EL CÓMIC, LA HISTORIA DE UNA REINVENCIÓN PERMANENTE
Román Gubern
Francis Lacassin definió al cómic como el “noveno arte”, ubicado en el ecosistema mediático como
un producto derivado del libro ilustrado y de la litografía alumbrada a principios del siglo XIX, pero
a la vez precursor del cine que nace en 1985, en su condición de relato mediante imágenes
consecutivas, que hacen progresar la narración. Este nuevo arte requería de sus autores dos
habilidades muy distintas, la del dibujante y la del narrador, por lo que a veces su autoría se
desdobló en dos profesionales distintos, el guionista y el dibujante o ilustrador. Esta colaboración
era muy congruente con el estatuto de las nuevas industrias culturales, que recuperaban del
Renacimiento el concepto de “talleres colectivos”, por oposición al artista exasperadamente
individualista del Romanticismo. Pero en el siglo romántico proliferaron también los talleres, como el
equipo de “negros” que ayudaban a Dumas a escribir sus novelas.
Se cuenta que un día falleció el “negro” más imaginativo y apreciado del novelista, por lo que éste se
quedó desolado. Pero entonces se le acercó otro negro y le susurró al oído: “No se preocupe,
señor Dumas, que yo conozco al negro del negro que acaba de morir”. Esta tradición colectivista
ha llegado hasta los guionistas del mejor cine italiano de postguerra y, por supuesto, hasta los equipos
que escriben los guiones de nuestras prolongadas telenovelas.
Se ha tratado de identificar la sustancia estética de los cómics con muchas fórmulas, tales como la
literatura dibujada y figuración narrativa (una fórmula, nacida en los años sesenta que me parece
bastante satisfactoria). En realidad se trata de un medio bastante complejo, caracterizado por su gran
heterogeneidad semiótica. Es, esencialmente, un medio escripto-icónico, pero en su escritura entran
modalidades tan singulares como las vistosas onomatopeyas, a veces dibujadas con gruesas letras,
que acabarían por inspirar a algunos pintores del pop-art. Y no hablemos de otras convenciones
iconográficas, como los sensogramas, para expresar sentimientos o estados emocionales (el corazón,
el tronco y el serrucho o la bombilla encendida sobre la cabeza de un personaje).
Y si interesante es el estudio de la semiótica del cómic, no menos interesante es su análisis
sociológico, porque los cómics, como todos los medios de la cultura de masas, o bien reflejan la
realidad social (aunque sea de un modo oblicuo o distorsionado), o bien reflejan su imaginario
(sus aspiraciones y frustraciones).
Sabemos que en Estados Unidos cumplieron la importante función de contribuir a la aculturación
de los inmigrantes que sabían poco inglés, por lo que no leían libros, pero veían películas y miraban
los cómics. Sabemos, además, que existió un importante fenómeno osmótico entre los temas y las
convenciones de los cómics y del cine primitivo, que pronto asistieron al trasvase de personajes de
uno a otro medio. Y hasta en algunas películas de aquella época se utilizaron globos dibujados para
expresar locuciones de los personajes animados. Pronto se asistió a una diversificación de géneros,
a partir de las iniciales kid strips (tiras protagonizadas por personajes infantiles, generalmente
revoltosos e indisciplinados). En los años veinte se asistió a la eclosión de las girl strips, debida a la
conciencia de un mercado femenino sustantivo y también a la existencia de un plantel de mujeres
guionistas y dibujantes en la industria. Y, como consecuencia lógica, aparecieron luego las family strips,
con mucha frecuencia de corte satírico. Por esta época era una mujer, June Mathis, la jefa del
departamento de guionistas de la Metro-Goldwyn-Mayer.
Coincidiendo con la emergencia del cine sonoro aparecieron los cómics de aventuras, que se
continuaban en ejemplares sucesivos, como las novelas por entregas, capitaneados por el
Tarzán (1929), de Harold Foster. La Universal compró los derechos de muchos héroes dibujados y
los lanzó en los años treinta en el formato de serial de serie B, con pocos medios y rodajes
apresurados, lo que no robó un ápice a su popularidad. De hecho, los años treinta, los años de la
Gran Depresión, con su necesidad de evasión y de ensueños colectivos, constituyó una verdadera
Edad de Oro para el cine, la radio y los cómics.
Durante la II Guerra Mundial se asistió a una verdadera militarización de los héroes dibujados, como
Flash Gordon, Superman o Capitán América, nacido en 1941 con la función específica de hacer frente
a los alemanes y japoneses, en una función que renacería, aunque algo más atenuada, durante la
guerra de Corea.
Dicho esto, que pertenece a la intrahistoria del medio, es menester añadir que se fue perfilando
lentamente una dicotomía en la industria, que distinguía al cómic comercial del cómic autoral.
