En 'Cuadernos rusos' el dibujante Igort se deja guiar por el espíritu de la periodista asesinada
LUCIA MAGI 27 AGO 2014
Igort, fotografiado en la sede de la editorial Coconino Press. / ITALO RONDINELLA
Igor Tuveri (Cagliari, 1958), más conocido como Igort, tiene nombre de pila ruso, una niñez empapada de música y literatura soviéticas, y una juventud comunista. “Cuando yo era pequeño y todavía no sabía leer, mi abuela me leía novelas de Chéjov y Dostoievski”. La casa en la que se crió en Cagliari (Cerdeña) rezumaba fascinación por todo lo proveniente de las estepas —su padre es compositor—. Con 19 años se matriculó en la universidad de la ciudad más roja de Italia, aquella Bolonia eternamente gobernada por el Partido Comunista Italiano, por entonces un hervidero de movimientos estudiantiles. En 2009 Igort era ya un dibujante famoso, con más de treinta historietas publicadas entre Italia y Japón —en España se habían editado 5 el número perfecto, Fats Waller y Baobab—,que, ilusionado, ponía rumbo a Rusia con un encargo de la editorial francesa Gallimard.
Inevitables e impetuosos como una predestinación, pronto brotaron dos reportajes sobre la antigua Unión Soviética: Cuadernos ucranianos. Memorias de los tiempos de la URSS, publicado en España por Sins Entido, y Cuadernos rusos. La guerra olvidada del Cáucaso, que ahora edita Salamandra. Ambos hurgan con obstinación documental y trazo elegante en la guerra y violencia que tanto castigaron a esos territorios. Estos libros que prestan toda su atención al pasado próximo son valiosas lecturas para entender lo que está ocurriendo en la actualidad.
Yo no soy un profesional ni soy sovietólogo: solo tengo ojos y un buen par de zapatos. Y sé escuchar
El destino se cumple de forma inesperada, sin planificación. “Tenía pensado hacer un libro literario sobre Chéjov, contar su universo a través de las distintas casas en las que había vivido, todas ellas esparcidas por la antigua URSS”, explica Igort en la espartana sede boloñesa de Coconino Press, la editorial de novela gráfica que fundó en el año 2000 y que sobrevive a los sobresaltos del sector gracias a una cuidada selección y a una férrea contención del gasto. Con los codos clavados en la mesa, rodeado por altos montones de libros, Igort parece un soldado en posición defensiva. Alto, de bigote negro perfectamente recortado, su aspecto tiene algo majestuoso, casi severo, características que engrandece la pequeñez del pupitre que ha elegido para sentarse a hablar de Cuadernos rusos. El dibujante tiene una voz dulce y una mirada brillante, curiosa. “Alquilé un piso en Dnipropetrovsk, en Ucrania, y luego otro en Moscú. Era la primera vez que iba con intención de quedarme para escuchar. No quise ir a hoteles, no me gusta. Quiero vivir un lugar, no recorrerlo como un turista. Para entender necesito comprar en las tiendas, pagar las facturas”. Recuerda aquellos momentos del otoño de 2009, en los que, confiesa con palabras reposadas, “cambió el curso” de su vida. “Quería hundirme en la atmósfera de sus historias. Con esa misión, empecé a mirar a mi alrededor, a parar a las personas para entrevistarlas. Preguntarles sobre su día a día, sobre las guerras pasadas, sobre la época de Stalin. Enseguida entendí que la realidad me empujaba hacia otro lado”. El dibujante buscaba inspiración literaria, el hombre encontró la vida. El artista imaginaba sinfonías de la infancia, la voz de la abuela que le leía novelas como cuentos de hadas, pero en el lugar destinado a la ficción irrumpió “la verdad de unos países desesperados, donde se violan los derechos humanos y la gente tiene terror hasta a contestar a preguntas por la calle. Pensé que quizás por primera vez en mi trayectoria de narrador podía ser útil. Podía dar voz a quienes se les ha hurtado el derecho a expresarse”. A quienes sufrieron tantas humillaciones que eligieron el silencio y la supervivencia.
Cuando ya tenía el libro sobre Ucrania publicado y el de Chechenia bastante avanzado, otro encuentro inesperado le hizo modificar sus planes. “Durante una presentación de los Cuadernos ucranianos en París me ocurrió algo digno de una película de espionaje: se me acercó una mujer, me pasó un papelito y antes de desaparecer me dijo: llama a este número”. En su apartamento de la capital francesa, donde reside la mayor parte del tiempo, Igort ejecutó esa extraña orden: al otro lado del teléfono encontró a Galia Ackerman, la traductora y amiga íntima de Anna Politkóvskaya, la periodista del diario ruso Novaya Gazeta asesinada el 7 de octubre de 2006. “En Moscú fui a su barrio, entré en su edificio, me subí al ascensor donde fue acribillada. Quería abrir mis Cuadernos rusos con esa tarde tan fría, con un homenaje discreto, pero el hecho de haber entrado en su círculo más íntimo me llevó a darle más presencia en el libro”.
Cuadernos rusos es una espeluznante novela gráfica sobre la guerra de Chechenia y, en ella, Anna Politkóvskaya hace las veces de ángel de la guarda, de estrella que guía y protege el trabajo del dibujante con su rigor y amor por la verdad: con la consulta de documentos, informes y partes médicos, muy similares a los que ella manejaba, Igort continuó la tarea de la reportera rusa. Fue a Chechenia, habló con madres sin hijos y mujeres sin maridos. Vio fotos y grabó la destrucción de Grozni y de numerosas aldeas. En Moscú encontró a jóvenes soldados rusos, “mandados a la masacre, presas de un machismo simplón, sin formación alguna para mantener el control”.
