CRÍTICA: LOS LIBROS DE LA SEMANA
¡A mí, las legiones!
El Ejército romano es el centro de tres estupendas novelas de muy distinto estilo, protagonizadas todas por centuriones
JACINTO ANTÓN 17/01/2009
No se debe soltar una ventosidad en una testudo. La frase no es del gran Vegecio, el autor latino del clásico Compendio de técnica militar (Cátedra), en el que uno puede aprenderlo todo sobre las legiones, incluso el manejo de una carrobalista o dónde colocar a los arqueros novatos -decisión fundamental-. El que formula esa inapelable sentencia sobre lo inapropiado (e insolidario) de la flatulencia en el cerrado ambiente de la tortuga, la célebre formación táctica de los soldados romanos, es un curtido oficial de Centurión (Edhasa), la nueva novela de Simon Scarrow, que transcurre durante las guerras contra los partos en el siglo I, con Claudio de emperador. Ese tono naturalista, cuartelero, de guerra de verdad, vamos, con sangre que salpica, ¡chof!, hasta al lector y gritos como los que pueden resonar en cualquier campo de batalla ("¡vamos, chicos, acabad con esos cabrones partos!"), es el que distingue en buena medida la serie sobre las legiones de Scarrow y el que le ha proporcionado el éxito de que goza. El contraste no puede ser mayor con otra novela de romanos que acaba de aparecer, El águila de
Centurión
Simon Scarrow.
Traducción de Montserrat Batista.
Edhasa.
Barcelona, 2008.
576 páginas.
28 euros.
Vayamos por orden: primero los manípulos de Scarrow. En Centurión, octava entrega de la serie, encontramos al protagonista, Quinto Licinio Cato, al que hemos seguido desde que era un bisoñooptio hijo de liberto en El águila del Imperio (aquí llega a prefecto interino de la segunda cohorte auxiliar iliria, que ya es cargo), y a su camarada de armas, el doblemente coriáceo centuriónprimipilus Macro, metidos en un notable fregado en Oriente. Deben conducir una avanzadilla casi suicida hasta Palmira para apoyar allí a los sitiados aliados de Roma contra los rebeldes y el ejército parto que los apoya. Dado que los refuerzos los comanda un altivo aristócrata que detesta a nuestros hombres -"sois prescindibles", les espeta en el más característico tono de hazañas bélicas-, las pasan canutas. Las marchas, contramarchas, asedios, asaltos, batallas y escabechinas abundan. Son mucho más frecuentes, como cabe imaginar, que las escenas de amor, que también las hay: Cato vuelve a enamorarse y la cosa va en serio. El realismo bélico, pura escuela Bernard Cornwell, es estremecedor y alcanza límites gorepocas veces vistos en la narrativa histórica. A un soldado se lo sentencia a muerte y sus camaradas lo ejecutan a palos; le rompen todas las extremidades y el cráneo: "Había huesos y sesos desparramados por la arena en un revoltijo de color granate grisáceo". Cato (y el lector) traga bilis ante el espectáculo, pero luego elimina a un enemigo clavándole la espada con gran profesionalidad: "La hoja atravesó diagonalmente el cuello del oficial, le rompió la clavícula y se detuvo al alcanzar su espina dorsal". Es un golpe clásico, pero duele. Las flechas repiquetean con realismo en los escudos o atraviesan la carne con un ruido "sordo y húmedo". La ventaja de meterse con Scarrow en las filas de los legionarios es que se ven cosas que no aparecen en Tácito o Amiano Marcelino: varios romanos caen por fuego amigo, a otros, malheridos, los despacha piadosamente el cirujano de la cohorte abriéndoles una vena -eutanasia sobre el terreno: puro Salvar al soldado Publio- y una chica patricia confiesa que sufría malos tratos de su marido, apellidado justamente Porcino. Técnicamente, Scarrow, un hombre que sin duda ha oído marchar a las legiones, "el crujido sordo de miles de botas claveteadas cruzando el desierto", es intachable. Véase si no cómo describe el funcionamiento del onagro, la carga de los catafractos o la ejecución del "tiro parto", que tanto hace sufrir a las legiones. La acción, además, la borda.
Rosemary Sutcliff (1920-1992) era hija de un oficial naval británico y ganó un enorme prestigio con sus novelas históricas especialmente las ambientadas en
El somero argumento -añádase que el romano ha criado un lobo: Sutcliff tenía dos chihuahuas- no hace justicia a esta hermosa novela en la que Sutcliff puede detener la mirada sobre un nido de vencejo en el alero de un fuerte romano o sobre los serbales en flor que llenan el aire de aroma a miel. Hay acción, por supuesto, incluso un ataque de carros britanos y una vertiginosa persecución; también se forma la testudo -aunque aquí la novela está presidida por la nostalgia de la fragancia de las rosas y no por el hedor de los cuerpos en el matadero del combate-. Pero domina un tono pausado, una melancolía que se pega al relato como el musgo a las viejas piedras de Eburacum, donde penan los fantasmas de la legión perdida. En Sutcliff no hay como en Scarrow sangre a espuertas ni heridas atroces; la guerra, el combate, quedan como asuntos evanescentes, espectrales, subordinados a las reglas canónicas del género de aventuras: la búsqueda, el viaje, los peligros, la transformación del protagonista (que, cosa notable, no mata a nadie). En lugar de la moderna imagen brutal de la antigüedad -la de Scarrow, Cornwell, Gladiatoro la serie Roma- El águila de
Si el mundo antiguo de Sutcliff es esencialmente limpio, elemental e inocente, el de Haefs está envuelto en la intriga, el cuchicheo, la violencia, la ambición y la corrupción espesadas por la política. Su César nos presenta una república romana agónica en la que los grandes personajes de la historia medran como peligrosos trileros de lujo. No obstante, el protagonista es un hombre honesto, Quinto Aurelio, un veterano centurión retirado -por lesión como Aquila: un galo le cortó el tendón de Aquiles- que se ha convertido en cocinero (todo un Ferran Adrià con toga que hace maravillas con los lirones) y regenta un restaurante, el Contubernium, en la carretera a Tusculum. A nuestro hombre le meten a la fuerza en una conspiración y le envían a espiar a su antiguo patrono, César, a
Una de las gracias de la historia es que el novelista emplea como personaje al poeta Catulo, que va de pinche de Aurelio. Como es habitual, Haefs adoba su relato con detalles económicos, sociales o sexuales. A Mamurra, oficial de César, lo llaman en la novela, por su promiscuidad, El Rabo: es cierto, Catulo lo denominaba directamente mentula,"polla"; Marco Antonio huele a vino; un aliado galo muestra cómo se limpiaba uno el trasero en los retretes de las legiones con hojas que se disponían al efecto en cestas de mimbre... Pura antigüedad vivida. -
Centurión. Simon Scarrow. Traducción de Montserrat Batista. Edhasa. Barcelona, 2008. 576 páginas. 28 euros. El águila de
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