Además de mitologías postmodernas, los personajes del tebeo son hoy un nutriente de obras literarias
HÉCTOR MÁRQUEZ
Imaginen el dilema sobre la mesa y el corazón de un niño lector: los cuatro mosqueteros ensartando a los sicarios de Richelieu o los cuatro fantásticos luchando contra el tirano Doctor Muerte en la Zona Negativa. Las aventuras de Ulises en La Odisea las aventuras de Tintín en el Tibet o Spiderman sosteniendo en sus brazos el cuerpo muerto de Gwen Stacy. Ambos, superhombres sometidos a dilemas y torturas interiores. Como yo.
-¿Y me puedes comprar este libro?
Sí, claro. Un libro es un libro. Y era cosa de sacar pecho ver al niño de seis años con la Mitología Griega y romana de Jean Humbert cacareando:
-Hércules hizo doce trabajos, como los meses del año y los signos del zodíaco.
-¿Lo ves como eres listo? Esto es mucho mejor que los tebeos.
Así que comencé pronto a camuflar tebeo bajo libro. Allí se escondían los volúmenes de la editorial Vértice que, horrorosamente editados, nos traían las aventuras de Los Vengadores, La Masa, Dan Defensor, Patrulla X, CapitánAmérica, Hombre de Hierro, Thor... Como las novelas folletinescas del siglo XIX de donde surgieron obras de Dumas, Balzac, Hugo, Dickens o Flaubert, luego celebradas literariamente, los cómics de superhéroes se adherían al continuará. Y, como las novelas aconsejadas para mi mente infantil, creadas por Stevenson, Verne o Salgari, estaban llenos de aventuras fantásticas. Eso no lo apreciaba papá, que ni hojeaba tebeos, ni leía 20.000 leguas de viaje submarino, por más que la recomendara con tesón y amenaza.
Amé los superhéroes porque luchaban y no desfallecían. Porque siempre sabían dónde estaban los buenos y, pudiendo tirarse la vida padre, elegían una vida de perros. Porque tenían poderes, como los dioses mitológicos. Los hombres siempre nos hemos nutrido de mitologías que han devenido en religiones o ficciones simbólicas para explicar nuestros anhelos y escapar del temor de la muerte. Y, de forma tan curiosa como recalcitrante, hemos sido luego capaces de creer reales nuestras propias fábulas.
Entonces ya entendía, aunque no supiese defenderlo, que Hermes y Silver Surfer compartían funciones. Que Superman era un Jesucristo espacial con malla y capa: inmortales, su reino no era de este mundo y ambos tuvieron padres adoptivos. Vale, las historias de los superhéroes siempre tenían el mismo esquema: malo-malísimo amenaza al mundo; bueno-buenísimo lucha contra él, está a punto de perder pero le da su merecido hasta el próximo número. Pero es que mitologías y religiones eran también similares. Y en nombre de todas se había matado alguna vez por pura convicción de que era ésa y no otra la verdadera y fetén. No conozco ninguna guerra que haya traído bajas entre amantes de Magneto y adoradores de Lobezno. Al cabo, los tebeos eran sólo historietas, que ni categoría de historias tenían. Aunque papá pensase lo contrario.
-Esa mierda te llena la cabeza de tonterías.
El problema de la credibilidad del superhéroe, al que su condición de personaje franquicia le ha hecho pasar por cambios inverosímiles, malos dibujantes y guionistas acelerados para seguir asombrando al público, sólo lo solucionarán el tiempo y los concilios. Bueno, eso mismo le pasó al Quijote, del que hicieron versiones, precuelas y ediciones apócrifas hasta muchos años después.
Cuando en el instituto mi profesor de Literatura nos enseñó que El Quijote fue considerado hasta bien entrado el siglo XVIII un mero relato humorístico, escaso en solomillo literario, pensé que tal vez todo fuera cuestión de perspectiva. En el fondo, el canijo armado y el gañán flatulento eran para su época tan ridículos en sus trazas como nos parecerían hoy, si nos las cruzáramos en la calle, Hulk o Wonder Woman. Cada época crea o tunea sus mitos y arquetipos y también actualiza su vigencia y significados.
Los cómics de superhéroes son un compendio de la imaginación humana, de sus mitos pasados y contemporáneos. Los superhéroes, además de rentables franquicias y mitologías posmodernas, son hoy un nutriente de obras literarias. Como el experimento de Cortázar Fantomas contra los vampiros multinacionales, o como la novela que ganó el Pulitzer en 2001 de Michael Chabon Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (Mondadori), un título que describe la situación social y económica de los Estados Unidos de los años 30 cuando surgieron los primeros superhéroes. A estas alturas, decidir qué narrativa eliges para alimentar tu ocio, alma o tus batuecas particulares, si pictórica, fílmica, oral, literaria o gráfica, carece de importancia. Hay novelas que matan de aburrimiento y cómics maravillosos. No lo digo yo, lo dice gente como Auster, Cortázar o Savater. Ahora es el momento de leer Persépolis de Marjane Satrapi, de hacerse con algún Daniel Cloves -Ice Heaven, puede bastar-, de leer a Chris Ware, a Carlos Giménez, Rutu Modan, el Maus de Spiegelman, al maestro Taniguchi, el Ozu del cómic japonés, o la fabulosa Lost Girls de Allan Moore y Melinda Gebbie.
¿Y hay algún superhéroe que llevarse a la cama pasados los cuarenta? Muchos, les diría. Muchísimos. Pero empecemos por su Quijote: Watchmen, obra creada en los 80 por el escritor inglés Allan Moore y dibujada por Dave Gibbons, la primera novela gráfica que ganó el Premio Hugo, hace 20 años. Allí el cómic dejó de mirar con complejo al superhéroe. Lo dotó de madurez, halitosis, crueldad, complejidad y miserias. Era cuestión de tiempo que los mitos crecieran, pegaran un puñetazo en la mesa y luego les doliese. Todo es mudanza. Vi morir a mi padre en la cama. Como a Alonso Quijano o el Capitán Marvel. Sigo leyendo tebeos. Y novelas, poemas, mitos, ensayos. Hasta prospectos de farmacia. Vaya a ser que algún efecto secundario nos regale un superpoder de chiripa.
Revista Mercurio nº107 Enero 2009
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