Por IKER SEISDEDOS. Fotografía de SOFÍA MORO
Radiografías, reflectografias infrarrojas e imágenes digitales de alta resolución sirvieron a Almudena Sánchez y Ana González Mozo para restaurar la copia madrileña de la "Mona Lisa"
Suena el teléfono en la penumbra de un despacho silencioso y forrado de tratados de pintura en el Casón del Buen Retiro. Manuela B. Mena, jefa de conservación de pintura del siglo XVIII y de Goya, y mujer orgullosa de sus ideas, también cuando acarrean la polémica, habla con pasión sobre la experiencia vital como instrumento para el estudio de la historia del arte. Contrariada por la interrupción, dice:
-Con toda probabilidad, esa llamada será de alguien que está seguro, segurísimo, de que tiene en casa un goya. Todos los días nos llega un nuevo cuadro. Con decirle que yo he visto unos ocho mil...
-¿Y cuántos de ellos salieron efectivamente del genial pincel?
Se lo piensa un instante y cuenta con los dedos.
-No llegan a diez.
Formar parte del equipo de conservación del Museo Nacional del Prado, una quincena de investigadores de arte antiguo que trabajan en el remozado Casón del Buen Retiro, alrededor de la bóveda pintada por Luca Giordano, tiene estas cosas. Todos les requieren... Las viejecitas con un tesoro entre manos que luego resulta no ser tanto; el mercado del arte, presto a celebrar un dictamen favorable; la recelosa élite académica internacional; los muchachos de la prensa, para los que un descuido puede equivaler a varios días de titulares jugosos; o los 2.911.767 visitantes que batieron la marca de afluencia al museo en 2011. Y las colecciones, claro, sobre todo las colecciones, la catedral laica que describió Ramón Gómez de la Serna, esa invitación a mudarse a vivir al Madrid cortesano, aquel incomparable acopio real devenido en tesoro nacional que ellos están obligados a velar por ley.
Esa es la primera razón de ser de su trabajo, labor por lo demás tranquila y un tanto anodina si se mira desde la perspectiva de quien no ve mayor interés en aclarar, pongamos por caso, si el pintor español barroco Juan Bautista Maíno presentó o no un expediente de averiguación de limpieza de sangre para entrar en la orden dominica allá por 1613. Y, sin embargo, la actividad callada de los departamentos de conservación, los talleres de restauración y el gabinete de documentación técnica (si se permite el símil anatómico, algo así como el cerebro, las manos y los cinco sentidos de la parte científica del Prado) no paran en los últimos tiempos de acumular éxitos que los sitúan en la élite mundial.
Los ha habido sonoros, sin duda, como el reciente rescate de una milagrosa sarga de Bruegel el Viejo, considerado el mayor acontecimiento de la pintura flamenca de los últimos 25 años. O el redescubrimiento de la copia de La Gioconda realizada al mismo tiempo que la original, que pasó de réplica -vieja conocida del Prado desde sus primeros balbuceos y poco menos que del montón- a pieza esencial para comprender el modo en que funcionaba el taller de Leonardo. Nuevos capítulos de esta serie se emiten estos
días en el taller de restauración. El último lo protagoniza la adición al catálogo de Tiziano de un San Juan Bautista que está siendo reanimado. Miguel Falomir, jefe de departamento de pintura italiana y francesa, reparó en él en una iglesia de Almería como parte de eso que llaman Prado disperso y forman las 3.100 obras que fueron saliendo alos más diversos destinos de España y sin demasiado control de la pinacoteca cuando la colección creció incontenible al entrar los fondos del Museo de la Trinidad en 1872.
¿A QUÉ SE DEBE TANTA REVELACIÓN Superlativa? A algo que si no es una revolución científica, se parece mucho. O quizá no sean sino los frutos de una modernización largamente ansiada por un museo que se negó a convertirse en un "mausoleo", las comillas son del director Miguel Zugaza, del gusto occidental, mientras tal cosa, ay, aún signifique algo.
Algunos de los porqués de este buen momento son prosaicamente logísticos. La ampliación, diseñada al milímetro por el arquitecto Rafael Moneo y terminada en 2007, permitió no solo aumentar el espacio expositivo, sino facilitar la vida y el trabajo del cuerpo de restauradores y conservadores. Tras las puertas cerradas al visitante, el nuevo edificio de los Jerónimos oculta un entramado que se arracima en torno a las nuevas salas: del taller de restauración de pintura en la última planta alos vastísimos y modernos sótanos, 900 metros cuadrados en los que tres mil obras se disponen en 221 peines de doble cara de hasta ocho metros de altura.
