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martes, 23 de abril de 2024

‘Sugar’ escribe una carta de amor al ‘noir’, Hollywood y Los Ángeles

Colin Farrell protagoniza una serie que homenajea a clásicos del cine negro tanto en su temática como en su estética

Colin Farrell, en un momento del segundo episodio de 'Sugar'.

NATALIA MARCOS

Madrid - 06 ABR 2024 

Cuando el espectador conoce a John Sugar, lo hace en blanco y negro. Está en Tokio y busca al hijo de un jefe de la yakuza, la peligrosa mafia japonesa. Poco después, con ese caso ya resuelto, en color y acompañado por la voz en off del propio protagonista, John Sugar aceptará un nuevo caso. Discretísimo, muy eficaz y especializado en la búsqueda de personas desaparecidas, ahora le contrata un legendario productor de Hollywood para buscar a su nieta.

Sugar (estreno el 5 de abril en Apple TV+ con sus dos primeros episodios) es, sin disimulo, una carta de amor al clásico género literario y cinematográfico de los detectives privados. Lo es en su personaje, la clase de hombre solitario, atormentado, misterioso y de pocas palabras que podrían haber interpretado Humphrey Bogart o Robert Mitchum y al que aquí da vida Colin Farrell. Lo es en su estética y en los movimientos y ángulos de la cámara, inspirados en el cine de los años cuarenta y cincuenta. Y lo hacen explícito los clips de clásicos como Retorno al pasado (1947), Historia de un detective (1944), El sueño eterno (1946), El halcón maltés (1941), El beso mortal (1955) o Los sobornados (1953) que interrumpen el discurrir de los capítulos.

Y por encima de todos, está Chinatown (1974), la película que Simon Kinberg, uno de los productores ejecutivos de Sugar, menciona como referente claro de la serie creada por Mark Protosevich y dirigida por el brasileño Fernando Meirelles. “Aunque el ADN y la genética del noir está en mucho de lo que vemos hoy en día y en las series de detectives que hay en la televisión, y dios sabe que hay cientos, y en muchas películas sobre crímenes, quería hacer algo que fuera una carta de amor a aquellas películas originales”, cuenta el productor en una entrevista por videollamada. “Ahora, o hay historias de detectives y policías, donde lo importante es el argumento, o giran a algo más interesante, para mí, que son los personajes y la emoción. La combinación de las dos cosas es rara de encontrar hoy. Como alguien que lleva mucho en esto, creo que ahora no tienes esa combinación de una historia con profundidad y un gran trabajo de personaje al mismo tiempo”, añade.


Kirby y Colin Farrell, en la serie 'Sugar'.

Sugar, además de homenajearlo, actualiza el género negro y el estereotipo del detective privado. “En las películas noir clásicas, el detective tiende a ser alguien confiable, capaz y no particularmente misterioso, un poco unidimensional. El personaje de Sugar es, en muchos sentidos, el mayor misterio de la serie. Es complejo, vulnerable y humano”, explica Kinberg. A ello ayudaron las aportaciones de Colin Farrell. El actor irlandés, también productor ejecutivo de esta ficción, ayudó a construir el personaje y a dar personalidad a la producción entera, según explica Kinberg. “Él ha aportado al personaje la fortaleza y el carisma de una estrella de cine, y al mismo tiempo, sientes que es un hombre herido, roto y vulnerable, inocente”, añade el productor, que también destaca la fortaleza de los personajes femeninos como otro elemento en el que la serie se diferencia del noir más clásico, donde las mujeres tendían a ser “o débiles o malvadas”. Además, la trama de la serie, situada en el presente, aborda temas como la adicción, la misoginia, la identidad sexual y racial, el acoso sexual y la trata de personas.


Más destinatarios

La carta de amor que escribe Sugar, con ocho capítulos que, a excepción del primero, apenas superan la media hora, tiene más destinatarios. Otro de ellos es el cine en general. Muchas de las localizaciones encierran referencias al Hollywood clásico. Por ejemplo, la gran mansión en la que vive el veterano productor que contrata a Sugar, Jonathan Siegel (interpretado por James Cromwell) fue residencia del productor de James Bond Albert Broccoli. El bar en el que Sugar conoce a Melanie, la madrastra de la chica que busca (interpretada por Amy Ryan), es en realidad el legendario Boardner’s, un pub que abrió las puertas en 1927 y que, entre otras muchas, ha aparecido en L.A. Confidential (1997).


Amy Ryan y colin Farrell, en la barra del Boardner's en el primer episodio de 'Sugar'.

El tercer destinatario de esta misiva es, precisamente, la ciudad de Los Ángeles. Al igual que títulos como Un largo adiós, Chinatown, Heat o, claro, L.A. Confidential, Sugar también explora una urbe que, en palabras de Simon Kinberg, es “un lugar fascinante, complejo y caótico”. “Vivo aquí y es un sitio de increíble oscuridad, increíble luz, bondad, maldad, corrupción, amabilidad… Por eso creo que Chinatown era una gran referencia para nosotros, porque muestra los puntos más altos de Los Ángeles y Hollywood, eso con lo que todo el mundo fantasea, y luego también la realidad de esa fantasía, que puede ser muy oscura, muy cruel, muy violenta y peligrosa”, reflexiona.

Grabar en Los Ángeles también fue, al mismo tiempo, el mayor reto para la producción. “Es muy poco común rodar en Los Ángeles, a pesar de que la gente de la industria vive aquí. Llevo en este negocio unos 25 años y solo he hecho otra cosa antes aquí, y fue mi primera película, Sr. y Sra. Smith. Es muy difícil cortar una calle en una ciudad donde todo el mundo conduce. Trabajar en localizaciones aquí es más difícil de lo que debería”.

Para Kinberg, también creador de la serie de Apple TV+ Invasión, las historias de detectives permiten dar orden y tener tranquilidad en el caos actual. “Nuestro mundo da miedo y es un caos, es complicado, y la verdad es difícil de encontrar porque las redes sociales y los nuevos medios e incluso nuestros líderes nos mienten. La idea del detective como faro de la verdad, alguien que puede encontrar la verdad, es un mundo donde todo es tan confuso, es reconfortante, y quizá ahora más que nunca porque el mundo es más caótico que nunca”.


El Pais, sábado 6 de abril de 2024


lunes, 22 de abril de 2024

Biografía de una leyenda

Carlos García Gual compila en un volumen dos textos emblemáticos de la tradición popular en torno a las gestas de Alejandro Magno


Medallón de Alejandro Magno, de en torno a 1500. Heritage images/Getty


Por David Hernández de la Fuente

En el kilómetro cero de la literatura se encuentra la narrativa patrimonial más pura, de raigambre popular, que se concreta en la Antigüedad tardía en algunas preciosas reliquias de novelas pioneras. El último de los géneros que inventaron los griegos, a partir de ciertos mimbres posclásicos -las aventuras de amantes peregrinos, los viajes a países fantásticos y las vidas legendarias de personajes extraordinarios- entrelazados  en la forma de un relato marco y sus pequeñas narraciones enmarcadas, tiene en la fabulosas Vida de Alejandro uno de sus ejemplos más singulares. Nacía así este "género sin nombre" que va desde la novela griega al romance medieval y, de ahí, hasta la modernidad en una larga peripecia de la que es gran conocedor el editor de este volumen, Carlos García Gual.

