domingo, 17 de marzo de 2024

La carne humana sabe a cerdo

El faro del fin del mundo / Jacinto Antón


Un momento de Holocausto caníbal, falso documental de Ruggero Deodato

La carne humana sabe a cerdo del bueno. No lo digo yo, que soy muy tiquismiquis y no como cualquier cosa, sino los que la han probado, caníbales antiguos y modernos cuyo testimonio ha quedado recogido por la historia o las noticias. En Polinesia, de hecho, se conocía la carne humana como "cerdo largo" y se la tenía como más sabrosa que la del porcino. Son menos, pero los hay, los que la han comparado con el pollo y la ternera. Recientemente se ha sugerido que no somos especialmente nutritivos.

El jefe maorí Tuai -hermano del poderoso rangatira Korokoro-, que estuvo de visita 11 meses en Londres en 1818 y sorprendía en las reuniones sociales haciendo la haka mucho antes que los All Blacks, explicó que lo que más echaba de menos de su tierra era "el festín de carne humana", lo que parece lógico si le hacían vivir a base de fish and chips y pudin de Yorkshire. Comentó que prefería comer mujeres y niños (más tiernos), y que en caso de tener que consumir carne de hombre, la de un negro, preferentemente de unos 50 años, le parecía mejor que la de un blanco. Por lo visto somos demasiado salados. Lo que no fue óbice para que al capitán Cook se lo comierna los hawaianos.

Otros caníbales han testimoniado que los chinos están muy buenos y es conocida la historia de un barco chino naufragado en 1858 en un archipiélago frente a Nueva Guinea cuyos 300 tripulantes fueron comidos todos en una verdadera apoteosis de los rollitos de primavera excepto cuatro (no está claro por qué los descartaron, ni si los caníbales pidieron el libro de reclamaciones).

Si bien se te podían comer por gusto, y valga la frase, y en algunas sociedades el factor gastronómico parece haber sido predominante (siempre me ha impresionado lo que contestaron sus guías a aquel explorador del río Congo al preguntar qué decían los tambores a su paso: "Llega comida"), lo más habitual era el canibalismo ritual: te comías a una persona como señal de respeto y hasta de cariño (a tus muertos, ¿dónde iban a estar mejor?) o para adquirir algunos de sus atributos, usualmente el valor de un hombre bravo o un guerrero. Los basutos comían el hígado de los enemigos valientes, considerado el asiento del valor; las orejas, donde residía la inteligencia, y los testículos, de su fuerza. Es cierto que si te comían todo eso tanto te debía dar el motivo.

Usar el pasado como hago en estos ejemplos es tranquilizador, pero aún quedan caníbales tradicionales en algunos puntos del globo: el viajero Norman Lewis me contó que había departido con uno en Papúa Nueva Guinea "muy educado". Él también le confirmó que sabemos a cerdo. 

Viene todo esto, claro, a cuenta de la nueva película de J.A. Bayona, La sociedad de la nieve, sobre el accidente aéreo de los Andes (1972) y la supervivencia de los que se salvaron a base de comerse los cuerpos de sus compañeros de tragedia muertos. Esa historia, plasmada en el best seller ¡Viven! (1974), nos afectó mucho a los que éramos adolescentes en los años setenta y marcó nuestra relación con el canibalismo. Pensar que tú mismo te podías convertir en antropófago si la ocasión lo requería fue un impactante segundo paso en nuestra relación con el asunto tras descubrirlo en las pelis de exploradores y en Robinson Crusoe. Fue una gran lección antropológica y de relativismo cultural ver que no te tenías que identificar siempre con el misionero en la olla. Como inesperada prolongación de la lectura de ¡Viven! tuve la oportunidad de comer un día mano a mano con uno de los supervivientes del accidente Eduardo Strauch. Fue en 2008 y, pinturero, yo pedí entrecot. Él prefirió verduras y pescado. Me dijo que, en su acreditada opinión, la carne humana sabe a vacuno.

El caso es que el canibalismo de los neandertales a El silencio de los corderos (con nuestro chef favorito Hannibal Lecter), escapa continuamente de lo etnológico, donde se lo ha tratado de situar tranquilizadoramente (el caníbal es el otro: distante y primitivo), para colársenos por doquier. El fenómeno es complejo y poliédrico y podría hablarse más bien de canibalismo: ritual, de necesidad, gastronómico, político (Idi Amin, Obiang), psicopatológico (como el de los modernos caníbales tipo Issei Sagawa o el de los que se canibalizaban a sí mismos, y no estamos hablando de comerse las uñas, las pieles o sorberse los mocos)... Aparece en prácticamente todas las sociedades humanas desde los albores de la especie. Nosotros hemos desplegado un gran tabú a su alrededor, pero a la que tenemos hambre de verdad y no hay otro recurso, nos entregamos a la antropofagia como tupinambas.

En los naufragios ha sido corriente aplicar la ley del mar, o sea comerse al superviviente con peor suerte. También se ha dado canibalismo en expediciones perdidas (como la de Franklin), hambrunas y situaciones bélicas extremas. Un ejemplo moderno es el largo y terrible asedio nazi de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial, donde el consumo de carne humana se hizo tan conspicuo que pasar por según qué barrios te hacía candidato al menú del día. Y se podría argüir -lo hicieron los paganos romanos- que el cristianismo está centrado en un verdadero acto de antropofagia: la Eucaristía (a la que por cierto aludieron varios de los supervivientes del accidente de los Andes para justificar su decisión).

Esta misma semana he podido observar entre las colecciones etnológicas que se exhiben en el Humboldt Forum de Berlín en impactante Autorretrato con 12 discípulos del artista de origen samoano Greg Semu, nacido en 1971 en Auckland. En la imagen, parte de la obra La última cena caníbal, porque mañana nos haremos cristianos, Semu se retrata como un salvaje Cristo semidesnudo y tatuado, rodeado de otros indígenas, incluidas mujeres con el pecho al aire, en un provocador y polisémico remedo de La última cena de Leonardo y frente a un plato que contiene lo que parece un cerdo asado...


El Pais. Cultura. Sábado 23 de diciembre de 2023

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