Se trata del mítico Prado oculto, a cuyo poder conjurador de misterios trata de restar importancia Judith Ara, coordinadora general de conservación. Y eso pese a que si uno acierta a pedirle que abra el peine adecuado a Manuel Montero, cuidadoso jefe de "la brigada", nombre que se da a los forzudos encargados del traslado de obras, puede encontrarse con tantos exquisitos paisajes del pintor del XIX Carlos de Haes como para llenar un museo municipal.
Parte del hallazgo de la ampliación puesta en marcha en los noventa está en la comunicación vertical que permite el montacuadros, ascensor deliberadamente lento y silencioso, capaz de transportar hasta nueve mil kilos de arte. Antes de la obra, recuerda Gabriele Finaldi, director adjunto de conservación e investigación, "se restauraba en salas, la colección permanente se movía para hacer hueco a las muestras temporales y las obras tenían que atravesar todo el museo para llegar al taller".
Abajo, el equipo
de conservación casi al completo posa con
la dirección en la terraza del Casón del
Buen Retiro, lugar donde despliegan la
mayor parte de sus labores investigadoras.
Los almacenes diseñados en la ampliación
de Rafael Moneo permiten albergar 3.000
piezas en peines de doble cara de hasta
ocho metros de altura. En la imagen,
Manuel Montero, jefe de la brigada, los
únicos autorizados para el traslado de
obras, abre uno repleto de paisajes del
pintor del XIX Carlos de Haes, ante la
coordinadora Judith Ara.
Eran tiempos en los que los almacenes recordaban más a oscuros desvanes que al ordenado y exultante alarde de organización de hoy en día. "Había obras de la colección que estaban detrás de una puerta o sepultadas en los depósitos; si uno las reclamaba le decían que sencillamente no se podían investigar", explica Falomir en un rato robado a la preparación de la muestra El último Rafael, la gran exposición del próximo verano.
En el nuevo Prado la comunicación es fluida entre los almacenes y los talleres de marcos, escultura y papel, así como entre el gabinete de dibujos (dominios del conservador José Manuel Maulla), el de documentación técnica y el laboratorio, donde se analizan pigmentos, se toman fotografías digitales de altísima resolución y se emplean reflectografías infrarrojas, radiografías y otras técnicas que el arte robó a la medicina en los setenta para desenmascarar las ocultas intenciones de los pintores. Con estos procedimientos de laboratorio, la investigadora Ana González Mozo y la restauradora Almudena Sánchez desvelaron los misterios de La Gioconda del Prado, que había estado allí siempre. Ala espera de que alguien se tomase la molestia de estudiarla.
"El laboratorio tiene fama de ser uno de los mejores del mundo", habían afirmado al unísono en el taller de restauración de pintura Zugaza y Finaldi una reciente mañana de abril, no tan "jugosa" como la que se tomó Eugenio D'Ors para recorrer el museo en el clásico Tres horas en el Prado. Vestida de oscuro, con traje y corbata, la pareja, que este año cumple una década al timón del buque insignia del arte español, desentonaba en un ambiente invadido por la luz madrileña, tan de artista, y dominado por las batas blancas manchadas de pintura y un olor a disolvente que toma la amplia estancia desde las paletas de los sigilosos restauradores.
"Lo bueno de este trabajo es que siempre tienes la sensación de hacer historia", cuenta Enrique Quintana, coordinador jefe de los talleres de restauración, en una esquina con vistas al edificio principal, proyecto cumbre de Juan de Villanueva que iba para gabinete de historia natural y acabó como templo en grises y naranjas de algo tan escasamente científico como la emoción artística.
Un vistazo a lo que se traen entre manos los 22 profesionales de plantilla, cuyo trabajo organiza Quintana, acaba por darle la razón. Aquí, El vino de la fiesta de San Martín, de Pieter Bruegel el Viejo, recibe los últimos retoques antes de pasar a sala, frente al Calvario, de Roger van der Weyden, gigantesco y sobrecogedor retablo (tanto por su belleza como por su delicado estado de conservación), que es propiedad de Patrimonio Nacional y llegó del Escorial para ser resucitado entre goyas (La boda), rafaeles (El pasmo de Sicilia) o los seis soportes de la Apoteosis eucarística, de Rubens, proyecto desarrollado en colaboración con la Fundación J. Paul Getty de Los Ángeles.
