domingo, 29 de diciembre de 2024

Mis libros de texto por Pablo Carbonell



"Por raro que parezca, yo no era el más tonto de mi clase, pero mis notas eran las peores. Mi cuadernillo de notas era una ración de calamares, una cadena del retrete, un rosco multiplicado por infinito... Compartía el honor de ser el último con un niño que queria ser pollero, y, mira por dónde, él tiene su puesto de pollos; en cambio, yo, que iba a ser misionero en Africa, aquí me veo, y sin negra ni nada...

¿Quién tuvo la culpa? Mi hermano el mayor. El iba a mi mismo colegio, pero un ano antes, y destrozaba los libros que luego yo heredaría. A él le daban todos los años unos libros preciosos, y a mí, unos lamidos por el aburrimiento, descuajaringados, subrayados en los sitios más absurdos.

Hubo una vez que tuve que llevarlos todos al zapatero para que me los cosiera, con lo cual, aparte del tufo a fracaso, el olor de la cola me marcaba y me producía alucinaciones. De ahí me viene el mote ese de El Místico que acarreo todavía. ¡Cómo los odiaba! Para mí eran el camino hacia la descualificación profesional. Esos eran mis libros, y no había nada que hacer. Salvo dedicar las clases a distorsionarlos, acercarlos a mi personalidad, hacerlos mis libros.

Mi primer trabajo de demolición fue pintarles un traje de hombre rana a los reyes godos. Ya no habría posibilidad de distinguirlos de la tripulación del Calipso. La foto de Franco parecía la de Fidel Castro después del trabajo que le hice con el boli. Todos los hombres ilustres tenían una botella de vino bajo el brazo. Mi afán descognitivo era tal que, después de vestir de traje y corbata a los indígenas precolombinos, decidí anular toda pretensión educativa en mis libros.

Alteré las palabras tachando letras hasta conseguir crear un nuevo mensaje, absurdo, sí, pero más cercano. La tabla de los elementos la transformé en la alineación del Cádiz Club de Futbol; las facetas que cultivar eran macetas que cultivar; las puertas eran todas putas; los cálculos, culos; los otoños, coños; las ampollas, pollas, y las declinaciones latinas eran las imprecaciones que lanzaba la niña de El exorcista. ¡Qué orgulloso me sentía ahora con mis libros! Por fin, sus textos e ilustraciones formaban parte de mi proceso degenerativo-existencial. Una degeneración existencial hacia mi reconocimiento en el mundo. Yo sacaba las peores notas, pero siempre era elegido delegado de curso porque todos los de mi clase envidiaban mis libros. Y me los pedían para reírse, y amablemente me ayudaban en la tarea de destrucción de contenidos, tachaban y tachaban letras, y me preguntaban que cómo era que mis padres no me decían nada. Yo les decía que es que yo era de familia numerosa. Y se morían de envidia." •

El Pais Semanal nº 1.258

Domingo 5 de noviembre de 2000


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