky. Aquel verano vi al hombre poner el pie en la Luna y mi tío Armando llegó de un safari por África. Me dedicaba a imaginar que mis rincones favoritos del jardín, donde alimentaba con hormigas a las arañas en sus grandes telas entre los agaves, eran África o la India con sus misterios y peligros.
Pues bien, pensaba que mi verano dorado era único y la repera y resulta que Jordi Esteva tenía en su cartera uno mejor. El viajero, escritor, fotógrafo y cineasta nos lo mostró el martes en el cine Zumzeig de Barcelona al pasarnos su preciosa película autobiográfica El impulso nómada, inspirada en pasajes de su libro de memorias de mismo título (Galaxia Gutenberg, 2022). Acudí a la proyección, ya con la mosca detrás de la oreja porque Jordi, que siempre va un paso por delante, ya sea en Siwa, Jartum o Socotra, el tío -el único consuelo es que también es mayor (73 años)-, ha estado en la Patagonia y ¡ha visto un puma! En Zumzeig nos reunimos un grupo de irreductibles amigos del escritor (ahí estaban Frederic Amat, Josep Massot, David Castillo, Cristina Fernández Cubas...) y Jordi nos explicó antes del pase que esta es su quinta película y la primera que no es antropológica (no les gusta llamar documentales a las anteriores como Retorno al país de las almas o Komian, esas indagaciones en la posesión ritual africana).
Lo que cuenta esta, que se estrenará en el próximo festival de Málaga, es un verano de su niñez, el de 1957, pasado por el tamiz de la ficción. La película, de 70 minutos, arranca con un hombre que vuelve a los paisajes de su infancia, y se centra en un niño de 11 años, Miquel (interpretado por Miguel Roselló, un hallazgo con sus grandes ojos y su mirada inocente y a la vez curiosa), alter ego del propio Esteva, y que vive muchas de las experiencias del escritor rememoradas en El impulso nómada (el libro). Son las vicisitudes de un niño de familia burguesa catalana del tardofranquismo que pasa las típicas vacaciones de entonces en el Empordá con su familia, sumergiéndose en los ritmos estivales y en la naturaleza. Jordi, que pone la voz en off que va contando la película, subraya que no se trata de una adaptación de los pasajes correspondientes de sus memorias, "sino otra cosa", en la que se ha dejado llevar por un intenso sentimiento poético que se plasma no sólo en la atmósfera onírica, mítica, mágica y feérica que rodea al niño, sino en un blanco y negro con una textura propia de las mejores fotografías de Esteva, que mira que son buenas.
Como le sucedió a Jordi, el niño Miquel descubre el mundo que le interesa en la naturaleza, los libros y los mapas. La amistad con unos gitanos y las sesiones de cine de unos tirititeros ambulantes (cosas ambas que vivió el propio Esteva) marcarán el verano del niño e incrementarán sus confusos y ambiguos anhelos de libertad y de ver mundo él mismo.
La película, decía, es una preciosidad, con esa atención al detalle de Jordi y su capacidad para dotar cualquier imagen de belleza y misterio y elevarla a la categoría de metáfora como si su mirada fuera la lámpara de Aladino. En una escena fundamental, el niño pone el dedo sobre un viejo globo terráqueo y señala Socotra.
Algunos hemos logrado cumplir nuestros deseos (o parte de ellos) nacidos en los días de aquel verano lejano. Pero Jordi Esteva no solo ha podido consumar sus grandes anhelos, desplegándolos por los horizontes del mundo, sino que ahora materializa la propia raíz de sus sueños. Y así, el dorado permanece.
El Pais. Sábado 22 de febrero de 2025
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