martes, 12 de mayo de 2020

NARRATIVIDAD DE TEXTO E IMAGEN EN LA LITERATURA DIBUJADA "LA MANO": MATERIALES PARA UNA HISTORIA DE LOS AÑOS 50 por Iván TUBAU*



Las cosas son más sencillas, o tal vez bastante más complicadas. La verdad de las historietas, o de los tebeos, o de las narraciones gráficas —como gusta de llamarlas Antonio Lara—, o de la literatura dibujada (como sigue gustándome decir a mí, argentinófilo de toda la vida), la verdad del asunto está más acá o más allá, pero en cualquier caso no en el terreno baldío que pisotean los semióticos de carrerilla con la mochila llena de obviedades a medio desguazar y dos docenas de estilemas irredentos y puntiagudos entre la braga de encaje académico y el bolsillo trasero del tejano curriculero (en base a la tradicional lentitud del proseso sientífico y a nivel de universidat, todavía no se han enterado de que el tejano de la sapiencia bodrillariana ha dejado de llevarse en los antros donde su cuexcen las habas de la movida posmoderna). Todo lo anterior en la hipótesis de que la verdad sea algo más que una palabra, que creo que no.

Era hermosa y rubia como la cerveza, o por lo menos tan hermosa y tan rubia como podía serlo una catalana que en los últimos años cincuenta hubiera cumplido diecinueve en Barcelona. Había nacido en un mas cerca de Reus, cuando ya los facciosos estaban a punto de ganar

*Aquí, en lugar de poner de qué soy profesor y en qué universidad trabajo (quien se interese por tales datos puede averiguarlos por su cuenta), me permitiré indicar al candidato a lector varios modos de enfrentarse al artículo:
a) Leerlo seguido, combinando lo útil con lo agradable, como dicen los franceses;
b) Leer primero las partes impresas en redonda, saltando las impresas en cursiva;
c) A la viceversa;
d) Saltárselo entero, pues la calidad y gramaje del papel lo hacen inadecuado para otros usos que acaso acudan a su mente.


la guerra. De pequeña escuchaba la radio e incluso había ganado un concurso de actrices infantiles convocado por Radio Madrid. Ahora estudiaba arte dramático en el Instituto del Teatro, hablaba en castellano con sus compañeros por aquello del acento, recitaba con mucha emoción rosas, rosas, rosas a mis manos crecen y moría de lepra, hecha un mar de lágrimas, en La Anunciación a María claudeliana.

Observa muy bien Antonio Altarriba: "Un árbol puede ser en el cómic las dos líneas verticales y paralelas del tronco rematadas por un rizado círculo que pretende ser la copa, pero también puede ser un ci¬prés descrito en todos sus detalles." Y añade, lo cual nos lleva al meollo de la cuestión: "En ambos casos el dibujo reclamará del espectador un tiempo que deberá invertir en el consumo y la valoración de la tarea gráfica. En esta situación el receptor utiliza un tiempo que no está dedicado a la comprensión de la trama sino a la contemplación del decorado. No se trata de un tiempo marcado por la continuidad narrativa sino por la contigüidad descriptiva, no se sigue un hilo sino que se recorre una superficie" (83:27).

Estamos ante la idea núcleo del asunto, pienso, pero me atrevo a decir que la clave nos la da, unas páginas más adelante dentro del mismo número de Neuróptica, Mercedes Fernández Menéndez: "Paralelamente a este protagonismo de las formas, el texto comienza a perder posiciones en la narrativa, dando así paso a una imagen que se impone por sí misma, a una imagen que no ilustra, a una imagen que casi narra" (83:41). Para que la cosa sea perfecta, yo me limitaría a quitar el casi y a no circunscribir el fenómeno a las historietas del 68 francés.

El chico le gustó porque, según le confesó a una amiga, se parecía al Gregory Peck de Las llaves del reino. Bien mirado, el chico se parecía más bien poco a Gregory Peck, salvo acaso por lo que atañe a una estatura un tanto insólita en la España franquista de los cincuenta, pero estudiaba también arte dramático y había devorado las obras completas de Eugene O'Neill y William Saroyan.

De modo que Ramona y el chico se besaron por primera vez en los vestuarios de Radio Barcelona, tras haber dejado en el perchero sus respectivas gabardinas y mientras se disponían a grabar el vigésimo capí¬tulo de un serial, tarea por la que iban a ser remunerados con la cantidad de sesenta pesetas.



