Dibujar es aprender a mirar, es adiestrar los canales que conectan la pupila, el cerebro, la mano
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 4 ENE 2014
Hay admiraciones puras y admiraciones envidiosas. La admiración pura es la que nos despierta aquello que está más allá de nuestras capacidades o de nuestras ambiciones. La admiración envidiosa es la que lleva dentro como una pepita un poco amarga la pena de no saber hacer aquello que se admira. Yo tengo una admiración pura por pintores, directores de cine, arquitectos, poetas, compositores, virtuosos de un instrumento musical. Lo que ellos hacen es inaccesible para mí. Puedo disfrutarlo sin la menor necesidad de emulación imaginaria, con el puro deslumbramiento de quien contempla desde la seguridad de su butaca a un equilibrista. La admiración envidiosa la reservo para el que hace algo que me gusta mucho y que razonablemente yo también podría haber hecho. Por eso no envidio a un pintor, pero sí a un dibujante, y no a un gran pianista, pero sí a ese conocido que aprendió lo bastante como para tocar en casa, sin la entrega agotadora y la neurosis solitaria del músico profesional, pero con ese conocimiento que solo se adquiere desde el interior de un arte, desde su práctica asidua. Tengo un amigo en Nueva York que se jubiló hace unos años de un trabajo de ejecutivo bancario y ahora dedica una gran parte de sus días a estudiar violonchelo. Fui a su casa y cuando vi en su estudio el chelo sobre su soporte, junto al atril de las partituras, sentí una envidia que no se me ha pasado. Mi amigo no va a dar conciertos, ni a competir con otros músicos, ni falta que le hace, igual que un corredor o un ciclista aficionado no sentirán la frustración de no batir ningún récord. Pero su relación con la música va a ser mucho más honda y más placentera que la mía, porque sabrá disfrutar no solo del resultado final, sino de lo que es mucho más importante, el proceso que lleva a él, los saberes necesarios para que suceda. Con frecuencia los juicios de un experto en un arte pueden ser demasiado vagos y demasiado tajantes: asistir a una conversación entre dos artistas, dos pintores o dos músicos, es asomarse a la maravilla modesta de lo concreto, como oír hablar a cualquiera de su oficio, a un jardinero o un albañil o un mecánico, cualquiera que tenga la inteligencia de las manos y sepa cómo funcionan por dentro las cosas.
Soy capaz de admirar sin ninguna reserva a un director de cine porque no me imagino dirigiendo una película. De un pintor me siento algo más cerca, porque veo que el suyo es un trabajo más descansado y solitario, en el que no hace falta darse grandes madrugones, ni estar rodeado de mucha gente y muchos aparatos en sitios inverosímiles. De los pintores no me da envidia el oficio, pero sí, y una envidia bastante insana, los espacios desmesurados de sus talleres, en los que suelen haber un desorden entre de chamarilerías y carpinterías, y una luz poderosa y serena de exposición al norte. En los talleres de los pintores uno puede encontrarse cosas estrambóticas, y como pasan muchas horas a solas en ellos se acaban pareciendo a torreones de faros y a refugios de náufragos en los que se han ido acumulando hallazgos desorbitados y arbitrarios. Me acuerdo del taller de mi amigo Juan Vida en Granada, con varios balcones sucesivos que daban a la Carrera de las Angustias, con un gran radiocasete rodeado de trapos viejos, botes de pintura, tarros llenos de pinceles, con un gran sillón abatible y casi ortopédico de barbería antigua, con su reposacabezas de cuero y sus manivelas y palancas de hierro. Plantado en medio del taller el sillón irradiaba una autoridad episcopal, y Juan se sentaba en él para considerar a distancia el cuadro que estuviera pintando, o para escuchar la música del radiocasete o el rumor fluvial de la gente y los pájaros en las copas de los árboles de la Carrera.
A quienes les tengo envidia de verdad es a los dibujantes. Hay capacidades que están más repartidas de lo que parece. Igual que muchísima gente podría aprender a tocar con solvencia un instrumento musical, o cultivar la voz, o escribir con claridad y precisión, o a practicar un ejercicio saludable, estoy seguro de que una educación plástica temprana revelaría en muchas personas una capacidad al menos aceptable para el dibujo.
Dibujar es aprender a mirar; es adiestrar los canales neurológicos que conectan la pupila, el cerebro, la mano. El dibujo es manejar la herramienta simple y prodigiosa del lápiz, permanecer alerta a las variaciones sutiles en la materialidad del papel, su resistencia, su suavidad, su aspereza. Yo llevo siempre conmigo un cuaderno, y no me separo de él hasta que no he llenado todas sus páginas, pero no hay casi nada que me dé más envidia que los cuadernos de los dibujantes. Los míos son cuadernos monótonos en los que no hay nada más que palabras, si acaso la entrada de algún concierto, o la de un museo, o una hoja o un tallo de hierba. En los cuadernos de los dibujantes están las imágenes del mundo, el diario visual y el collage tangible de la vida, la crónica instantánea de la mirada. El ilustrador Enrique Flores se va intrépidamente de viaje a los sitios más improbables del planeta y vuelve con cuadernos prietos de acuarelas y dibujos, visiones de la India o de Cuba o de África que se habrán fijado con más precisión en su memoria porque las ha inscrito en el papel. El diseñador Pep Carrió lleva exhaustivos diarios visuales que le recuerdan a veces a uno aquellos cuadernos en los que Durero dibujaba paisajes y sueños. Pep Carrió usa cuadernos rayados, agendas en las que cada página tiene la marca de una fecha, y eso acentúa la cotidianidad disciplinada de su tarea, el compromiso del empeño diario. La inspiración salta ante el desafío del papel en blanco, que es al mismo tiempo límite seguro y pura posibilidad. Una hoja se llena orgánicamente de ramificaciones de árbol que brotan de la cabeza de una silueta humana. El gozo de recortar y pegar acentúa la destreza manual del dibujo. Pep Carrió tiene una pasión por las acumulaciones dispares que le recuerda a uno las cajas de Joseph Cornell, un talento para los choques visuales que viene de Max Ernst y de René Magritte, un humorismo y un amor esmerado por las caligrafías meticulosas del dibujo aprendidos tal vez de Paul Klee.
A medias con Isidro Ferrer, Carrió acaba de publicar un libro de dibujos en cuadernos que se titula Abierto todo el día. El encuentro de dos artistas tan diferentes entre sí resalta la singularidad de cada uno, la fraternidad profunda del oficio. Los cuadernos pertenecen al mundo, para algunos obsoleto, de lo que puede tocarse y olerse, del papel y la tinta, pero gracias a una aplicación despliegan al mismo tiempo inusitadas posibilidades digitales: cobran movimiento, tienen música, dejan oír las voces de los dos artistas. Cada página es como una chistera de mago o una caja de tentetieso, y contiene al menos un descubrimiento: máscaras, monigotes, árboles, animales, listas de nombres, figuras y signos como de jeroglíficos. Cómo no va uno a tenerle envidia a quien hace esos cuadernos.
www.antoniomuñozmolina.es
El Pais Babelia 04.01.14
No hay comentarios:
Publicar un comentario