No hay aficionado al cine, por escuálida y desinformada que sea su afición, que no sepa quién es Stanley Kubrick y no retenga en la memoria alguna de las rarezas que normalmente se le atribuyen: su afán por controlar todos los recovecos del proceso cinematográfico, su individualismo, su perfeccionismo convulsivo, su fobia a viajar y a cualquier forma de hipocresía social...
Normalmente los cineastas, igual que el resto de los creadores, son conocidos por sus obras; y son escasos los que, además, lo son también por poseer alguno de esos atributos -atormentados, misteriosos o excéntricos- que desde el romanticismo se atribuyen al artista. ¿Es esta la prueba del genio, de aquel que da un paso más en el dominio de su oficio? Con toda seguridad, no. La mitificación del creador, su conversación él mismo en personaje, es cosa que no tiene que ver necesariamente con la calidad de su obra, sino que influyen en ella otros factores, y uno que casi siempre está presente es el azar. No son pocos, por ejemplo, los artistas cuya fama, convenientemente estimulada por los rasgos de una personalidad inusual, es superior a la que su obra merecería.
En realidad, la causa del desacuerdo que suscita Kubrick hay que buscarla en lo que hace de ella una rara avis. En una escena tan maniquea como la cinematográfica, en la que con frecuencia el cine parece artificiosamente dividido entre dos mundos irreconciliables, por un lado el cine de autor, y por otro, el cine comercial, Kubrick se hurta de quien quiere clavarlo con una aguja en una vitrina determinada. Como autor es uno de los grandes, al lado de Orson Welles, Bergman, Woody Allen, Fellini, Truffaut, Rossellini, pero a diferencia de ellos -con excepción de Orson Welles en su primera época-, tuvo la necesidad y la posibilidad de servirse en sus películas de toda la potencia tecnológica, y, por tanto, monetaria, que la industria cinematográfica suele reservar exclusivamente para el cine comercial.
Aunque antiguo, y no excepcional de él, no deja de ser injusto, de todas formas, ese desacuerdo que la figura de Kubrick suscita. Fue un privilegiado, es cierto, ya que su cine se benefició de unas facilidades que otros directores jamás soñaron, pero también lo es que ese desahogo económico, ese derroche de tiempo y de medios, incluso en sus obras más fallidas, no fue nunca huero, pues se tradujo sin excepción en una búsqueda obsesiva de la perfección, de los límites tanto de lo que la cámara puede abarcar como de la narratividad; y, lo que es más importante, siempre fue complemento, y no un fin en sí mismo, de algo que debe guiar al verdadero artista y, en particular, a un narrador como él lo era: la voluntad de reflexionar o, por lo menos, de interrogarse acerca de temas comprometidos.
Todas las películas de Kubrick, desde la primera y peor de todas, Fear and Desire, exploran un tema recurrente: el de aquello que, invención o no del hombre, puede imponerse en determinado momento sobre su voluntad. En su primera época es el poder en sus múltiples facetas: la perversión a que se puede dar lugar su ejercicio, en Senderos de Gloria; las imperfecciones no deseadas que, como organismo autónomo, puede albergar, en Teléfono rojo, ¿Volamos hacia Moscú?; o su capacidad para modificar el destino de las personas, en Espartaco; mientras que en la segunda, la que empieza con 2001: una odisea en el espacio, sin abandonarlo nunca (la segunda parte de La naranja mecánica), su obra cada vez más se desliza hacia la exploración de lo onírico, del deseo, la locura o la violencia, es decir, de fenómenos que, naciendo, al contrario que los mecanismos de poder, del interior del propio individuo, pueden imponerse igualmente sobre sus designios. Fuera cual fuera el objetivo que persiguió en cada película lo que sí parece es que en todas se comprometió hasta el fondo.
Marcos Giralt Torrente, Premio Herralde de Novela 1999, acaba de publicar Los seres felices (Anagrama, 2005). Stanley Kubrick´s Archives está editado por Taschen. La exposición Archivo de Stanley Kubrick, homenaje a un maestro del cine permanecerá abierta en la nueva Fnac de Parquesur (Avda. de la Gran Bretaña, s/n, Leganés, Madrid) entre el 11 de mayo y el 30 de junio de 2005.
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