 Altarriba reclama una nueva metodología en la crítica del cómic, que vaya más allá de la narratología, que no olvide la "carga gráfica". Es necesario "hacer intervenir criterios estéticos que valoren expresividad, diseños, creatividad gráfica, manejo de las técnicas escenificativas y todo lo que depende del registro de la imagen. El cómic, cuando no lo es exclusivamente, es también y sobre todo estos procedimientos gráficos que lo identifican y condicionan" (83:37-38).

Sí, siempre y cuando no consideremos la carga gráfica como algo independiente o siquiera autónomo, como una especie de plusvalía o valor añadido que viniera a complementar e incluso a suplantar la virtualidad intrínseca de las necesidades narrativas: tan narración debe ser dibujar una acera llena de gente como poner en boca de la chica una réplica ingeniosa. El dibujo, en la literatura dibujada, sólo será si es narración; si no, será mera ilustración, es decir no será nada. Olvidar este sano y elemental principio conduce al alud de historietas espléndidamente dibujadas y por completo carentes de interés que han inundado el mercado estos últimos años, como muy bien apunta Ludolfo Paramio en el mismo número de Neuróptica.
  
Después de esto, fueron novios. Al salir de clase, cuando ya la noche de enero llenaba las calles de la vieja ciudad, él la acompañaba hasta su casa. Cogidos por la mano o la cintura recorrían Elisabets y Buensuceso,


 cruzaban las Ramblas, entraban en Canuda, llegaban a la catedral por Puerta del Ángel y Archs, bajaban por Layetana y desembocaban finalmente en Carders, donde ella vivía con sus padres y un hermano pequeño.

Invertían mucho tiempo en este modesto itinerario, pero debían llegar al portal de la calle Carders, situado entre una alpargatería y una farmacia, antes de que dieran las diez. Algunos domingos por la tarde iban al cine, de donde solían salir en el mejor momento de la segunda película, con objeto de llegar al portal de la calle Carders antes de que dieran las diez.

Porque en ningún momento el dibujante de historietas —sea o no su propio guionista— opera, si opera bien, como un artista plástico, pendiente del equilibrio compositivo por motivos estéticos o de la armonía entre los colores (si la narración es en color) por mor de la belleza intrínseca. Una masa negra se situará a la izquierda o a la derecha porque así conviene a lo que se cuenta, una multitud com-

 pondrá un triángulo y no un círculo porque una forma va mejor que la otra para las necesidades expresivas de la historia en aquel momento, en una viñeta dominará el rojo y no el azul porque así queda mejor definido el tipo de relación entre los personajes que en ese punto demanda la progresión narrativa.

Hacer esto requiere sabiduría y humildad. Pocos tienen las dos cosas. En un texto reciente escribí: "Entre el "Me llamo John Ford, hago western" y el "Fíjense, soy un artista" que proclama cada plano del insufrible Kubrick hay tanta distancia como entre Vermeer y Picasso" (84:43). ¿Quiénes son Ford y Kubrick en la literatura dibujada? Ford es Lauzier, Ford es el mejor Carlos Giménez, los mejores Christin y Bilal, algunas páginas de Cul de Sac, bastantes de Crumb. Cosas muy variadas, como pueden ver. Los Kubrick de la narración gráfica puede seleccionarlos usted mismo: abundan casi tanto como los Mariano Ozores.


Un día, por Canuda, el chico permitió que su mano izquierda se deslizara desde la cintura hasta el culo de Ramona. Ella, con una pizca de cariñosa irritación, le dijo que aquello no estaba bien:
—¿Por qué? —preguntó el chico.
—No lo sé, pero no está bien. Y menos en la calle.
Sin embargo, sólo la calle, el portal de la calle Carders, la biblioteca del Instituto y otros ámbitos de similar carácter comunitario, como cines u oscuras salas de baile todavía no llamadas discotecas, permitían, pese a reiteradas reticencias, que el chico pudiera llevar a cabo una laboriosa e intermitente exploración física de Ramona: cualquier reducto más íntimo y sosegado estaba excluido de entrada, sin discusión.

Pese a tan notorias e incómodas trabas, la exploración proseguía. Así, otro día, el chico creyó descubrir, con pasmo y susto, que Ramona no tenía pezones. Sólo cuando la exploración táctil fue completada por la visual el chico pudo respirar aliviado: Ramona tenía los pezones muy pequeños, pero tenía. Más tarde el chico constató, también al tacto, que Ramona llevaba faja, lo cual estuvo a punto de dejarle traumatizado. Por fortuna, casi de inmediato localizó bajo la faja desconocidas vellosidades húmedas en las que sumergir con audacia una mano inexperta, tímida y gozosa.