Más allá de la historia, el monarca macedonio, famoso por su fugaz gesta en la historia del helenismo, protagonizó aventuras sin par en las que, para explorar lo desconocido, descendía a las profundidades del océano o se elevaba por la bóveda celeste llevado por animales fantásticos. Otras veces conversaba con los ascéticos brahmanes o con árboles y aves parlantes, y conocía a seres monstruosos a los que luego había de confinar tras un muro más allá del mundo civilizado. La compilación que nos presenta García Gual en este estupendo volumen se compone de dos ejemplos emblemáticos de la tradición popular sobre Alejandro: por un lado, está el propio origen de esta tradición, la llamada "Novela de Alejandro" atribuida falsariamente a Calístenes, historiador de la época del rey macedonio. Esta novela griega del Pseudo-Calístenes, con sus varias recensiones antiguas, entre los siglos III a V, es la fuente de las traducciones posteriores (especialmente influyentes las versiones intermedias latinas, armenias y siriacas a muy diversas lenguas en Oriente y Occidente, desde el francés al persa. Aquí se nos presenta a un Alejandro muy diferente del histórico, hijo del mágico faraón Nectanebo merced a un enredo entre erótico y sobrenatural, que corre inefables aventuras siguiendo el esquema histórico ya conocido -sí, con sus batallas y sus campañas- pero trufado de aventuras fantasiosas y con una composición y estructura que recuerda a una especie de "evangelio" alejandrino -de hecho, será el libro más veces traducido tras la Biblia-, con su héroe, su traidor, sus hechos, sus dichos y su muerte.

La segunda Vida que se presenta en esta cuidada edición es un epígono aún más fantasioso que el Pseudo-Calístenes y que, curiosamente, tras una larga tradición oral, es la primera novela impresa en griego moderno (Venecia, 1750). Es una variante popular de aquellas recensiones tardoantiguas, acrecida con aventuras extravagantes, en lo que el profesor García Gual llama el "folletín" de Alejandro, que "acentúa el tono dramático y fantástico del relato original, reelaborado en una prosa sencilla, pintoresca, y de fuerte colorido popular". Es curioso este libro en prosa, que en la recepción neogriega convive con una versión versificada, llamada la Rimada, que data de algo más de un siglo atrás: ambas eran leídas y transmitidas en círculos domésticos en una época de baja alfabetización. Su exotismo es interesante en el plano geográfico, pues se citan pueblos turcomanos, se habla de Morea, nombre medieval del Peloponeso, se inventan reinos enteros, y aparecen personajes de la tradición bíblica y episodios exagerados. Pero no es solo literatura, pues estas leyendas han pervivido hasta hoy día en el folclor; si en el mundo eslavo y oriental se perfila a Alejandro como el guardián de las puertas que encierran la maldad de Gog y Magog, en el norte de Grecia y las islas se han extendido la fábula de la nereida o gorgona, hermana o viuda del rey, que se aparece entre las aguas del mar preguntando a los marineros si "vive el rey Alejandro": hay que responder que sí, que "vive y reina", o hundirá el barco sin remisión. Larga es, pues la sombre del mito de Alejandro.



Vidas de Alejandro

Dos relatos fabulosos

Pseudo Calístenes/Anonimo

Edición de Carlos García Gual

Traducción de Carlos García Gual y Carlos R. Méndez

Siruela, 2024

412 páginas, 26 euros

domingo, 21 de abril de 2024

Regreso al país del invierno

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón


Una imagen de la serie Three Pines


La otra noche soñé que regresaba a Three Pines, lo que es absurdo porque Three Pines no existe. Es el pueblo canadiense de las estupendas novelas policiacas (y la subsiguiente serie televisiba) de Louise Penny protagonizadas por el detective Armand Gamache, jefe de la Sûreté de Quebec, y una creación literaria tan ficticia como Smalville, Twin Peaks o Jerusalem´s Lot. Y sin embargo es pensar en Three Pines y ponerme a recordar toda su geografía, y el frío inenarrable que pasé allí, y tantas cosas inolvidables que llegué a vivir. Porque Three Pines no existe, pero Penny lo inventó en base a sitios reales, pequeñas localidades de la región de los Cantones del Este, entre el río San Lorenzo y la frontera del Quebec con EE UU.

En medio del crudo invierno de 2016 ("mon pays ce n´est pas un pays, c´est l´hiver", cantaba, tiritando, imagino, Gilles Vigneault, el poeta de Blanc-Sablon) viajé allí para entrevistar a Penny, que vive en el pueblo de Knowlton, junto al lago Brome, un sitio tan a desmano que le costaría llegar hasta a Jesuita Joe. El desfase horario, conducir un coche alquilado en medio de una gran nevada desde Montreal (unos 100 kilómetros) y que se me cruzara en la carretera un alce no ayudaron a que tuviera muy despejada la cabeza. Dado mi estado y mi sentido de la orientación es raro que no acabara en Manitoba. Así que guardo recuerdos confusos e inconexos del tiempo que pasé por ahí. Me detuve en Standbridge East y visité un pequeño museo en un viejo molino de agua en el que se exponían rifles Spencer de los Red Saches de Missiquoi, la milicia de voluntarios canadienses de la región que se enfrentó en la década de 1870 a la invasión de los fenianos irlandeses-estadounidenses, un episodio del que no tenía ni idea. Missiquoi es una palabra de los indios abenaki que significa "rico en aves acuáticas". Lo pone en mi libreta Moleskine correspondiente a ese viaje y llena de anotaciones igual de trascendentes. Algunas son difíciles de descifrar porque están escritas temblando. Tenía tanto frío todo el rato (llegamos a estas a casi 30 grados bajo cero) que habría sido capaz de matar un castor con mis propias manos y despellejarlo para hacerme un gorro calentito como el de Daniel Boone.

Me viene a la mente luego la imagen, tras la ventana de un bar, de un pájaro carpintero trepando por el tronco de un árbol. Era un "pic chevelu" (Picoides villosus), lo sé porque lo identifiqué después gracias a un pequeño volumen, Les odiseaux d´hiver au Québec, de Peter Lane (Editions Heritage, de Montreal, 1980), que me llevé, con subrepticias maneras dignas del hurón Magua, de la casa de Abercorn de la familia Lapointe. Afortunadamente no tenían un rifle Spencer. Con Penny quedé en un pueblo cercano con el ominoso nombre -visto desde hoy- de Sutton. Fue un encuentro muy agradable. Todos estos bonitos recuerdos se me agolparon el otro día al encontrarme en Barcelona otra vez con Penny, que presentaba su último libro publicado en castellano, El reino de los ciegos. Devoré previamente la novela, una de las mejores de ls serie, 446 páginas que combinan como sólo sabe hacerlo Penny la intriga, la violencia, la humanidad -"la cuestión es: ¿qué guarda la gente en su corazón?"- y el frío.

En el centro del la trama está Gamache, que vive "en la morada del dolor" de sus arduas decisiones policiales y a la vez en el arrullo de la familia y las amistades. Demediado entre el horror y el amor, escéptico y compasivo, considera, pese a toda la podredumbre que ha visto, que todos tenemos la posibilidad de salvarnos. Y está dispuesto a arrimar el hombro para ayudarnos a ello. Ese mismo sentimiento lo leí de nuevo en la mirada de Penny el otro día en el restaurante Igueldo, cuando me acerqué a saludarla y alzó la cabeza con su permanente sonrisa. Una persona que cree en las segundas oportunidades y en la bondad intrínseca del ser humano. Siempre ha dicho que Gamache era su marido Michael y de hecho estuvo a punto de abandonar la serie al fallecer este.

Sin embargo, me parece que en realidad Gamache es ella, como es ella el invierno en su país. Un invierno que destella en sus ojos de dama del crimen, de un azul hielo, pero a la vez llenos de la promesa de calidez de un té o un chocolate caliente y una buena conversación junto a la estufa. El crepitar de los troncos de arce en una hoguera, un perrito caliente en un partido de los Canadiens, una sonrisa. En medio del frío y la desolación, la bondad, la bondad.

El Pais, sábado 6 de abril de 2024


La intrincada naturaleza cuántica de un domingo

Olivier Schrauwen dedica un espectacular comic de casi 500 páginas a testimoniar un único y aburrido día en la vida de su primo Thibault, como huella inalterable de la existencia humana

Dibujo de Domingo flamenco (Fulgencio Pimentel), de O. Schrauwen

Por Álvaro Pons

El domingo: día destinado a aportar aburrimiento a una semana que, por lo demás, fue feliz y provechosa. Pocos días simbolizan de una manera tan evidente y clara ese tedio cotidiano y pegajoso que se va extendiendo a medida que pasa el día y ata sólidamente al sofá, la manta y al mando a distancia, mientras saltamos con indiferencia entre canales intrascendentes, esperando tan solo que los bostezos de desinterés sean menos evidentes. Se pueden afirmar sin demasiado miedo al error que un domingo es la medida estándar de un día en el que no pasa nada, lo que lo hace, desde luego, poco apetecible a ser elegido escenario para protagonizar un relato que recupere la minuciosa descripción de los acontecimientos cotidianos en la mejor tradición de Leopold Bloom. 

