Por Manuel Vicent
Su padre le consideró siempre un pintamonas; Zola, su amigo de infancia, un descarriado. Ambroise Vollard fue el primero en percibir el genio del pintor, terco, huraño e indomable, que dio paso al cubismo de Picasso, al fauvismo de Matisse y al abstracto de Kandinski. A partir de ahí la pintura del siglo XX rompió todas las amarras
AMBROISE VOLLARD, vendedor de cuadros, el descubridor de Cézanne, era un tipo agnóstico. Un día le preguntaron: en caso de que le forzaran a elegir religión, cuál escogería. Vollard contestó que era muy friolero, de modo que no dudaría en hacerse primero judío porque en las sinagogas era obligatorio llevar puesto el sombrero; en segundo lugar protestante porque en sus templos solía haber calefacción y nunca católico porque en las iglesias católicas había muchas corrientes de aire. Este hombre tan escéptico y pragmático con la religión fue, no obstante, un visionario para el arte. Había nacido en la isla de la Reunión, donde, de niño, comenzó a coleccionar guijarros y pedazos de vajillas rotas, sobre todo fragmentos de porcelana azul. Su tía Noémie pintaba rosas de papel. El niño quiso saber por qué no pintaba las flores del jardín que eran más bonitas. “Pinto flores de papel porque no se marchitan nunca”. Esta misma respuesta le dio Cézanne, muchos años después, en su galería de la Rue Lafitte.
Ambroise Vollard fue el primero en darse cuenta del genio de este pintor, que abrió la puerta a la vanguardia, cuando iba por París vestido como un mendigo, mal afeitado, con un chaleco rojo bajo una chaqueta raída y sus cuadros eran objeto de escarnio, rechazados en todos los Salones de pintura. El padre de Paul Cézanne, un sombrerero de Aix-en-Provence, conservador, con leontina de oro, de carácter tiránico, fundador de una banca de provincias, despreciaba el trabajo de su hijo como artista, aunque le tenía asignado un sueldo de subsistencia, ciento veinticuatro francos al mes, para evitarle tentaciones y tenerlo atado. Hasta el día de su muerte pensó que su hijo era un pintamonas. El escritor Émile Zola también consideraba que su viejo amigo Cézanne era un descarriado, sin habilidad para administrar su talento. Habían sido compañeros inseparables de juegos y de estudios en el colegio Bourbon de Aix. Cézanne tocaba la corneta de llaves y Zola el clarinete en una banda creada entre vástagos adolescentes de la burguesía; hacían excursiones por las laderas de Sainte-Victoire o del Pilón del Rey; se bañaban desnudos en el río Arc; recitaban versos de Victor Hugo y juntos viajaron a París soñando con la gloria.
Zola se hizo escritor y no tardó en alcanzar la fama. Mientras sus novelas comenzaron muy pronto a tener un éxito extraordinario, Cézanne sólo era un artista inhóspito que se había quedado atrás. No conseguía encontrar lo que buscaba. Apenas comenzaba a pintar, crispaba los puños ante el lienzo, lo desgarraba con la espátula y arrojaba los pinceles contra la pared. Por otra parte enrojecía hasta detrás de las orejas y huía del estudio cuando una modelo comenzaba a desnudarse. Las mujeres le trastornaban, pero acabó juntándose con una costurera bordadora, que a veces posaba para los pintores, Hortense Fiquet, con la que tuvo un hijo, una relación que ocultó a su padre por miedo a su tiranía. Cada día más terco, más indomable, más huraño, se negaba a aceptar las consignas del grupo de los impresionistas que se reunían en el café Guerbois en cuya puerta un día le dijo a Manet, que vestía como un dandy: “No le doy la mano porque no me la he lavado en ocho días”. Desde la cima de su éxito Zola contemplaba la ruina de su amigo con una compasión benevolente que acabó convirtiéndose en un desprecio sangrante. Su última novela, Nana, la aventura de una cortesana, vendió en el primer día de lanzamiento cincuenta mil ejemplares, mientras Cézanne tenía que aceptar unos pocos francos a cuenta o unos lienzos nuevos y tubos de colores a cambio de cuadros pintados en la tienda del famoso tío Tanguy, en Montmartre.