A Igort le intrigaba la resistencia de la periodista. “Me interesaba su lado humano: ¿por qué razón una madre de dos hijos, que se había librado por los pelos de varios atentados, no se echaba para atrás? Pero mi experiencia allí me hizo entenderlo: cuando ves aquellos documentos, hablas con gente que te cuenta torturas y silencios impuestos, la indignación te hace olvidar la prudencia. Ella decía: ‘Seguí justo porque tenía hijos: para poder mirarlos a los ojos”. Así, la periodista se convirtió en una “suerte de militar”. Su vida privada había desaparecido al servicio de las historias. “Tras sufrir un envenenamiento, solo podía comer té y panecillos con queso. Gaia me enseñó la tienda donde se compró un vestido elegante durante un viaje a París”. Uno de los rarísimos mimos de una existencia que se había convertido en misión. “Yo no soy un profesional ni soy sovietólogo: solo tengo ojos y un buen par de zapatos. Y sé escuchar. Lo que busqué, y encontré con sufrimiento, es la vulnerabilidad y la potencia de las personas anónimas. Esa es la belleza del hombre, no le encuentro otro sentido al breve paseo que damos por la tierra”, concluye el dibujante.
Testigo comprometido
Cuadernos rusos
Igort
Traducción de Regina López Muñoz
Salamandra Graphic. Barcelona, 2014
176 páginas. 25 euros
Por Valentín Vanó
COMO MILITANTE VETERANO de la vanguardia en ilustración e historieta, se había distinguido por su trazo elegante y su gusto por los ambientes sofisticados, por lo que nada permitía presuponer la evolución de Igor Tuveri hacia el cómic periodístico. Quizás para entender la singularidad del díptico dolorido y solemne que conforman Cuadernos ucranianos —publicado hace tres años por Ediciones Sin-sentido— y este reciente Cuadernos rusos conviene subrayar que su autor no tiene la formación ni la vocación de otros periodistas que han apostado por el cómic de forma premeditada, como Joe Sacco. En estos últimos años, Igort ha creado dos tebeos de no ficción monumentales, pero sus motivaciones eran íntimas, urgentes.
Fue durante un viaje a Ucrania cuando este dibujante italiano de ascendencia eslava sintió abrir en su interior una nueva necesidad narrativa. Cuadernos ucranianos narraba diversas historias personales de ciudadanos de ese país pero, sobre todo, se articulaba en torno a la descripción del Holodomor, el devastador proyecto genocida de Stalin que provocó varios millones de muertos y redujo drásticamente la población ucrania entre 1928 y 1934. En Cuadernos rusos, Igort traslada el foco de interés del pasado al presente; de la represión totalitaria estalinistá a la actual democradura de Putin. A partir del asesinato de la periodista Arma Politkóvskaya en 2006, Igort desenreda la madeja del conflicto interminable entre Rusia y Chechenia en un libro que también podría haberse titulado, en cierta forma, Cuadernos chechenos.
Los dos siglos largos de tensión entre ambos países, los delirios de grandeza de la gran Rusia y su política imperialista, la identidad religiosa islámica como hecho diferencial checheno o la importancia estratégica de Chechenia como enclave rico en petróleo e hidrocarburos son argumentos expuestos por Igort en los impactantes y breves capítulos de Cuadernos rusos. Resulta evidente, al leer el libro, que su autor ha refinado la técnica narrativa que desarrolló en Cuadernos ucranianos en favor de una mayor claridad expositiva, dosificación efectiva de la información y búsqueda de respuesta emocional en el lector. Gracias a ese despojamiento de las convenciones artificiosas del cómic, Igort ha generado una recreación veraz de hechos reales y ha podido aportar la visión de un testigo comprometido.
La invocación del espíritu moral de Anna Polifkóvskaya que vehicula el libro está imbuida de los dos referentes literarios y éticos de la propia periodista, León Tolstói y Fiódor Dostoievski. Igort se vale también de una leyenda local muy expresiva para reflexionar sobre la capacidad del alma rusa de soportar padecimientos y privaciones. A pesar del capítulo dedicado al purgatorio de los kulaks, las historias que realmente encogen el corazón del lector son recientes, de ayer mismo. La mayoría de las torturas, asesinatos, incursiones militares y violaciones de los derechos humanos de los que esta novela gráfica da testimonio —incluido el célebre episodio del teatro Dubrovna— se han desarrollado durante la pasada década de los dos mil. La técnica fragmentaria del relato transmite la noción de una realidad inabarcable, que se explica mejor a través de las pinceladas rápidas sobre sus protagonistas efímeros. •
El Pais. Babelia 23.08.14
1 comentario:
Pesadilla! ¿cómo podemos vivir en nuestra terrible país Rusia? Cuando sangrienta imperialista régimen de Putin. Y lo bonito de Ucrania con sus buenas russophobes y nazis. Y los extremistas islámicos sencillamente magnífico. Por cierto, el hambre era no sólo en Ucrania, sino también en Rusia. Esto fue una consecuencia de la economía bolcheviques estúpidos, en lugar de un genocidio específico.
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