Lejos de mí, válgame Dios, la burda pretensión de llevar los paralelismos entre cine y tebeo hasta la sandez de considerar que ambos vienen a ser una misma cosa, que sufren las mismas limitaciones y disponen de iguales posibilidades expresivas. Entiendo, por el contrario, que la famosa teoría cahierista de los autores puede aplicarse con mayor pertinencia al autor de historietas que al de películas, pues que el dibujante (dando por supuesta su competencia) puede ejercer sobre sus materiales un dominio casi total, cosa ni que decir tiene muy difícil e incluso a veces contraproducente para el director de películas.

Así, la puesta en escena transparente, la dirección cuyo objetivo último será borrarse a sí misma para producir el efecto de que no existe dirección. Dicho de otro modo: la manera de dirigir películas de los grandes clásicos del cine americano, que son quienes han hecho el mejor cine que jamás ha sido y será. No veo que pueda establecerse un parangón mecánico con la literatura dibujada. Hacerlo dejaría dentro el Ben Bolt de Cullen Murphy y la Julieta Jones de Stan Drake, que son exce-



lentes historietas, pero excluiría el Spirit de Will Eisner, que es acaso mejor aún.

La mano del autor, que cuando resulta visible de modo obvio en una película da el peor cine del mundo (Kubrick, Visconti, Russell, Lelouch), ha aparecido en cambio sin grave daño en bastantes buenos tebeos. Ya me he referido a Eisner, y el más tópico ejemplo de su manierismo narrativo me viene como anillo al dedo. Hasta ahora.

La mano del chico fue protagonizando cada vez más los encuentros con Ramona. Poco a poco fue convirtiéndose en una especie de ente autónomo, cuya vinculación física con el cuerpo cabal de nuestro hombre parecía Ramona querer ignorar. La mano, nerviosa e incansable, recorría a ciegas la espléndida orografía de Ramona, en agitados viajes por una oscura selva virgen hecha de jerseis y faldas de lana, blusas de everglaze, sostenes de nylon perlé y bragas de encaje con rizo por dentro. Ante los progresivos e insistentes avances territoriales de la mano, Ramona pasaba de un reservado consentimiento inicial al lánguido abandono, señal inequívoca de que su creciente excitación iba a conducirla a una convulsiva evidencia: ni sus sólidos principios, ni las monjas de Reus, ni quince años de misas con misal y mantilla, ni sucesivas e impertinentes fajas de goma elástica, ni la Virgen de Montserrat, ni Conchita Piquer, ni Franco, ni Dios ni su madre habían logrado convertirla en un compacto bloque de granito.

Se trata, por supuesto, de la famosa secuencia de Spirit en que vemos la escena desde las cuencas de los ojos de un personaje. Tal exhibicionismo formal, cuya desfachatez roza lo obsceno, da en la historieta de Eisner un espléndido resultado. Su equivalente cinematográfico, todos lo saben, es la enfadosa idiotez en que Robert Montgomery convirtió La dama del lago chandleriana: la cámara subjetiva es una contradicción semántica.

En último término, sin embargo, no radica en sus audacias formales el interés de los tebeos de Will Eisner. Eisner es un excelente narrador, y ello en el doble plano en que un buen historietista debe serlo: porque la historia que se cuenta posea un interés intrínseco y porque los dibujos mediante los cuales se cuenta muestren también un interés narrativo —no exclusivamente plástico— específico. Los personajes de un tebeo


pueden o no hablar. Los dibujos deben hablar siempre. Un dibujo que invita a la contemplación estética desinteresada —y ahí sí sería pertinente comparar a Esteban Maroto, pongamos por caso, con Visconti— no es un buen dibujo de tebeo, porque el tebeo, tanto si su ritmo es lento como si es rápido (algunas páginas de Régis Franc constituyen excelsos ejemplos de tempo sosegado), nunca puede dejar de contar algo. Es decir: no por trabajar sobre guiones ajenos deja un dibujante de ser narrador, pues que en el momento de dibujar narra, salvo que el esteta haya vencido al cuentista, en cuyo caso mejor haría dejando las historietas y dedicándose a pintar cuadros o a decorar bares de moda.

Tras esta comprobación empírica, llevada a cabo con frecuencia notoria, las cosas seguían donde estaban: Ramona, tan sudorosa y casi tan mojada como el chico, miraba a éste con una expresión de desvaído reproche que nuestro hombre, sometido a rudo entrenamiento, había aprendido a traducir mentalmente así:
—Esto que hacemos no está bien.