Zola vivía ya en una mansión fuera de París, con mayordomo y criados; recibía a las visitas sentado en un sillón Luis XV enfrente de una chimenea de mármol, rodeado de tapices, armaduras, estatuas, figuras de porcelanas en las vitrinas, marfiles, un jarrón con un chino pintado bajo una sombrilla, con un ángel de las alas desplegadas colgado del techo con una atadura invisible y cuadros oscuros, entre los que se mezclaban auténticos y falsos, alegóricos y pom- piers, pintados con betún de Judea, al que los impresionistas llamaban zumo de iglesia. Tenía también algunos óleos de Cézanne guardados en un armario que no osaba enseñar a nadie.
Cuando Ambroise Vollard llegó un día a casa de Zola con una carta de recomendación de Mirbeau, siguiendo el rastro de los cuadros de primera época de Cézanne, que había decidido reunir, el escritor le recibió llevando en brazos a su querido perrito Pinpin. Al preguntarle por los cuadros de su amigo de la infancia, el maestro golpeó con la mano un armario bretón.
—Los tengo encerrados ahí. Cuando recuerdo que les decía a nuestros antiguos compañeros que Paul tenía un genio de gran pintor, aún siento vergüenza.
Si les pusiera estos cuadros ante sus ojos... ¡Cézanne!... Aquella vida que llevábamos en Aix y en los primeros años de París. ¡Todos nuestros entusiasmos! Ah, ¿por qué no produjo mi amigo toda la obra que yo esperaba de él? Por más que le decía que poseía el genio de un gran pintor y que tuviera el valor de llegar a serlo, no escuchaba ningún consejo. Intentar que entrara en razón era como tratar de convencer a las torres de Notre-Dame para que bailen.
Zola poseía diez obras de Cézanne ocultas entre cacharros y una de ellas no se encontró bajo el polvo hasta 25 años después de la muerte del escritor, ocurrida en 1927. El desencuentro con su amigo se produjo cuando Cézanne se vio reflejado, bajo el nombre del protagonista Claude Lautier, en la novela de Zola L’Oeuvre, que trataba de un pintor fracasado, ejemplo de la impotencia artística y de la quiebra de un genio, en la que al final el héroe se suicida. Cézanne la consideró una traición.
Mientras tanto, Ambroise Vollard había comenzado a acaparar todos los cuadros de Cézanne que encontraba; había adquirido los del tío Tanguy que se subastaron en el hotel Drouot a su muerte; viajó a Aix-en-Provence donde ahora, ya viejo y rico heredado de banquero, pero todavía escarnecido, Cézanne seguía pintando sin encontrar lo que buscaba, y arrojaba los cuadros por la ventana sobre los árboles del jardín y así vio Vollard cerezos cuajados de bodegones con manzanas; el marchante compró también todos los cuadros que los vecinos tenían arrumbados en las carboneras y desvanes, que el pintor había regalado y que le ofrecían desde los balcones. En su galería de arte de la Rue Lafitte entró un día la coleccionista Gertrude Stein.
—¿Qué vale este Cézanne?
—Quinientos francos —contestó Vollard.
—¿Si compro tres?
—Mil quinientos.
—¿Y si le compro los diez
que tiene?
—Entonces, cincuenta mil. —¿Por qué?
—Porque entonces me quedo sin Cézanne.
Obsesionado por dar toda la profundidad y consistencia a la materia Cézanne había comen-zado a estructurarla en planos cada vez más íntimos de luces entrecruzadas hasta descomponerla. Así dio paso al cubismo de Picasso, al fauvismo de Matisse y al abstracto de Kandinski. A partir de ahí la pintura del siglo XX rompió todas las amarras. Pero la gloria no le llegaría a Cézanne hasta la gran exposición que montó Vollard en su galería, la cual propició después la retrospectiva que se realizó en París, en 1904, en el Salón de Otoño, dos años antes de la muerte del pintor. Hoy a Zola se le recuerda sólo por un artículo, J’accuse, publicado en L’Aurore, sobre el caso Dreyfus, el 13 de enero de 1898. Mientras su amigo, el artista fracasado de su novela, es el pintor cuya cotización sigue siendo la más alta de la pintura moderna.