Las obras ingresan en esta UVI por variados motivos, que van de una revisión rutinaria antes de una exposición a una intervención de urgencia para salvar una vida o un descubrimiento artístico de alto voltaje que precisa una puesta a punto. Un agradable paseo por una de aquellas suaves colinas que el Madrid ilustrado domesticó separa el taller de las oficinas de los conservadores, los médicos que suelen prescribir el ingreso del paciente.
CUANDO NO ESTÁN AQUÍ, conociendo los avances de las restauraciones, o custodiando el viaje de una obra ("haciendo de correo", en la jerga), la actividad de estos exfuncionarios que pasaron a quedar sujetos por el convenio del Prado cuando obtuvo en 2004 la autonomía total que otorga una ley propia, se concentra en el Casón, parte del museo desde 1971. Allí, en lo que fue la pista de baile de Carlos IV y hoy es, junto al Salón de Reinos, el único vestigio del Palacio del Buen Retiro, la vida se divide en corrientes artísticas, y estas, por siglos.
Beneficiado también por la reforma de Moneo, el corazón del centro de estudios es tras su reapertura en 2009 la biblioteca. Sus depósitos crecen imparables bajo la supervisión de Javier Docampo en las siete parcelas del conocimiento en las que está acotada la colección: pintura española, italiana y francesa, flamenca y escuelas del norte, del siglo XVIII y Goya, del siglo XIX, y escultura y artes decorativas.
El paisaje humano de los conservadores es tan diverso como las corrientes de las que son guardianes: del elocuente Alejandro Vergara, gran experto en Rubens y Van Dyck (de quien prepara una muestra sobre su juventud), a la pasional Mena, acaso la más conocida por el gran público gracias, entre otras cosas, a su contestada decisión de desatribuir El Coloso, que hasta aquel día de 2008 era un goya en entredicho. Del muy sólido aunque irónico Falomir, atento estudioso de la escuela veneciana, a Javier Portús, que suple con creces su timidez con un vastísimo conocimiento de la enigmática obra de Velazquez y del siglo de Oro más allá de la pintura.
Quizá solo una cosa compartan todos: la ambición de que la opinión pública, que devora las noticias que involuntariamente generan sobre atribuciones, desatribuciones y descubrimientos capaces hasta de activar "incomprensibles" resortes nacionalistas (La Gioconda del Prado), no se deje llevar por el sensacionalismo que impera en esta sociedad de la sobreinformación y el espectáculo. Y entienda que "un nuevo cuadro de un determinado artista solo es importante si cambia el modo en el que se contempla su trayectoria". Caso distinto, claro, es el del Coloso, insólita resta del valor de una colección por el propio museo, que unos vieron como un acto de valentía y otros como una decisión tomada precipitadamente (pese a que Mena asegura que en la pinacoteca constaba la certeza desde hacía 20 años).
Hasta que llegue el día en que prensa y público compartan las sutilezas de sus hallazgos, y mientras, como dice Vergara, esas noticias sirvan al menos "para que el arte halle su hueco entre el cine y el fútbol", se conforman con que se entienda que su trabajo (más de teclado de ordenador que de pincel) es distinto del de los restauradores. El deseo lo suelen acompañar de un encogimiento de hombros seguido de la explicación de que la "confusión proviene del inglés".
Entonces, ¿a qué se dedica el conservador de un gran museo? La respuesta más rápida suele ser de nuevo unánime: investiga, "como sus colegas de las universidades, pero con la salvedad de que, en lugar de dar clases, hace exposiciones".
No solo eso, están obligados por los estatutos de la pinacoteca a "la protección y conservación, así como a promover el enriquecimiento y mejora de los bienes del patrimonio histórico español", lo cual incluye, llegado el caso, la propuesta de adquisición de nuevas obras, hasta en estos tiempos tan poco dados a las alegrías consumistas. Aunque para descripciones de mayor aliento, esta de Miguel Zugaza: "Su tarea se asemeja a la de un astrónomo. Escrutan al pasado, lo estudian. Se interrogan sobre objetos muy valiosos, extraordinariamente bellos, que aportan información sobre épocas remotas y personalidades fascinantes, pero siempre desde la contemporaneidad".
EN BUSCA DEL JOVEN VAN DYCK. El trabajo de preparación de una exposición puede durar hasta cuatro años. En la imagen de la derecha, Alejando Vergara y Teresa Posada tratan aspectos de la muestra que el departamento de pintura flamenca y escuelas del norte prepara para finales de año. Será sobre el joven Van Dyck, uno de los artistas importantes de la pinacoteca madrileña. Vergara es el comisario.
POR LA ORGANIZACIÓN de exposiciones se entiende un trabajo científico de una media de dos años (no dedicados en exclusividad) que se van en acotar el tema, armar el relato, ordenar y seguir las restauraciones, viajar para conseguir los préstamos y escribir el catálogo. Un texto que, afirma Vergara a la hora del café en uno de esos bares cercanos al Casón donde se funden oficinistas y académicos, "debe ser capaz de entrar en la corriente del debate de un determinado asunto y lograr condicionarla durante los siguientes 10 o 15 años".
"Las muestras", continúa Andrés Úbeda, jefe de conservación de pintura italiana y francesa, "sirven para fijar la producción de un artista, ver las obras juntas, juzgar atribuciones, cronologías y, por qué no, cambiar el semblante de una época o de un género". Lo dice ante la maqueta de la próxima exposición de Rafael. Montadas con paredes móviles, estos ingenios son indispensables para diseñar el recorrido de una muestra, aunque más bien parezcan juguetes donde los cuadros, miniaturas a escala provistas de imanes, se disponen en las tres minidimensiones para alcanzar una idea del resultado final.
Un poco más lejos se sitúa la meta de generar catálogos razonados, recuentos maniacamente pormenorizados sobre la colección y las circunstancias de un determinado artista y de su taller. Además de tareas hercúleas (Úbeda, "amigo de obsesionarse con las cosas", sostiene que un conservador solo puede aspirar a terminar uno en su vida) también se presentan como ocasiones únicas para ajustar cuentas en términos de catálogo, nuevas atribuciones y otros difusos asuntos relativos a la autoría. Al fin y al cabo, mucho se temen, cuando de las altas consideraciones filosóficas sobre calidad e identidad se desciende a la realidad de las salas siempre hay que poner un nombre en la cartela.
En producción de catálogos razonados el Prado parte con desventaja con respecto a otros museos de su mismo nivel, aunque los conservadores trabajen a conciencia
No es el complejo proceso de reordenación de las salas (que tuvo su culminación en la actualización el verano pasado de la galería central) la única novedad aquí. El germen del actual cuerpo de conservadores, que en su mayoría róndala cincuentena, edad joven en asuntos relativos a la sabiduría, viene de los tiempos del anterior director, Fernando Checa. Consciente de la necesidad de renovación, permitió la entrada de sangre nueva por la vía de las oposiciones.
Hasta entonces, cuatro conservadores históricos se repartían casi todo el trabajo: Manuela B. Mena, el fallecido Alfonso Pérez Sánchez, célebre director que dimitió por desacuerdo con la primera guerra de Irak; Juan J. Luna, que continúa en el museo y persevera en trabajar en su antiguo despacho del viejo edificio de oficinas, y Matías Díaz Padrón. Jubilado del Prado, aún se le puede ver enfrascado en sus investigaciones sobre pintura flamenca en la biblioteca del Casón. Aquellos eran otros tiempos, más propios de viejos y venerables profesores y sus encarnizadas querellas, dirimidas con temperamento de artista y muy a menudo en público. El aterrizaje del tándem formado por el vizcaíno Zugaza, llegado del Museo de Bellas Artes de Bilbao para convertirse en el director más joven en la historia de la pinacoteca, y Finaldi, que venía de pasar diez años como conservador de pintura italiana y española en la National Gallery de Londres, trajo consigo un nuevo estilo. Una paz que arranca del pacto parlamentario de 1995 que sacó al Prado del debate partidista parece garantizar que la institución camine armonizada hacia la celebración en 2019 del segundo centenario de su fundación.
PESE A QUE NADIE QUIERE entrar en demasiados detalles sobre aquella transición, se admite que los recién llegados "tuvieron que pasar su mili". Hoy, la vida transcurre a simple vista menos arrebatada en esta suerte de corte de científicos del arte. Aunque, corrige Portús, "las cortes teman algo más de hormiguero en el que todos estaban pendientes del trabajo del de enfrente". Su compañera de departamento Leticia Ruiz corrobora este extremo con ironía: "El museo nos provee del trabajo suficiente como para hacer inviable la conspiración. Además, la dirección es muy sabia en darnos a cada cual nuestros momentos de protagonismo". Quien no firma una exquisita exposición como la reciente Entre dioses y hombres, de escultura clásica (a cargo del alemán Stephan Schróder, junto a Gudrun Maurer, uno de los dos extranjeros del equipo), ve su departamento puesto en valor (José Manuel Matüla) o aparece ante la comunidad científica para dar explicaciones sobre el descubrimiento del bruegel (caso de la conservadora Pilar Silva).