Cosa con la que el chico, tan joven e inexperto como Ramona pero lector de Madame Bovary, estaba de acuerdo: aquello no estaba bien; pero no por exceso, como parecía creer Ramona, sino por defecto. El protagonismo de la mano parecía al chico, oscuramente, un privilegio inmerecido de ésta respecto de su totalidad anatómica, que acababa la pobre bastante maltrecha y frustrada. En la mente del chico se fue abriendo paso una idea: las exploraciones clandestinas debían ser sólo el prólogo de más confortables y completos viajes de placer, la selva virgen debía convertirse en un bosque transitado sin trabas, sin miedo y sin reproche.

Cuando la capacidad narrativa del dibujo falla, la historieta se hunde, del mismo modo que se hunde cuando falla el guión propiamente dicho. Ejemplos de esto último llenan desde hace años kioscos y librerías especializadas: ingentes multitudes de dibujantes incapaces de inventar una historia que funcione han prescincido de guionista y han creído que se bastaban y sobraban para inventar cuatro pretextos —y nunca mejor dicho— cuyo único destino fuese dar pie al lucimiento de sus habilidades gráficas. Así les va a ellos y a sus lectores: con su pan se lo coman. Aquí podríamos establecer de nuevo un lícito paralelismo con el cine, con el último cine americano de gran presupuesto, cuyos




 guionistas se han convertido en esclavos al servicio del departamento de efectos especiales.

Ese cine da dinero, podrá decirme usted. Pues es verdad: con su pan se coma también tales platos quien guste de ellos. Nadie se acordará de esas películas dentro de unos años, ni de los decorativismos de Maroto, cuando algunos sigamos pasando en nuestro vídeo El buscavidas de Rossen y hojeando las páginas ya amarillentas del Paracuellos de Carlos Giménez. Permítanme que cite de nuevo un libro mío reciente: "Por mi parte me atrevería a conjeturar que los films que el tiempo respeta son aquellos que han sabido combinar con fuerza suficiente realismo y poesía, aquellos que han alcanzado la dificilísima síntesis entre autenticidad y lirismo" (84:24).

El otro caso, menos frecuente, es el del dibujo cuya insuficiencia narrativa nace^de la torpeza o pobreza del dibujante y no de su exhibicionismo plástico. Tal dibujo dice poco porque está "vacío", porque no logra expresar —mediante las caras de los personajes, los movimientos, los objetos, los decorados, los ambientes— las virtualidades del guión. Dicho al curriculero modo: el significante no logra traducir la hipotética polisemia del significado. O a lo bruto: Ramón de España es casi el Lauzier guionista, de lo cual se deriva la imposibilidad de que Fin de semana sea la versión barcelonesa de La course du rat.

En consecuencia, un día el chico le propuso a Ramona que se fuera con él a la playa, en tren. Ramona dijo no, y el chico, renunciando al privilegio de la mano, dijo adiós y muy buenas y este cuento se ha acabado.

Ramona lloró y, con la muerte en el alma y la faja sobre el culo, llegó a su casa unos minutos antes de que dieran las diez.

Resumiendo: las historietas, como su propio nombre debiera acaso indicar, cuentan historias, pequeñitas tal vez pero historias. Las narraciones gráficas, por mucha importancia que pueda tener el adjetivo, son sustantivamente narraciones, es decir algo que va sucediendo, que se desarrolla, que no está ahí de golpe como una pintura o un edificio, que en un momento dado empieza y en otro momento, posterior, termina. La literatura dibujada, lleve o no palabras, es siempre literatura, y tan textos son las viñetas llenas de bocadillos como las mudas. Incluso



tebeo, TBO, te veo sugiere la interpelación a un ente narrador o narrado.

El resto no es literatura. Será Picasso, Miró, El Greco, Michelangelo (Antonioni o Buonarroti), Ricardo Bofill, Walter Gropius, Iranzo el psicoesteta masculino, Paco Rabanne pour homme, Herb Lubalin, Yves Saint-Laurent, Antoni Gaudí o la madre del cordero, pero no será literatura, no será tebeo: será harina de otro costal.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
ANTONIO ALTARRIBA, "Características del relato en el cómic", en Neuróptica. Zaragoza, Excmo. Ayuntamiento, 1983, pp. 9-38.
MERCEDES FERNANDEZ MENENDEZ, "Lo inverosímil en la historieta del año 68 francés", Ibid., pp. 39-50.
LUDOLFO PARAMIO, "La única vanguardia buena es la vanguardia muerta", Ibid., pp. 79-83.
IVAN TUBAU, Hollywood en Arguelles: Cine americano y critica española. Barcelona, Ediciones Universidad, 1984.


Neuroptica 2
Estudios sobre el comic
Primera edición, abril de 1984
Zaragoza


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