Pero Olivier Schrauwen ha demostrado fehacientemente su innata capacidad para retar lo establecido; así que tras ficcionar la memoria colonial de su abuelo en Arsène Schrauwen, quizás era lógico dar el paso de seguir recurriendo a su familia para pasar de la larga cronología de una vida a fijarse en su primo Thibault y hacer testimonio de un único día, un domingo. Durante casi 500 páginas, Domingo flamenco (Fulgencio Pimentel, traducción de Joana Carro y César Sánchez) hace cuidadoso apunte de todo lo ocurrido a este tipógrafo durante un domingo de 2017, para descubrir que, quizás, el concepto de "no pasa nada" resulta más complejo de lo que se pensaba. Igual que los físicos descubrieron que el vacío resultaba ser un proceloso mar de partículas en constante fluctuación cuántica, lo que nuestra limitada mente percibe como un aburrido cúmulo de naderías es tan solo la expresión de una frondosa estructura arbórea, una especie de fractal infinito donde las rutinas cotidianas se expanden y conectan pasado, presente y futuro en una repetición que entendemos como aburrida, pero que es una manifestación orgánica de la vida.

Para Schrauwen, cada acto cotidiano es productor inconsciente de la memoria, de esos recuerdos que acuden a nuestra mente sin razón aparente, como esas fluctuaciones cuánticas sometidas tan solo al caprichoso mandato del azar probabilístico. Pero también parte de una poliédrica realidad donde todo está conectado: el aleteo de la mariposa puede ser un ratón curioso perseguido por un gato, el miedo a que el móvil caiga en el agua durante un baño a un generoso vecina dispuesta a traernos comida. Tan aparentemente disjuntos como sorprendentemente conectados con pensamientos a miles de kilómetros, la conversación de unos amigos en un bar o el recuerdo de un día con una cámara de súper 8. Tiempo y espacio se unen en una única realidad al alcance de una única realidad al alcance de un parpadeo, de un pensamiento imposible o de una reflexión loca.

Por el camino, Schrauwen se permite trabajar, como es habitual en su obra, con el formalismo desde ese bitono risográfico (espectacular el trabajo de edición editorial en la traducción española) que se extiende por todo tipo de juegos plásticos que usan la página y la viñeta como elementos de medida temporal, recordando cómo Töpffer ya jugó a comprimir y estirar el tiempo con la composición allá por el XIX, pero esta vez desde la perspectiva de la pantalla de las apps que todo lo dominan. Y, además, nos recuerda que la creación artística es parte ineludible de la naturaleza del ser humano: la construcción de nuestra memoria cotidiana no puede desgajarse de lo creativo, ya sea propio o ajeno. Cine, pintura, escultura, televisión.., la cultura popular empapa cada intersticio de esta minuciosa narración cronológica de un día, hora a hora, como poso ineludible de que hemos vivido, como huella inalterable de la existencia humana.

Tras llegar al final de este domingo cualquiera, es evidente que Schrauwen ha conseguido, a modo de esas cianotipias que en su día experimentó su compañera, la impresión palpable de algo tan inasible y complejo  como lo cotididiano. Una miríada de acontecimientos, hechos, personas y lugares, de recuerdos y actos, de absurdos y sinsentidos, de reflejos inconscientes y decisiones sin importancia que jalonan un retrato de apariencia inconexa y deslavazada, un rompecabezas sin solución en la distancia corta, pero que, al dar un paso atrás y ver en su completitud, resulta un curioso trampantojo, en ese juego de Archimboldo que nos lleva inexorablemente a reconocer lo que estamos viendo como algo tan claro y evidente como la vida. La nuestra, la de cualquiera, la que construimos a cada minuto sin ser conscientes de que cada segundo que pasa escribimos una vida. Sin duda, una obra tan monumental como fascinante, llamada a perdurar como aquella que relató un 16 de junio de 1904.




Domingo flamenco

Olivier Schrauwen

Traducción de Joana Carro y César Sánchez

Fulgencio Pimentel, 2024

472 páginas. 48 euros


El Pais. Babelia núm. 1.688. Viernes 29 de marzo de 2024

sábado, 20 de abril de 2024

Las fuerzas desatadas del mito

Por Domingo Ródenas de Moya

La imaginación de Jordi Soler echa raíces en la sierra de Veracruz donde creció, en un universo primario sobre cuya imprimación infantil ha añadido las inquietudes sociales del escritor adulto. De manera semejante, su prosa magnífica se ha fraguado con el idioma de aquel fondo, un español mexicano denso y eufónico veteado del castellano de otras latitudes. Así fue en Los hijos del volcán (2022) y así es en esta poderosa novela de aliento mítico en la que los mitos greco-latinos se imbrican con los prehispánicos multiplicando mutuamente su resonancia simbólica. El epicentro de la novela es la pugna entre dos formas de poder: el que propicia la belleza física, devastador para quien la posee avaramente -y más para quien la desea sin fruto-, y el poder omnímodo que se impone mediante el terror y la muerte. El primero lo encarna la divina Artemisa -creada sobre la matriz de Afrodita-, mientras que el segundo lo representa el cacique Teodorico, una suerte de Pedro Páramo despiadado que únicamente se siente inerme ante la hermosura inaccesible de esta nueva Susana San Juan. Pero si Artemisa ejerce sobre él un efecto hipnótico y transformador, también ella es víctima de esa misma seducción irresistible... por parte del majestuoso toro blanco que emerge de una laguna en el primer párrafo del relato.


Ritón (recipiente) con forma de cabeza de toro de la época minoica, en el Museo Arqueológico de Heraclión en Creta. Andrew Aitchisson (In Pictures/Getty)

Desde ese instante, el lector sabe que el cañamazo narrativo que utiliza libremente Soler es el del toro blanco que hizo surgir del mar Poseidón y cuya hermosura cautivó al rey Minos. Al negarse este a ofrecérselo en sacrificio, el rey de las aguas se desquitó haciendo que la reina Parsifae cayera rendida ante el toro y concibiera con él al Minotauro. Es obvio que Artemisa es un avatar de Parsifae y el cruel Teodorico lo es de Poseidón, pero en ellos se reflejan otros mitos, como el del contrahecho Hefesto y Afrodita, o el de los aztecas Tezcatlipoca, dios nocturno del mundo material, y Xilonen, diosa de la fertilidad. Soler ha sabido sacar partido de estas confluencias míticas, dando un nuevo sentido al "método místico" de que hablaba T.S. Eliot al explicar la técnica de James Joyce en el Ulises. Pondré un solo ejemplo: uno de los personajes mejor diseñados, el de Wenceslao, inventor, gay, amigo de Artemisa y rey de la fiesta allí donde acude, está forjado sobre la remota matriz del Dédalo mítico, y no digo más para no ser aguafiestas.

Sobre el fondo de esta aleación grecomexicana, Soler compone un relato universal acerca de la fuerza tiránica y destructiva del deseo o, lo que es lo mismo, de la belleza abrasadora que lo suscita. También sobre el imperio arriesgado que esa belleza otorga: el de encandilar a todos y disponer de su voluntad, un poderío que puede volverse tan adictivo como dañino. Se trata de un relato en dos tiempos muy bien medidos, separados por 25 años, dos momentos en los que crece gradualmente el desafío de la bella hacia el monstruo en medio de una pululación de criaturas espléndidas (la Negra Moya, Chelo Acosta y sus pupilas, el profesor Brambila...) que parecen asistir a un desenlace inevitable. El relato tensa la cuerda entre los dos poderes hasta que su tirantez es insostenible y de desencadena la victoria de uno sobre otro, sin prisa, con metódica atrocidad, que es lo que refiere un atinado narrador interno, alguien que fue admirador, como todos, de Artemisa, uno de tantos que quiso y no pudo alcanzarla y tuvo que resignarse a ser testigo de su error y del horror subsiguiente. No creo que se pudiera contar con más fuerza.

En el reino del toro sagrado

Jordi Soler

Alfaguara, 2024

268 páginas. 19,90 euros


El Pais. Babelia. nº 1.687. Sábado 23 de marzo de 2024


lunes, 15 de abril de 2024

Muere Trina Robbins, pionera del feminismo en el cómic

 Fue la primera dibujante de "Wonder Woman" y compaginó su labor artística con la investigación.

Álvaro Pons

El miércoles falleció a los 85 años Trina Robbins (Nueva York, 1938), una autora cuyo nombre puede pasar inadvertido para la afición española al cómic, ya que apenas hay un puñado de sus obras publicado en España, pero cuyo nombre está grabado en la historia como una de las grandes pioneras de la historieta y como punto de inflexión en la incorporación y consideración de la autoría de mujeres en el tebeo.


Trina Robbins, en 2015 en Oakland (California). Liz Hafalia (Getty)


Desde su feminismo comprometido, se sumó a la convulsión de la aparición en el cómic estadounidense de la escena de San Francisco, a finales de los sesenta, consciente de estar en un medio y un movimiento profundamente machista que precisaba de nuevas perspectivas y aperturas It Aint Me, Babe, que en 1970 daría lugar con el mismo nombre a la primera antología de cómics realizados por mujeres, reivindicando un espacio en el que tradicionalmente se las había apartado o invisibilizado. La publicación fue un referente para la concienciación de las autoras y el germen de otras colecciones posteriores, como Wimmen´s Comix, también fundado por ella, donde colaborarían artistas fundamentales para entender el cómic independiente de los setenta y ochenta como Michelle Brand, Aline Kominsky-Crumb, Diane Noomin, Joyce Farmer, Melinda Gebbie, Roberta Gregory o Phoebe Gloeckner, entre otras muchas. En paralelo a esta trayectoria de activismo, comenzó a trabajar en editoriales populares como DC o Marvel, encargándose de personajes tan carismáticos como Wonder Woman, siendo la primera mujer que se ocupaba de sus dibujos desde su creación. Aunque el guión fuera firmado por Kurt Busiek, Robbins supo dar a su camaleónico trazo el estilo del dibujante original de la serie, H. G. Peter, recuperando la esencia del personaje desarrollado por W. M. Marston y Joye Hummel. Responsable también del icónico traje de Vampirella que dibujará Frank Frazzeta, siguió dibujando para editoriales como Eclipse, Image Cómics o Dark Horse Cómics hasta bien entrado el nuevo siglo.

A partir de los noventa, Robbins comenzó a trabajar intensamente, en paralelo a su carrera creadora, en la investigación académica sobre las autoras de cómic, plasmada inicialmente en el clásico Women and the Comics junto a Catherine Yronwode, al que siguieron obras fundamentales como A Century of Women Cartoonists, The Great Women Superheroes, Babes in Arms: Women in Comics During the Second World War, From Girs to Grrrlz: A History of Womenñs Comics from Teens to Zines o Pretty in Ink, así como varias monografías dedicadas a series u obras como la reciente antología Dauntless Dames. Un corpus de obras que permite en el cómic americano desde sus inicios. Su labor llegó hasta el año pasado, cuando coordinó la antología de cómics Won´t Back Down!, en favor del movimiento Pro Choice, en defensa del derecho al aborto.

Presencia fundamental en cualquier evento, fundó también Friends of Lulú, asociación dedicada a la promoción del cómic realizado por mujeres que ha tenido importancia en el mundo que ha tenido importancia en el mundo editorial estadounidense, favoreciendo la incorporación de las autoras a la creación de cómics populares, pero también con una decidida acción formativa hacia todos los eslabones de la cadena productiva. Consiguió también reunir una gran colección de originales de obras realizadas por autoras, que puso siempre a disposición de museos y galerías para garantizar que la autoría femenina no se viera minusvalorada en el ámbito expositivo. Esta labor constante y su feminismo combativo han sido una influencia clave para la aparición de una nueva generación de estudiosas del cómic, que ha tenido que luchar contra un medio dominado por hombres. El incombustible optimismo que desprende en sus memorias, Last Girl Standing (publicadas en 2017 por Fantagraphics), forma parte de la historia del cómic, que la ha reconocido incluyéndola desde 2013 en la Will Eisner Hall of Fama, donde figuran los autores de cómic más importantes.

El Pais. Cultura. Sábado 13 de abril de 2024


La Patrulla X trasciende la nostalgia

Serie de animación "X-Men ´97"

Eneko Ruiz Jiménez

La nostalgia emborrona nuestros recuerdos. ¿Era una serie o película de nuestra infancia buena de verdad, o lo que recordamos es el momento en el que la vimos? Con la serie animada de X-Men de los noventa, la conclusión es clara: la música de su cabecera era automáticamente pegadiza y tenía tramas mejor adaptadas que en cualquiera de las películas. Pero no, no era tan buena como la recuerda la nostalgia. Sirvió, eso sí, para abrir a Marvel un mundo en el que Stan Lee había intentado introducirse durante años, y, de paso, dar a conocer las viñetas a miles de lectores. Aunque mejor que permanezca en el recuerdo que en la revisión.


La nostalgia es un germen que infecta no solo la mente, sino también una industria del entretenimiento embobada por hacer feliz a ese niño interior. Esa industria ha creado una generación de espectadores que quiere regresar una y otra vez a los iconos de su infancia pero, al mismo tiempo, pide que no también nada de lo que recordaba, ni cómo eso les hacía sentir, olvidándose de cómo ha cambiado el mundo en estas décadas. Ese mismo síntoma volvió a la palestra con el estreno de la serie animada X-Men ´97 en Disney+, vendida con un enganche nostálgico demasiado fácil que continúa las tramas de la original, pero que, sorprendentemente, ha sabido adaptarse a los tiempos en los que se lanza. Tanto que supera a la original en el uso de la animación y en la profundidad de sus tramas.

La Patrulla X nació en 1963 como los odiados y perseguidos del mundo de las capas y poderes y la discriminación siempre estuvo en el centro. Primero fue como metáfora de Martin Luther King (Charles Xavier) y Malcolm X (Magneto), y luego, con las películas de Bryan Singer, con los mutantes, que descubren sus poderes siempre en la adolescencia, pareciendo más que nunca un espejo LGTBI.

X-Men ´97 podría haber sido una simple excusa para la nostalgia. Y no solo no lo es, sino que además tiene mimbres para convertirse en una de las mejores  adaptaciones de los mutantes, en audiovisual. Una que respeta la idiosincrasia de sus personajes para machacarla por completo.


El Pais. Lunes 15 de abril de 2024


Tras los pasos de Jack

¿Puede ser ésta la mejor historia sobre los macabros crímenes cometidos en el barrio londinense de Whitechapel?


JOSÉ LUIS VIDAL

14 Abril, 2024 

La interrogación, el misterio, las dudas abarcan de principio a fin este oscuro caso que, a día de hoy, sigue sin tener una solución. Son mil y una las teorías acerca de la misteriosa identidad del asesino Jack El Destripador, pero por mucho que se hayan afanado docenas de criminólogos, historiadores y demás entendidos en el tema y la época, ninguno ha llegado a dilucidar, a dar rostro al criminal que recorrió las oscuras callejuelas de Whitechapel, masacrando de manera harto cruel a varias mujeres.




Pero claro, qué mejor medio que la ficción, y concretamente el cómic, para sumergirnos en una trama que tan solo puedo calificar como hipnótica. Y todo ello gracias al talento del que está considerado como uno de los mejores profesionales del medio, el guionista británico Alan Moore, al que creo que a estas alturas de la película es casi innecesario presentar.

De todas maneras, comentar que, hasta que se retiró, algo hastiado del medio, Moore ha dejado tras de sí una serie de obras que tan solo pueden ser calificadas como clásicos de la viñeta, del noveno arte: La saga de La Cosa del Pantano, Watchmen, La broma asesina, su etapa en los WildC.A.T.S., el universo ABC… Y un largo etcétera, en el que tiene un lugar privilegiado este From Hell que ahora vuelve a recopilar en un tomo Planeta Cómic, para regocijo de aquellos que aún no lo habían disfrutado.

Junto a Moore, un dibujante que, sin él saberlo cuando la estaba realizando (o tal vez sí), hizo la obra de su vida, un auténtico tour de force artístico que nos mete de lleno en la época, los lejanos días del siglo XIX, Eddie Campbell (Alec, Baco…).

Y todo comienza de la manera más inesperada, con una historia de amor entre un hombre y una mujer. Huyendo de sus obligaciones y, sobre todo, posición, Edward, el nieto de la soberana británica, Victoria, mantiene una relación con Annie Crook, una dependienta a la que deja embarazada…

Los invisibles hilos del poder comienzan a moverse y conoceremos la trayectoria ascendente de uno de los principales protagonistas de esta apasionante trama, un médico llamado William Gull que, a una ya avanzada edad, consigue ocupar el puesto de médico real.

Pero Gull tiene, llamémoslo así, un lado ‘oscuro’, miembro de la logia masónica que adora a una tríada de entidades, Jah-Bul-On, sufre una apoplejía en una excursión, lo que hace que su estado mental se vea bastante afectado.

Y precisamente él, citado por la estoica regente, será el encargado de eliminar completamente cualquier rastro de la relación de su nieto. Misión ésta que vamos a comprobar, Gull se va a tomar demasiado en serio, manchando las calles de Whitechapel de sangre, ayudado por un cochero, Netley, que se encargará de localizar a todas las mujeres que han podido conocer lo que ha ocurrido entre Annie y Edward.

Es entonces cuando el terror más absoluto llega a las calles de la urbe londinense, y en este retrato coral conoceremos en profundidad la mísera vida de estas mujeres que tienen que vender sus cuerpos por unas pocas monedas, arrastrándose entre callejones, en la oscuridad, soportando vejaciones y, una vez comiencen a ser asesinadas, el insulto y oprobio de sus propios conciudadanos, que las consideran a la misma altura que una inmunda rata, mostrándonos que el más radical machismo era el comportamiento habitual en esos, ya lejanos, tiempos.

Justo en este momento entra en el relato, aunque le veremos en el prólogo de la obra, lamentándose del fin de la investigación, al inspector Fred Abberline que, desde que el momento en el que su superior, el comisario Charles Warren, se verá metido en un vórtice que le dejará marcado por el resto de sus días…

Mientras, a bordo de su carruaje, Netley Y Gull nos regalan un bizarro paseo por ese Londres que tal vez no conozcamos, y que se esconde tras las coloridas postales. Lugares donde lo mítico, lo esotérico se mezclan, dibujando en el mapa de la urbe una reconocible figura.

Pero From Hell es mucho más que una historia de crímenes, es un perfecto retrato de una sociedad que crea a un monstruo. Policías con cuentas pendientes, periodistas demasiado listillos… Todos y cada uno de ellos, unidos a los habitantes del barrio, se van a encargar de moldear la ominosa figura del cruel Jack, al que nunca se pudo atrapar.

Tras la experiencia de la lectura de esta mayúscula obra del cómic y sus necesarios apéndices, uno queda exhausto pero satisfecho por haber transitado esa época y calles junto a un tándem de auténticos genios como son Alan Moore y Eddie Campbell.Y es que el Infierno puede estar a la vuelta de la esquina.


Malaga Hoy



sábado, 13 de abril de 2024

La gran evasión demoniaca

Bienvenidos a la ciudad de Londres, pero en esta ocasión no estamos aquí para ver monumentos o pubs, sino temblar ante el terror y la violencia más desatados


JOSÉ LUIS VIDAL

13 Abril, 2024 

Ellie Hawthorne es una tipa dura. Su camino por la vida la ha obligado a ser así. Huérfana, sobreviviendo en una casa de acogida, huyendo de las libidinosas de padres adoptivos demasiado cariñosos…




Damn them all Vol. 1

Guion: Simon Spurrier

Dibujo: Charlie Adlard

Tapa dura

Color

192 págs.

18,95 euros

Planeta Cómic


Hasta que conoció a alguien que lo cambiaría todo. Alfie, su tío Alfie.

Y así, este hombre que transitaba por el lado más oscuro de la existencia, le enseñó que hay otras cosas, seres a los que no debemos molestar y que, mayormente por avaricia y ansias de poder, se obligaba a regresar a nuestro plano de realidad, con terribles consecuencias.

Ellie aprendió que a los demonios hay que dejarlos en el lugar donde les pertenece estar, acribillando con su maldad a todos y todas aquellas que han ido a parar por sus pecados al Infierno.

Pero tras mucho tiempo junto a él, ahora Ellie se vuelve a encontrar sola, y toda la armadura de cinismo que ha sabido construirse con el paso de los años no le servirá de mucho ante la inesperada desaparición de la única persona que se preocupó por ella.

Para colmo, en la urbe londinense se está detectando actividad demoniaca. Diversas personas se están convirtiendo en los amos de algunos de estos peligrosos entes, por lo que Ellie se va a ver metida sin comerlo ni beberlo en medio de una situación que, en principio, escapa totalmente a su control, por mucho que sepa sobre el Hades y sus habitantes, que ahora han regresado…

Y esto no es todo, ya que la protagonista conoce bien, tal vez demasiado, los bajos fondos de la ciudad, a muchos de esos tipos que dirigen los chanchullos más prohibidos, y que se relamen de gusto al saber que tal vez puedan tener como súbdito a uno de estos poderosos seres, aunque alguno de ellos no sea nada fácil de 'domesticar', por decirlo de alguna manera.

Uno de ellos es Frankie Wax, al que podríamos definir como un gangster clásico de toda la vida, que no le va a poner la cosas fáciles a Ellie, y que sin él saberlo, se convierte en un peón más en este invisible tablero en el que alguien, un desconocido, ha sido el que le ha abierto la puerta a estos demonios.

Venida de Nueva Orleans, la agente Dora Lafon también se verá metida de cabeza en una situación que no puede controlar, y que tan solo Ellie, martillo en mano, es capaz de encaminar hacia una solución.

Pero no va a ésta una tarea nada sencilla, ya que deberá obligar a 72 demonios del Ars Goetia a regresar allí de donde nunca debieron salir.

Dos tremendos talentos del mundo de las viñetas como el guionista Si Spurrier (Coda, Step by bloody step, Hellblazer…) y el dibujante Charlie Adlard (The Walking Dead) se unen para llevarnos a un Londres espectral, ultraviolento, donde vamos a compartir los conocimientos arcanos del finado Alfie para poder comprender mucho mejor el terror que se desata en la ciudad.

Y lo hacen, como británicos que son, con una fuerte dosis de ironía y cinismo, presentándonos a una protagonista, Ellie, que pese a su juventud, ya está de vuelta de todo.

Aunque, quién sabe, nunca se es demasiado dura y experimentada para encontrarte con la horma de tu zapato…

Damn them all te engancha desde la primera página, y cuando cierras este primer volumen tan solo deseas que el siguiente llegue a tus manos para conocer el destino de sus protagonistas.


Malaga Hoy


viernes, 12 de abril de 2024

Mi amigo el bicho

Regresamos al condado de Essex County, un lugar donde lo cotidiano puede tornarse en cualquier momento hacia lo extraño, lo fantástico


JOSÉ LUIS VIDAL

12 Abril, 2024 

Paul Dupuis estaba algo cansado de convertirse siempre en la diana de las bromas de sus amigos. Uno de ellos incluso era su primo pero, a la menor ocasión, aprovechaba para meterse con él y obligarle a hacer cosas que, en principio, no eran nada agradables.

Nunca olvidaría la noche en la que tuvo que entrar en aquella tienda…

Lee David Simard sabía de sobra que tarde o temprano algo saldría mal en aquel camino que había tomado en su vida. La bebida, las drogas, le había conducido irremediablemente a un sendero en el que la violencia podía estallar en el momento más inesperado.

¿Por qué tuvo que entrar ese chaval en la tienda cuando él estaba robando?

Franny es una niña solitaria, abandonada por su fugada madre y conviviendo con un padre violento y alcohólico. Su único tesoro, solaz, es un inmenso granero donde ella ha construido su casillo, un lugar donde ir cuando quiere llorar, recordando los motes, las burlas de sus compañeros, que aún resuenan en su joven cabeza.

Por eso su tristeza se transformó en alegría cuando encontró, por fin, a un amigo.

Danny, el sheriff del lugar, tiene que apechugar con los comentarios cínicos de los vecinos, que no ven en él a un habitante más, sino a un perro de caza que, a la menor infracción, los meterá entre rejas sin pensarlo dos veces.

¿Dónde estará el fugitivo que ha robado en una tienda, dejando atrás a dos heridos?

Y mientras estos personajes deambulan por la trama argumental, las temidas moscas del agua han llegado para cubrir las calles, los coches, hasta el interior de las casas. Y es que se las ha bautizado como “efímeras” por su corto periodo vital, que llega a convertir sus cuerpos en una auténtica alfombra que cruje cuando se la pisa y huele muy, muy mal.

Pero en esta ocasión, el papel de estos insectos es diferente, ya que cambiarán a uno de los personajes protagonista, dándole un giro fantástico a este argumento que, en principio, se decantaba hacia el género negro pero en un ambiente rural.

Ya nada será igual para Paul, Lee, Franny y David.



Las efímeras 1

Autor: Jeff Lemire

Tapa blanda

Color

176 pags.

19 euros

Astiberri


Jeff Lemire, debido a su incansable labor como guionista, se ha convertido en una presencia casi fija todos los meses en las estanterías de las librerías españolas, jugando con los géneros con una habilidad increíble, a la vez que nos regala retratos de unos personajes que son muy humanos. Y en esta ocasión lo hace regresando a las tierras donde creció y vivió, así que conoce muy bien a sus habitantes, por lo que se lanza sin pensarlo a narrar como autor completo una nueva historia cita en Essex County.

Y lo hace con su estilo de dibujo, muy reconocible, y que nos vuelve a demostrar como ya lo hizo en 'Un tipo duro', 'Nadie, 'Royal City' o 'Cazarranas' (todas publicadas por Astiberri) que sabe narrar como nadie.

Tras la plaga de efímeras, este lugar ya nunca volverá a ser el mismo.


Malaga Hoy


domingo, 7 de abril de 2024

Cómics sin viñetas o el viaje audiovisual a las fronteras del tebeo

Atrevimiento narrativo, versiones sonoras, obras de bolsillo y ensayos gráficos sobre desigualdad reivindican el noveno arte como el más libre y arriesgado

Tommaso Koch

Madrid

La mamá de Simon Hope ha hecho una tarta. Se muestra en la primera imagen: parece deliciosa, con un unicornio rosa en el centro. El lector, sin embargo, debe imaginar todo lo demás. Porque la señora Daisy y su hijo están dibujados como dos círculos, igual que el resto de los personajes de El color de las cosas. Vete tú a reír y llorar con figuras geométricas durante 230 páginas. Por eso, al celebrado primer cómic de Martin Panchaud lo han calificado de punto de inflexión. Dicen que rompe los esquemas del noveno arte. Aunque, desde hace un tiempo, más tebeos se han volcado en explorar sus límites. Hay ilustraciones Sobre la soledad, que dan clases de geopolítica o desmenuzan la desigualdad; diseños colosales que se vuelven pequeños, trazos sobre papel y otros sobre pantalla táctil. Existen, incluso, viñetas sin viñetas: en el célebre comienzo de la novela gráfica Sandman, de Neil Gaiman, el señor Hathaway levanta una aldaba para tocar una misteriosa puerta. Puede verse en la tradicional edición de ECC. Pero ahora también se puede escuchar, en Audible. He aquí una historieta sin imagen. Algunos lo llaman audiocómic. Otros lo consideran una adaptación.

Lo cierto es que el noveno arte parece vivir una especie de era de los descubrimientos. Hay tebeos para todos los gustos. Y los que quedan por concebir. "Es un medio con muy pocos límites narrativos y costes de producción bajos", destaca Panchaud. Lo cual explica, para bien y para mal, tanto atrevimiento. Frente a la literatura, el cómic tiene el doble de posibilidades para experimentar: en el texto, pero también en la imagen. "Y el lector mismo participa con su mirada. Permite mucho para jugar", añade Francisco Manuel Sáez de Adana Herrero, director de la Cátedra ECC-UAH de Investigación y Cultura del Cómic. Y resulta más que el que dirija un rodaje donde están en juego muchos millones y puestos de trabajo. Solo el videojuego independiente, quizás, esté recorriendo un camino tan personal como incierto. Libertad, a cambio de precariedad. "Tengo la sensación de que hay mucha más innovación en el mercado del cómic. Pero a veces viene dado por la propia estructura: una invasión de novedades, de pequeña tirada, que resulta razonable para una editorial, pero problemática para un autor. Aunque le permite dirigirse a un grupo de población no necesariamente muy amplio", apunta Sáez de Adana Herrero. Para una mayor difusión, su institución inauguró el 15 de marzo una comiteca en la Universidad de Alcalá de Henares, con unos 600 títulos, incluidas obras tan experimentales como Domingos con Walt & Skeezix.


Dos viñetas de 'El color de las cosas', de Martin Panchaud, editado por Reservoir Books.

Al margen de las bibliotecas los tebeos también están cambiando para acercarse a un público mayor. Sellos como ECC o Salamandra Graphic introdujeron hace tiempo una línea de bolsillo, que Marvel también acaba de abrazar (a través de Panini, su editora española) bajo el nombre de Essentials: obras más baratas y manejables. Con mayor ambición de alcance popular. Aunque con menos espacio para que luzcan los dibujos. "Realmente es como el manga de toda la vida. Hace que la lectura sea más sencilla y asequible para todos. El cómic puede tener muchos formatos, y así llegar a manos de otros lectores, como un adolescente que no puede permitirse un cierto gasto", subraya Natacha Bustos, historietista e impulsora de debates y conferencias sobre el tebeo. Las fuentes consultadas, en general, valoran los cómics de bolsillo. Y, por supuesto, los riesgos narrativos también resultan bienvenidos: la frescura de El color de las cosas, los dilemas de Heimat, la investigación de Algas verdes, Sistemas ocultos o La oscura huella digital; o la revolución que supuso Fabricando historias, de Chris Ware, una caja con 14 tebeos de estilos y formatos distintos, que se juntan para completar una trama.



Desde arriba, dos viñetas de El color de las cosas (Reservoir Dogs), y una de Hola Siri (Marmotilla).


Capar la esencia

Más dudas, en cambio, generan las versiones sonoras. "Es capar su esencia", dice Bustos. "Creo que no es un cómic, es una adaptación. Lo digo como hecho, no en un sentido de valoración superior o inferior", agrega Sáez de Adana Herrero. A lo que responde Chris Jones, director de producción para Europa de Audible, la plataforma de audios de Amazon, que acoge Sandman y, en su catálogo inglés, algunos de los más famosos cómics de superhéroes de Marvel: "Entiendo que, a priori, puede parecer rarísimo. Pero tiene algo único. Cuando escuchas una novela, no puedes evitar imaginártela. De un cómic, conoces la parte gráfica. El mundo que estás creando al oírlo es muy fiel a lo que viste, y a la vez es un medio totalmente distinto a cualquier otro. No me planteo que falte la parte visual, sería como decirlo de la música". En ciertos casos, eso sí, la imagen resulta tan insustituible que un narrador describe el contexto que se ve en la viñeta.

Complejidad, riesgo, ambición, dilemas. Como en las mejores obras de arte. No por nada, Sáez de Adana Herrero recuerda que casi todos los intentos académicos de definir el cómic fracasan: terminan incluyendo obras que no lo son, o excluyendo otras que sí deberían estar. El profesor esboza una lista de obras peculiares e innovadoras como El color de las cosas, 99 ejercicios de estilo, Las aventuras de Joselito, Ampo o El buen padre. Y, al final, cita al crítico argentino Oscar Steinberg; "Es la puesta en fase de dos lenguajes que, en realidad, son intraducibles; y el resultado es la obra artística. ¡Lo que tiene de bueno la historieta es que es imposible!". Igual que sus fronteras.

El Pais. Cultura. Viernes 5 de abril de 2024


«Laberintos», de Jeff Lemire: la memoria dibujada (y desdibujada)

Escrito por Bruno Padilla del Valle el 4 abril, 2024

«Yo tenía un jersey viejo y ella se lo ponía siempre que podía. Su madre no lo soportaba. Olía a naftalina y, sinceramente, ya ni me acuerdo de dónde lo había sacado. / […] Pero ahora, cuando pienso en ella, siempre lo lleva puesto. / […] ¿Por qué coño recuerdo hasta el último hilo de ese jersey viejo y ya no recuerdo claramente su cara?». Desde su primera viñeta, Laberintos (Planeta Cómic, 2024) emplea unos hilos de color rojo, el color de aquel jersey, como motivo gráfico recurrente: el hilo de la memoria, la delgada línea roja —que diría Terrence Malick— separando la cordura de la locura, la línea existencial que discurre como en un monitor de constantes vitales y que en este caso es indicio del rastro de una muerte, la de su hija, que ha dejado asolado y sin respuestas al padre, Will, inspector municipal de obras. Y sin palabras, apenas, como muchas de las escenas de este cómic. Lo único que está en un color vivo al inicio del relato es ese rojo sangre, rojo corazón. A veces la propia figura de Will, vaciada de contenido —y sentido— es recorrida por esos trazos bermejos, finos y ovillados que brotan de una madeja infinita: su propia obsesión. Solo el recuerdo, el pasado, ampliará los tonos de la cuatricomía desvaída que domina este tomo.





Se trata de la recopilación de los cincos números de una obra maestra —digámoslo ya— a la que Jeff Lemire (Essex County, Ontario, 1976), aparcando sus trabajos para Marvel y DC, se lanzó sin un mapa muy definido; apenas con un escueto argumento que, no obstante, le susurraba fascinantes imágenes como las que plasmaría en estas 264 páginas, tan emocionantes y liberadoras para el lector como, según él, fue el proceso creativo. Por cierto que, al final de la magnífica edición española, se incluyen una serie de bocetos junto con unas interesantes notas del autor, que aportan claves sobre su concepción formal y su arquitectura narrativa, junto con un grupo de cubiertas alternativas a cargo de otros autores que reinterpretan el rico universo concebido por el autor canadiense, mostrando las múltiples caras y capas de esta historia, su capacidad de dar rienda suelta a la pura abstracción de ciertos elementos que componen su particular poética.

A cualquiera que conozca la obra previa del dibujante y guionista de la serie Black Hammer, ganador de sendos Premios Eisner en 2017 y 2019, no le sorprenderá el despliegue de recursos del que somos testigos en este cómic originalmente publicado por Dark Horse Books que ahora nos llega con traducción de Diego de los Santos, pero sin duda representa un paso decisivo en su consolidación como voz irrepetible en esta disciplina. Lo demuestra su dominio del lenguaje en Laberintos, que evoca gráficamente la —a priori— invisible elocuencia de la memoria: los recuerdos se desdibujan de forma literal. Su estilo abocetado y anguloso, la expresividad que logra a través de las sombras contrastadas y los fondos acuarelados, el uso puntual de planos muy abiertos que ubican y a la vez aíslan a sus personajes en el entorno, inciden en la soledad y la alienación del protagonista, su desconexión de los escenarios cotidianos, que le resultan casi irreales: «No soy nada. / Solo rutina. / Tengo demasiado miedo para ser otra cosa», se dice.

Los rasgos del propio Will, ya en la cubierta, son los de alguien deformado por el duelo, consumido, irreconocible: un espectro de mirada perdida, un rostro que es como una cicatriz. Su cara es en sí misma un laberinto, un enigma; algo a resolver, como su identidad, porque ¿quién es él, más allá de un expadre? Horrible título de parentesco, por cierto. Por eso afronta el mensaje que recibe de su hija muerta como un acertijo, o como una prueba —de fe—. Su fijación empieza entonces a ocuparlo todo, a expandirse por la doble página del libro, como una retícula en la que queda trágicamente atrapado. En ese punto comenzarán las visiones, magistralmente recreadas por Lemire, quien dice haberse inspirado en los diseños recursivos del artista visual Greg Ruth y el uso del color de su compatriota ilustrador Michael Cho. «Es muy fácil perderse ahí dentro», le suelta un vagabundo que se parece a Will más de lo que querríamos, justo antes de que este último se sitúe ante el abismo.

La primera vez en que Lemire dibuja el laberinto de uno de esos pasatiempos que hacía la hija de Will —cuadrado, pero de irregulares líneas— parece estar recreando la morfología de un cerebro humano. También podría ser otra corteza que no la cerebral: la de un árbol y sus líneas del tiempo, otra metáfora de la memoria, de sus estragos. La propia ciudad (inspirada en las calles de Toronto), a la que Will se dedica y a cuyo mapa se entrega, es un laberinto en el que muchos se han extraviado mientras trataban de encontrar la salida; buscando, acaso, respuestas a su soledad y a su dolor en medio de una asfixiante rutina de tráfico y transeúntes. Un paisaje urbano que cambia, aparentemente, a golpe de construcción, pero que oculta, según descubre nuestro protagonista, ese abismo inabarcable como si fuera un decorado de cartón piedra. Las viñetas se convierten en un itinerario, como casillas de un juego de mesa por el interior de Will, y el sentido de la lectura deambula, ateniéndose a una lógica distinta. En esa subversión Lemire ha reconocido la influencia de las novelas de Haruki Murakami y sus elementos sobrenaturales, no adscritos al género fantástico pero de gran impacto y presencia en sus historias.


Esa sensación de irrealidad y de fugas del mundo lógico, también propia de una película de Charlie Kaufman, o de la maravillosa serie Undone de Raphael Bob-Waksberg y Kate Purdy, se cimentan, antes que en la ansiedad, en el hastío y la muerte en vida de Will que representan las secuencias repetitivas desde los primeros compases del cómic. Aunque también pronto se nos avisa («Está pasando algo. Y eso me da miedo») del quebramiento de lo racional: el contorno de esa viñeta, y de otras a continuación, se rompe casi inadvertidamente, hay un pequeño escape de la hoja por arriba, el dibujo rebosa los márgenes —de lo que tiene explicación— como uno de esos caminos laberínticos que pueden no conducir a ningún sitio, colocarnos ante un callejón sin salida. Y todo lo que necesita este hombre desesperado y desesperanzado es una salida, o quizá antes de eso, una motivación para buscarla, un propósito.

Con la irrupción en el relato de Lisa, su vecina, una nueva vía parece abrirse en la página. De hecho, es ella quien alude al mito del laberinto del Minotauro. Ella, además, trabaja en conservación del patrimonio arquitectónico, es decir: memoria (el hilo de Ariadna). Y, por eso mismo, sabe que, pese a todo lo que pueda parecerle a Will, «las paredes no duran eternamente». Tampoco el duelo, aunque el que fuera padre de Wendy se resista a eso que denominamos pasar página; como si cada página pasada, en cualquier libro significativo, se olvidase fácilmente, como si no cambiara nuestro modo de ver las cosas. Quizá por eso, el protagonista labrará su recuerdo en piel. Ya lo sabemos por Nadal Suau: el tatuaje es memoria; física, tangible, real. La declaración de Will es de amor hacia su hija muerta y de intenciones: «Quiero recordarlo todo». Una voluntad que le hace atravesar muros, pues parafraseándolo, cuando nada es real, todo es posible.

