Hace unos 500 años, contemplada desde la óptica y conocimiento de nuestros días, la humanidad toda vivía completamente equivocada en casi todo, hasta que Newton y su Ley de de la Gravitación Universal (con dos milenios de retraso) comenzaron a erigir el armazón que soporta y fija nuestro presente. ¿Y si ahora está pasando lo mismo y vivimos totalmente equivocados? Esta idea, inquitantemente buena, se anuncia desde la portada del libro recién publicado en EE UU con la tipografía invertida, como si algo fuera un error de imprenta, cuyo título plantea el interrogante But, what ifwe're wrong? Thinking about the present as if it were the past [¿Y si estamos equivocados? Pensando en el presente como si fuese el pasado]. Lo que se pregunta el ensayista, novelista y pensador pop Chuck Klosterman (Minesotta, 1972) en su nuevo ensayo es si no será posible que, de aquí a medio milenio, se comprenda que todas nuestras certezas cotidianas no son más que frágil e imaginativa superchería. Empezando por el absurdo ese de la ley de Newton, que algunos físicos comienzan a cuestionar como "algo que no es del todo así" o "apenas la punta visible de una fuerza que aún no estamos capacitados ni intelectual ni técnicamente para vislumbrar y comprender". En resumen: la hipótesis es que estamos incapacitados para juzgar y calibrar nuestro ahora hasta que no se convierta en nuestro entonces.
Dicho lo anterior —superado el costado ominoso y críptico de la cuestión— hay que decir que el ensayo de Klosterman es de lo más ágil y divertido y, sí, muy personal que se ha escrito últimamente a la hora de la divulgación científico-sociológica-lite-rario-multi-mediático. Klosterman —conocido por sus columnas para Spin, The Believer, Esquire, y con tres títulos en español— se pasea por las páginas como si pensara en voz alta y, en ocasiones, con una dicción tan creativamente irresponsable, como saludablemente irritante. Salta de un tema a otro, de un libro a una película, de una innovación técnica a una sitcom; reflexiona sobre si la injusticia sufrida en su momento por la ignorada, y posteriormente redimida novela, Moby-Dick de Melville será síntoma más o menos parecido a lo que experimentará con los siglos La broma infinita de Foster Wallace. Se pregunta si, tal vez, el escritor del más admirado en el mañana no será un absoluto e inédito y kafkiano desconocido del hoy.
También —abriendo o cerrando el paraguas— Klosterman hace sitio para postular la posibilidad de si nuestra realidad no será otra cosa que la polución informática de un adolescente nerd en un garaje, en una dimensión alternativa. O si será cierto aquello que todo lo históricamente anterior a la Edad Media no es más que un invento de monjes letrados empeñados en sostener su dogma. O si Obama no será el mejor presidente para una sociedad con derecho a no votar. O si la supuesta "edad de oro de la televisión" y sus series no son más que un fenómeno de histeria colectiva. O si la figura de Chuck Berry acabará eclipsando a las de Elvis Presley y Bob Dylan aunque "todavía haya cosas acerca de The Beatles que no pueden ser explicadas".
En su racional delirio, Klosterman está en buena compañía. Sus hipótesis aparecen puntuadas, a lo largo de su deambular, por "especialistas" en diversos campos que intentan —casi siempre en vano— poner orden. Así, llama a las puertas de profesionales como el astrónomo Neil deGrasse Tyson y el teórico de cuerdas Brian Greene, los músicos David Byrne y Ryan Adams, la crítica literaria Kathryn Schulz, el director de cine Richard Linklater, y los escritores Junot Díaz, George Saunders y Jonathan Lethem, entre otros.
La tesis resultante es muy plural en su caprichosa singularidad: la Historia —tal como la-conocemos y usamos— es un animal de hábitos selectivos y simplificantes y sintetizadores. De acuerdo, Shakespeare y Bach son cumbres de vértigo; pero, también, impiden que prestemos atención a muchos de los escaladores que podrían clavar bandera en sus cimas. Y el acceso al Todo vía Internet ha probado ser una maldita bendición, o una maldición bendita, erosionando nuestra capacidad de juicio y concentración.