En el particular reparto de tareas directivas, Zugaza se carga sobre las espaldas las engorrosas (sobre todo para un académico) relaciones públicas. Hombre de perfil diplomático, ha sobrevivido a cuatro ministros. Y es ese raro historiador del arte capaz de manejarse por igual entre los grandes banqueros que en una reunión del patronato (presidido por Plácido Arango desde la muerte del abogado Rodrigo Uría) o en un erudito debate con un conservador sobre el neoplatonismo de Tiziano.
Entre sus últimos éxitos cabe apuntar también algunos administrativos (en esa parte descarga en la dirección adjunta de Carlos Fernández de Henestrosa); la decisión de abrir el museo todos los días de la semana le ha permitido, gracias también al aumento de los patrocinios de grandes empresas, hacer crecer los ingresos propios (que superan el 50%) y sortear el hachazo de casi la cuarta parte previsto en el mayor ajuste de la democracia. La jugada arroja en el presupuesto para este año un saldo positivo, toda una excepción cultural, del 2%.
Finaldi, por su parte, vino al Prado a servir de ejemplo de que el rigor científico no está reñido con el cosmopolitismo. Británico de nacimiento, napolitano de ascendencia y casado con una española (en el transcurso de la luna de miel se dio a los 21 años su primera visita a la pinacoteca madrileña), este experto en Ribera encontró tras su nombramiento un museo en el que "se po¬día aspirar a una mayor ambición académica e internacional".
"Antes", recuerda Falomir, "en el programa de exposiciones se hacía una de Velázquez, una del Greco, Ribera, Goya... y vuelta a empezar; ahora la mitad de las muestras se consagran a artistas no españoles". En ese sentido, la que él mismo organizó en 2003 sobre Tiziano marcó, aseguran en el museo, "un antes y un después". Ese cambió también ha calado fuera. El muy respetado Keith Christiansen, conservador del Metropolitan de Nueva York que impartió en Madrid hace tres años una brillante conferencia titulada El papel de los conservadores, coincide en que una clave del éxito está en la "internacionalización" que ha vivido la pinacoteca. "Los nuevos investigadores del Prado viajan más, están más ínterconectados con sus colegas de fuera y eso les ha permitido pasar de museo provincial a institución internacional. Las colecciones no han cambiado, siguen siendo igual de absolutamente maravillosas, pero se perciben de otro modo".
SOLO QUEDA CONFIAR entonces en que no descarguen sobre la institución los oscuros nubarrones que asoman por el cielo velazqueño. Zugaza asegura que la crisis no perturbará la vida de este edén investigador ("si salimos bien parados de esta, será porque hemos apostado por elevar la autoridad intelectual"), aunque Finaldi reconoce que habrá que empezar a plantearse las exposiciones "con la misma ambición académica, pero que a lo mejor no resulten tan caras". ¿Otras asignaturas pendientes? Avanzar en el control y la investigación del Prado disperso; abonar las relaciones con las colecciones históricas españolas (todos confían en que aguardan tesoros por descubrir en esos desvanes del abolengo venido a menos); reanimar el proyecto, por el momento en barbecho, de incorporación del Salón de Reinos (Museo del Ejército hasta 2009 y para el que Zugaza llegó a imaginar un traslado del Guernica); y dar continuidad a "la formación de los conservadores desde la misma casa", como afirman Úbeda y Falomir. Solo de esa manera se suplirán las carencias de la universidad española, donde, comprueban con extrañeza, "nadie está haciendo una tesis doctoral sobre asuntos fundamentales de la colección como El Bosco o Rubens, síntoma de que aquí el drama de la historia del arte sigue siendo su tremendo localismo".
Claro que esa revolución educativa, en la España de la asfixia económica y del recorte cortoplacista, suena bastante más utópica que otras que hay en marcha en el Prado. •
El Pais Semanal nº1858 6 de mayo de 2012
2 comentarios:
Muchísimas gracias por subir un artículo tan interesante. Saludos.
Te agradezco también el esfuerzo que has hecho para subir este estupendo reportaje del mejor museo.
Un saludo!!!
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