El Pais Babelia 30.01.2010
Su padre le consideró siempre un pintamonas; Zola, su amigo de infancia, un descarriado. Ambroise Vollard fue el primero en percibir el genio del pintor, terco, huraño e indomable, que dio paso al cubismo de Picasso, al fauvismo de Matisse y al abstracto de Kandinski. A partir de ahí la pintura del siglo XX rompió todas las amarras
AMBROISE VOLLARD, vendedor de cuadros, el descubridor de Cézanne, era un tipo agnóstico. Un día le preguntaron: en caso de que le forzaran a elegir religión, cuál escogería. Vollard contestó que era muy friolero, de modo que no dudaría en hacerse primero judío porque en las sinagogas era obligatorio llevar puesto el sombrero; en segundo lugar protestante porque en sus templos solía haber calefacción y nunca católico porque en las iglesias católicas había muchas corrientes de aire. Este hombre tan escéptico y pragmático con la religión fue, no obstante, un visionario para el arte. Había nacido en la isla de la Reunión, donde, de niño, comenzó a coleccionar guijarros y pedazos de vajillas rotas, sobre todo fragmentos de porcelana azul. Su tía Noémie pintaba rosas de papel. El niño quiso saber por qué no pintaba las flores del jardín que eran más bonitas. “Pinto flores de papel porque no se marchitan nunca”. Esta misma respuesta le dio Cézanne, muchos años después, en su galería de la Rue Lafitte.
Paul Cèzanne (Aix-en-Provence, 1839-1906), en su estudio. Foto: Album
Ambroise Vollard fue el primero en darse cuenta del genio de este pintor, que abrió la puerta a la vanguardia, cuando iba por París vestido como un mendigo, mal afeitado, con un chaleco rojo bajo una chaqueta raída y sus cuadros eran objeto de escarnio, rechazados en todos los Salones de pintura. El padre de Paul Cézanne, un sombrerero de Aix-en-Provence, conservador, con leontina de oro, de carácter tiránico, fundador de una banca de provincias, despreciaba el trabajo de su hijo como artista, aunque le tenía asignado un sueldo de subsistencia, ciento veinticuatro francos al mes, para evitarle tentaciones y tenerlo atado. Hasta el día de su muerte pensó que su hijo era un pintamonas. El escritor Émile Zola también consideraba que su viejo amigo Cézanne era un descarriado, sin habilidad para administrar su talento. Habían sido compañeros inseparables de juegos y de estudios en el colegio Bourbon de Aix. Cézanne tocaba la corneta de llaves y Zola el clarinete en una banda creada entre vástagos adolescentes de la burguesía; hacían excursiones por las laderas de Sainte-Victoire o del Pilón del Rey; se bañaban desnudos en el río Arc; recitaban versos de Victor Hugo y juntos viajaron a París soñando con la gloria.
Zola se hizo escritor y no tardó en alcanzar la fama. Mientras sus novelas comenzaron muy pronto a tener un éxito extraordinario, Cézanne sólo era un artista inhóspito que se había quedado atrás. No conseguía encontrar lo que buscaba. Apenas comenzaba a pintar, crispaba los puños ante el lienzo, lo desgarraba con la espátula y arrojaba los pinceles contra la pared. Por otra parte enrojecía hasta detrás de las orejas y huía del estudio cuando una modelo comenzaba a desnudarse. Las mujeres le trastornaban, pero acabó juntándose con una costurera bordadora, que a veces posaba para los pintores, Hortense Fiquet, con la que tuvo un hijo, una relación que ocultó a su padre por miedo a su tiranía. Cada día más terco, más indomable, más huraño, se negaba a aceptar las consignas del grupo de los impresionistas que se reunían en el café Guerbois en cuya puerta un día le dijo a Manet, que vestía como un dandy: “No le doy la mano porque no me la he lavado en ocho días”. Desde la cima de su éxito Zola contemplaba la ruina de su amigo con una compasión benevolente que acabó convirtiéndose en un desprecio sangrante. Su última novela, Nana, la aventura de una cortesana, vendió en el primer día de lanzamiento cincuenta mil ejemplares, mientras Cézanne tenía que aceptar unos pocos francos a cuenta o unos lienzos nuevos y tubos de colores a cambio de cuadros pintados en la tienda del famoso tío Tanguy, en Montmartre.