Así que -entre conservador y revolucionario—Klosterman se despide con un "estoy listo para un nuevo mañana siempre y cuando se parezca mucho al ayer".Pero —aunque lo ignoremos— va a ser que no.
Mientras tanto y hasta entonces, la idea de Klosterman y su libro funcionan como mensaje en una botella desde muy lejos. Producen el incómodo placer de preguntarnos tantas cosas. Una de ellas es la de si esa música más o menos distante que oímos es la de la orquesta del Titanic o la del bautizo de la USS Enterprise.
Rodrigo Fresan es escritor y crítico argentino. Su última novela . es La parte inventada.
Dicho lo anterior —superado el costado ominoso y críptico de la cuestión— hay que decir que el ensayo de Klosterman es de lo más ágil y divertido y, sí, muy personal que se ha escrito últimamente a la hora de la divulgación científico-sociológica-lite-rario-multi-mediático. Klosterman —conocido por sus columnas para Spin, The Believer, Esquire, y con tres títulos en español— se pasea por las páginas como si pensara en voz alta y, en ocasiones, con una dicción tan creativamente irresponsable, como saludablemente irritante. Salta de un tema a otro, de un libro a una película, de una innovación técnica a una sitcom; reflexiona sobre si la injusticia sufrida en su momento por la ignorada, y posteriormente redimida novela, Moby-Dick de Melville será síntoma más o menos parecido a lo que experimentará con los siglos La broma infinita de Foster Wallace. Se pregunta si, tal vez, el escritor del más admirado en el mañana no será un absoluto e inédito y kafkiano desconocido del hoy.
También —abriendo o cerrando el paraguas— Klosterman hace sitio para postular la posibilidad de si nuestra realidad no será otra cosa que la polución informática de un adolescente nerd en un garaje, en una dimensión alternativa. O si será cierto aquello que todo lo históricamente anterior a la Edad Media no es más que un invento de monjes letrados empeñados en sostener su dogma. O si Obama no será el mejor presidente para una sociedad con derecho a no votar. O si la supuesta "edad de oro de la televisión" y sus series no son más que un fenómeno de histeria colectiva. O si la figura de Chuck Berry acabará eclipsando a las de Elvis Presley y Bob Dylan aunque "todavía haya cosas acerca de The Beatles que no pueden ser explicadas".
En su racional delirio, Klosterman está en buena compañía. Sus hipótesis aparecen puntuadas, a lo largo de su deambular, por "especialistas" en diversos campos que intentan —casi siempre en vano— poner orden. Así, llama a las puertas de profesionales como el astrónomo Neil deGrasse Tyson y el teórico de cuerdas Brian Greene, los músicos David Byrne y Ryan Adams, la crítica literaria Kathryn Schulz, el director de cine Richard Linklater, y los escritores Junot Díaz, George Saunders y Jonathan Lethem, entre otros.
La tesis resultante es muy plural en su caprichosa singularidad: la Historia —tal como la-conocemos y usamos— es un animal de hábitos selectivos y simplificantes y sintetizadores. De acuerdo, Shakespeare y Bach son cumbres de vértigo; pero, también, impiden que prestemos atención a muchos de los escaladores que podrían clavar bandera en sus cimas. Y el acceso al Todo vía Internet ha probado ser una maldita bendición, o una maldición bendita, erosionando nuestra capacidad de juicio y concentración.
Así que -entre conservador y revolucionario—Klosterman se despide con un "estoy listo para un nuevo mañana siempre y cuando se parezca mucho al ayer".Pero —aunque lo ignoremos— va a ser que no.
Mientras tanto y hasta entonces, la idea de Klosterman y su libro funcionan como mensaje en una botella desde muy lejos. Producen el incómodo placer de preguntarnos tantas cosas. Una de ellas es la de si esa música más o menos distante que oímos es la de la orquesta del Titanic o la del bautizo de la USS Enterprise.
Rodrigo Fresan es escritor y crítico argentino. Su última novela . es La parte inventada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario