sábado, 30 de agosto de 2008

Cuento del regreso

CRÓNICA: IDA Y VUELTA

Cuento del regreso

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 

El País, Babelia 30/08/2008

Un hombre de mediana edad vuelve a su tierra natal después de una larga ausencia; un muchacho abandona la seguridad de su casa y la protección excesiva de su madre para viajar por el mundo en busca del padre ausente al que no recuerda; una mujer espera el regreso del marido que se marchó hace mucho tiempo aunque no sabe si está vivo o si ha muerto. El cuento de Ulises no es el más antiguo de todos, pero es tal vez el que se ha contado y se cuenta más veces, el cuento de nunca acabar de la imaginación humana. Más antiguo todavía, y en cierto modo emparentado con él, es el cuento del héroe que viaja para enfrentarse al monstruo cuya sombra maléfica se proyecta sobre el mundo; viaja armado pero frágil, resuelto pero también lleno de incertidumbre, y en su victoria después de un combate en el que está a punto de sucumbir hay siempre algo muy precario, porque ha vencido al monstruo pero no erradicado su linaje, y la amenaza, al cabo de un tiempo, habrá surgido otra vez.

En un libro extraordinario y también algo delirante, The seven basic plots, Christopher Booker compara el primero de todos los relatos de ficción de los que tenemos noticia con uno de los más recientes, y concluye que los dos, a pesar de diferencias superficiales, son idénticos. El Poema de Gilgamesh fue escrito sobre tablillas de barro en la ciudad de Nínive hace unos cinco mil años; la película James Bond contra el doctor No se estrenó en 1962. El monstruo Humbaba y el doctor No habitan en remotas cuevas subterráneas. Antes del viaje, Gilgamesh se provee para el combate con armas especiales, un gran arco y un hacha: el trámite de las armas de última tecnología es uno que se repite siempre en las películas de James Bond. El valor solitario del héroe salva al mundo. Que el doctor No, a diferencia del monstruo Humbaba, amenace al mundo con bombas atómicas es sólo un matiz de su ambición apocalíptica: el sobrecogimiento que la historia despertaría en un espectador de cine en 1962 no era muy distinto del que experimentaban cinco mil años atrás los habitantes de Nínive cuando escucharan el canto o el recitado monótono del poema de Gilgamesh.

Necesitamos historias de ficción para entender el mundo. Más allá de las vaguedades que suelen improvisar los escritores acerca del valor de la literatura está la evidencia científica de que la mente humana sólo puede dar sentido al flujo caótico de la experiencia sometiéndolo a la disciplina de modelos narrativos estables. Después de casi cuarenta años leyendo novelas, tratados de mitología, colecciones de cuentos populares, viejos folletines por entregas, y viendo películas y series de televisión, Christopher Booker escribió un tomo de setecientas páginas de letra diminuta enumerando y analizando los siete relatos que todos nos pasamos la vida escuchando y contando: la victoria sobre el monstruo, la exaltación del postergado, la búsqueda, el viaje y su regreso, la comedia, en la que las cosas parece que acabarán mal y acaban bien, la tragedia, en la que lo que pudo acabar bien acaba desastrosamente, el renacer. Probablemente, escribiendo tanto de arquetipos, eligió el siete para ajustarse a un arquetipo numérico. El cuento de la búsqueda difícilmente se puede separar del cuento del viaje, y los dos se enredan con el de la victoria sobre el monstruo. Y todos están contenidos en la leyenda magnífica de Ulises.

En un libro recién aparecido, The return of Ulysses, la profesora británica Edith Hall examina la presencia incesante del héroe en la imaginación occidental, el regreso continuo del viajero extraviado que tarda tanto en volver, que naufraga, que sufre la hostilidad vengativa de los dioses, que conoce la tentación de la animalidad en la bruja Circe y de la ternura hospitalaria en la ninfa Calypso, que ve a una muchacha bañándose en una playa y no sabe si es una mujer o una diosa, que pide a sus compañeros que lo aten al mástil de su barco para oír la canción de las sirenas y no ser arrastrado a la muerte por su hechizo, que se conmueve al ver a lo lejos el humo que sube de la chimenea de su casa: que cuando vuelve por fin ha cambiado tanto que nadie lo reconoce salvo el perro que husmea su olor al cabo de veinte años. Uniendo dos virtudes que entre nosotros parecen tristemente incompatibles, la erudición rigurosa y el gusto de contar, Edith Hall emprende ella misma un viaje de viajes, que la lleva de Virgilio y de Dante a 2001, una odisea espacial, a Primo Levi, a Monteverdi y esa ópera tan delicada como una fantasía de Mozart, Il ritorno di Ulisse in patria, al Ulises de Joyce, a la novela que sólo hace tres años dedicó Margaret Atwood a la misteriosa Penélope. Leyendo el libro, apropiadamente, a la orilla del mar, uno confirma una antigua sospecha: no es que la Odisea haya sido una obra literaria más o menos influyente, sino que no hay historia que pueda o merezca contarse que no esté incluida en la Odisea. Como el paisaje marítimo que miro mientras estoy leyendo, imaginando las cóncavas naves griegas, los elementos de la historia de Ulises varían siempre y permanecen siempre idénticos, como un cuento que nadie cuenta con las mismas palabras y sin embargo nunca cambia.

La vida se le pasa a uno leyendo la Odisea, aunque no lo sepa, aunque no haya abierto nunca ese libro, o ningún otro libro. Mucho antes de saber de su existencia yo vi maravillado, en uno de aquellos cines de verano que se parecen tanto en el recuerdo al paraíso terrenal, Las aventuras de Ulises, en aquel tecnicolor que emocionaba tanto a Terenci Moix, con Kirk Douglas y la esplendorosa Silvana Mangano, y quizás me entusiasmó más aún porque para mí era una película de aventuras y porque en mi tierra de secano interior sólo había visto los mares del cine, las tempestades falsas de los estudios de Hollywood. Tampoco sabía, cuando me sumergí como nunca antes en el misterio de una novela y de un personaje literario, que el capitán Nemo o Nadie de Julio Verne se llamaba así en recuerdo del nombre que se da a sí mismo Ulises para escapar de Polifemo. Hubo un verano de hace unos años en el que terminé de leer la Odisea en un tren que me llevaba a la sierra de Madrid, sobrecogido por la brutalidad de su final sanguinario, y otro mucho más cercano en el que leí por primera vez el Ulises de Joyce con tanta felicidad que después de la última página regresé sin pausa a la primera para empezar de nuevo. Pero cuando más compañía me hizo Ulises fue en un campamento militar de Vitoria, en un noviembre helado de desconsuelo cuartelario en el que me consolaba por las noches aprendiéndome sonetos de Borges. El único que todavía recuerdo entero de memoria es el que invoca el final de la Odisea: "Ya la espada de hierro ha ejecutado / la debida labor de la venganza...". Una historia no duraría tanto si no ayudara de verdad a resistir, a vivir.





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