Zola vivía ya en una mansión fuera de París, con mayordomo y criados; recibía a las visitas sentado en un sillón Luis XV enfrente de una chimenea de mármol, rodeado de tapices, armaduras, estatuas, figuras de porcelanas en las vitrinas, marfiles, un jarrón con un chino pintado bajo una sombrilla, con un ángel de las alas desplegadas colgado del techo con una atadura invisible y cuadros oscuros, entre los que se mezclaban auténticos y falsos, alegóricos y pom- piers, pintados con betún de Judea, al que los impresionistas llamaban zumo de iglesia. Tenía también algunos óleos de Cézanne guardados en un armario que no osaba enseñar a nadie.
Cuando Ambroise Vollard llegó un día a casa de Zola con una carta de recomendación de Mirbeau, siguiendo el rastro de los cuadros de primera época de Cézanne, que había decidido reunir, el escritor le recibió llevando en brazos a su querido perrito Pinpin. Al preguntarle por los cuadros de su amigo de la infancia, el maestro golpeó con la mano un armario bretón.
—Los tengo encerrados ahí. Cuando recuerdo que les decía a nuestros antiguos compañeros que Paul tenía un genio de gran pintor, aún siento vergüenza.
Si les pusiera estos cuadros ante sus ojos... ¡Cézanne!... Aquella vida que llevábamos en Aix y en los primeros años de París. ¡Todos nuestros entusiasmos! Ah, ¿por qué no produjo mi amigo toda la obra que yo esperaba de él? Por más que le decía que poseía el genio de un gran pintor y que tuviera el valor de llegar a serlo, no escuchaba ningún consejo. Intentar que entrara en razón era como tratar de convencer a las torres de Notre-Dame para que bailen.
Zola poseía diez obras de Cézanne ocultas entre cacharros y una de ellas no se encontró bajo el polvo hasta 25 años después de la muerte del escritor, ocurrida en 1927. El desencuentro con su amigo se produjo cuando Cézanne se vio reflejado, bajo el nombre del protagonista Claude Lautier, en la novela de Zola L’Oeuvre, que trataba de un pintor fracasado, ejemplo de la impotencia artística y de la quiebra de un genio, en la que al final el héroe se suicida. Cézanne la consideró una traición.
Mientras tanto, Ambroise Vollard había comenzado a acaparar todos los cuadros de Cézanne que encontraba; había adquirido los del tío Tanguy que se subastaron en el hotel Drouot a su muerte; viajó a Aix-en-Provence donde ahora, ya viejo y rico heredado de banquero, pero todavía escarnecido, Cézanne seguía pintando sin encontrar lo que buscaba, y arrojaba los cuadros por la ventana sobre los árboles del jardín y así vio Vollard cerezos cuajados de bodegones con manzanas; el marchante compró también todos los cuadros que los vecinos tenían arrumbados en las carboneras y desvanes, que el pintor había regalado y que le ofrecían desde los balcones. En su galería de arte de la Rue Lafitte entró un día la coleccionista Gertrude Stein.
—¿Qué vale este Cézanne?
—Quinientos francos —contestó Vollard.
—¿Si compro tres?
—Mil quinientos.
—¿Y si le compro los diez
que tiene?
—Entonces, cincuenta mil. —¿Por qué?
—Porque entonces me quedo sin Cézanne.
Obsesionado por dar toda la profundidad y consistencia a la materia Cézanne había comen-zado a estructurarla en planos cada vez más íntimos de luces entrecruzadas hasta descomponerla. Así dio paso al cubismo de Picasso, al fauvismo de Matisse y al abstracto de Kandinski. A partir de ahí la pintura del siglo XX rompió todas las amarras. Pero la gloria no le llegaría a Cézanne hasta la gran exposición que montó Vollard en su galería, la cual propició después la retrospectiva que se realizó en París, en 1904, en el Salón de Otoño, dos años antes de la muerte del pintor. Hoy a Zola se le recuerda sólo por un artículo, J’accuse, publicado en L’Aurore, sobre el caso Dreyfus, el 13 de enero de 1898. Mientras su amigo, el artista fracasado de su novela, es el pintor cuya cotización sigue siendo la más alta de la pintura moderna.
El Pais Babelia 30.01.2010
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