Distinción peligrosa, pues todos los cómics aspiraban a venderse bien (por lo tanto, aspiraban a la
comercialidad) y un cómic tan experimental y vanguardista como Little Nemo, de McCay, fue muy
apreciado por el gran público. Pero digamos que estas tendencias ya se esbozaron tímidamente en
la edad de la inocencia de este medio. Pero este asunto ha de ser tratado siempre con cautela y yo
recuerdo, cuando trabajé en editorial Bruguera en los años sesenta, que el despotismo de Rafael
González, el autoritario jefe de su sección de cómics, no puedo impedir que algunos dibujantes
(Cifré, Escobar) hiciesen una obra muy personal, en el marco estricto de sus órdenes, y que ha sido
justamente revalorizada. Al fin y al cabo, gran parte de la mejor historia del arte ha surgido de
encargos.
El objetivo comercial de este medio, como el de los demás, es el de fidelizar a una audiencia,
proponiéndole, en cada entrega, lo mismo pero cada vez distinto. Es decir, buscando su complicidad
con lo ya conocido y apreciado, pero formulado de modo nuevo para suscitar su interés y sorpresa.
En esta delicada operación hay que ser consciente de que, según diversos estudios, el mercado de
cómics tiende a renovarse cada cinco años, por lo que su público es esencialmente transitorio. En el
caso del cómic de autor, al crecimiento vertical (cualitativo) debe seguir un crecimiento horizontal
(cuantitativo, del mercado).
En los años sesenta tuvo lugar la revolución europea del cómic adulto, en parte como desquite
contra el estatuto infantil en que este medio había estado sometido desde sus orígenes. Desde
Milán, sede de la revista Linus, y desde París, gracias a la editorial Le Terrain Vague, aparecieron
obras de ruptura estética, y de gran desinhibición erótica como Valentina de Guido Crepax
(que intentó importar las lecciones del montaje soviético al papel), Barbarella, Jodelle, Pravda,
Saga de Xam, etc. En la España sometida a las coerciones del franquismo, la ciencia ficción se
convirtió en una buena plataforma para experimentar nuevas formas, como se demostró con
Carlos Giménez (Dani Futuro), Esteban Maroto y Enric Sió.
De este modo, a lo largo de dos décadas, se fue formalizando un nuevo mapa del medio, que
segmentó o diversificó sus propuestas, en el seno de tres grandes provincias editoriales: el cómic
comercial (para públicos indiferenciados); el cómic de vanguardia o experimental para público
adulto; y el cómic alternativo o contracultural, que cultivó la irreverencia social, la pornografía,
la escatología y el feísmo, aunque tenía antecedentes tan lejanos como los anarquizantes
Les Pieds Nickelés (1908), que eran desaconsejados en las puertas de las iglesias francesas,
si bien su formulación moderna procedió de los comix contraculturales norteamericanos, con
el Gato Fritz, de Robert Crumb, a la cabeza. Esta clasificación no agota obviamente todas las
opciones, pues habría que referirse todavía al “cómic de protesta”, con una dimensión política más o
menos explícita, como la Mafalda de Quino, tan distinta al contemporáneo universo de Peanuts, de
Schulz. También como derivación del cómic de vanguardia o experimental se desarrollaron algunas
tendencias brillantes de la “fantasía heroica” o la “espada y brujería” (Moebius, Richard Corben).
En España, como es notorio, la feliz muerte del general Franco abrió desde 1976 una nueva etapa en
la cultura de masas. La “movida” madrileña fue una centrifugadora bulliciosa y gozosa de la que
emanaron revistas como La Luna y Madriz, tanto como el filón almodovariano, que fue un poliedro
hecho de imágenes, músicas y films. En Barcelona, El Víbora se apuntó al sexo, la droga y el rock
and roll, mientras la sátira política bullía en El jueves y El Papus y la bienpensante línea clara
encontraba su nicho estético en El Cairo. Por estos años, el talento de Carlos Giménez pudo
emerger con su ajuste de cuentas político en Paracuellos.
Lo más novedoso en los últimos años ha sido la emergencia de la “cultura del manga”, fruto del
sinergismo entre la televisión, el vídeo, el cómic de papel y los videojuegos, que introdujeron una
nueva interactividad y una nueva escala de ingresos, gracias a la nueva “generación Nintendo”.
Con ello desembocamos en la imagen digital, instrumento omnipotente pero que, comparada con
la vieja artesanía, ha de considerarse como un dibujo todavía muy caro. Pero la hegemonía en
nuestro ecosistema de la pantalla doméstica sobre la cultura del papel (televisión, vídeo, videojuegos,
Internet) marca una nueva frontera, poblada por populares ciberestrellas, como Lara Croft o Aki Ross.
En Final Fantasy se nos ha propuesto que algún día podremos grabar nuestros sueños sobre un
soporte audiovisual. El día que esto llegue, si llega, todos los estudios de producción de imágenes,
fijas o móviles, tendrán que cerrar definitivamente sus puertas.
Extraído del libro "Las dimensiones social y política del cómic" (2006) Coordinadores: Ana Jorge Alonso, Rocío de la Maya Retamar y Alfonso Cortés González. Servicio de Publicaciones Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (CEDMA)
No hay comentarios:
Publicar un comentario