Resulta tentador despachar Laberintos como una historia onírica, pero como leemos en la obra de Lemire, los sueños no son más que «recuerdos disfrazados», mientras que lo que sugiere esta conmovedora narración y su asombrosa plasmación plástica es una versión diferente de la realidad. En un momento dado, percibimos un viraje hacia el terreno del terror psicológico. Al fin y al cabo, ya lo habíamos dicho, hay algo aquí de historia de fantasmas contemporánea, de gente sin rostro. De descenso a la penumbra absoluta del inframundo urbano. De los flashes de una memoria subterránea, enterrada, y de los monstruos que acechan en esa noche oscura del alma, si pensamos en la desolación descrita por Juan de la Cruz. Tirando de ese hilo patrio, los dibujos de Lemire en este segmento enfebrecido podrían remitir a Goya, a sus pinturas mitológicas y negras y violentas. Un viaje a la insania, a los recovecos sombríos de la propia psique.

Más que onírico, Laberintos es un relato poético que habla (o al menos nos habla a quienes desde esta condición lo leemos) de la paternidad como un estado que no se pierde; siempre y cuando no se pierda la cabeza, ni el corazón. Por miedo que dé pensarlo, somos padres aun cuando sobrevivimos a nuestros hijos. Esa experiencia nos transforma para siempre y nos hace ser quienes somos, si es que algún día nos atrevemos a saberlo, a descubrirlo, a internarnos en nuestros propios laberintos, armados de valor y, más nos vale, de amor.


 

LABERINTOS

Jeff Lemire

Traducción de Diego de los Santos

Ilustraciones de Andrea Sorrentino, Dustin Nguyen, Dean Ormston, Matt Kindt y Gabriel Hernández Walta

PLANETA CÓMIC

(Barcelona, 2024)

264 páginas

30 €

martes, 2 de abril de 2024

Un monumento gráfico al aburrimiento

Olivier Schrauwen publica en español "Domingo flamenco", un tratado sobre el tedio, el absurdo y la estupidez, que se alza como uno de los cómics del momento

Borja Bas

Valencia

Olivier Schrauwen (Brujas, 46 años) está sentado en una cafetería del centro de Valencia. Se debate entre asomarse por primera vez a una mascletá o tomarse un buen arroz en la Malvarrosa. Acaba de participar en el Salón del Cómic de la ciudad, uno de los más concurridos de España. "Siempre que me veo en ferias así, rodeado de gente disfrazada de cosplay, me pregunto; "¿Cuál es mi lugar en todo esto?", reflexiona. Para algunos aficionados, ese lugar está claro: es el autor europeo más interesante del presente. No lo decimos nosotros, lo proclama tal cual The Comics Journal, la publicación de referencia del sector. También lo refrendan los autores Art Spiegelman (Maus), Chris Ware (Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo) o Daniel Clowes (Ghost World), que señalan a Schrauwen como inagotable fuente de inspiración. "Es algo que prefiero ni pensar, porque me pone nervioso. Son muy generosos hablando bien de mí", dice con sincera humildad y una mirada irremediablemente tímida.

Este historietista belga afincado en Berlín es una de esas rarezas que cada cierto tiempo contribuyen a ensanchar las fronteras de la novela gráfica. Lo probó con Arsène Schrauwen, un prodigio en el que relataba las aventuras inventadas de su abuelo en el Congo Belga, y lo corrobora ahora con Domingo flamenco, cuyo título es una traducción libérrima del original Sunday, en un guió al origen del autor propuesto por su editorial española, Fulgencio Pimentel. Desde ya, candidato a encabezar las listas de mejores cómics del año. Donde Spiegelman convirtió en fábula el Holocausto, Ware construyó una nueva arquitectura visual y Clowes testó los límites de la mala leche, Schrauwen aborda toda una gesta da la narrativa posmoderna: el tratado definitivo sobre el tedio, el absurdo y la estupidez humana.

Olivier Schrauwen come churros en Valencia, en una imagen de la editorial. César Sánchez

Sus casi 500 páginas, publicadas originalmente en distintos cuadernos entre 2017 y 2023 y recogidas aquí en un solo tomo, reflejan exactamente lo que anuncia su título: un domingazo cualquiera, desde que amanece hasta las doce de la noche, en la vida del protagonista, encarnado por una versión ficticia del primo de Schrauwen. En palabras de su autor, "un maestro en hacer nada y hacerlo mal. Al menos en la jornada concreta que refleja el cómic, que además él entiende como su último día de libertad porque está a punto de cumplir los 36 años y esa noche vuelve su novia de un largo viaje. El caso de Thibault (el primo) es particularmente frustrante: cuantas más cosas se propone, arrancar, más le cuesta hacerlo", esboza.

A todo lo que pasa en su casa, de la que se niega a salir en todo el día (que para eso es su domingo), se suma lo que fluye por su cabeza y las viviendas en paralelo de sus allegados: familiares, amigos, vecinos, un gato y un ratón; en su barrio y a miles de kilómetros de distancia. Lo que podría responder literalmente a las intenciones primigenias de su autor, es decir, convertirse en un soberano tostón, se alza en sus virtuosas manos y su delirante imaginación en un monumento a la épica de la cotidianidad.

Cosas tan banales como decidir su masturbarse o no, canturrear canciones, darle mil vueltas a ese mensaje de WhatsApp, coger un libro y no pasar de la primera línea, cotillear perfiles en las redes, entregarse a la dipsomanía en solitario, cocinar con lo primero que pilla, ver la peor película de la historia (en este caso, El código Da Vinci) y, sobre todo, evitar a toda costa cualquier interrupción del mundo exterior forman parte de la biografía colectiva. En otras palabras: "El protagonista puede resultar irritante y un cretino, pero lo cierto es que podría ser cualquiera de nosotros en un día tonto. Ese era el reto: hacer el cómic más insustancial posible sin resultar aburrido para el lector, partir de algo muy poco dramático y obligarme a hacerlo estimulante. Entre los lectores se produce una polarización: hay gente que dice "no aguanto a este tío" y otra que piensa "sigamos leyendo, a ver qué hace ahora este imbécil".

Viñetas de Domingo flamenco.

Algunos entusiastas ya lo señalan como el Ulises de Schrauwen. Él desestima el halago. "Más allá de que todo pasa en un día, mi obra no tiene nada que ver con la de Joyce. En mi cómic hay muchos más chistes sobre pedos", dice haciendo honor a la jocosidad que traslucen sus viñetas. "Reconozco que mi sentido del humor no es para el mundo".

Precisamente el tiempo ha sido un factor esencial en la maduración de la obra de Schrauwen. Confiesa que hasta los treinta y pico, cuando domó su peculiar estilo, no se sintió "autor", ni siquiera aspirante a vivir de esto. De hecho, apunta que sus ventas actuales le dan para vivir de una manera austera. "Me consume tato cada proyecto que siempre me olvido por el camino de la parte práctica: ganar dinero". Creció con dos pósteres en su habitación (de Magritte y de Dalí), imitando el trazo de los tebeos que coleccionaban en casa de André Franquin , Hergé y Jean Giraud/Moebius. Sus padres, un arquitecto y una enfermera, contemplaron con preocupación cómo decidía emprender una carrera en esto. "Mi madre me decía: "Muy bonito todo, hijo, pero, por favor, ¿puedes hacer historietas que entienda la gente? Así no vas a llegar a ninguna parte". Aún hoy, cuando se me va mucho la olla, recuerdo sus palabras. Obligarme a contar una historia lineal me permitió deconstruir para ir siendo de nuevo cada vez más experimental".

El método creativo de Schrauwen para, además de por buscar siempre inventivas maneras de incluir su alter ego en las historias, por recopilar bocetos en los cuadernos de notas que siempre lleva consigo e imprimir en risografía, una técnica casera muy extendida en la edición de fanzine. "Soy daltónico, cofundo el gris, el azul y el verde. De ahí que juegue con limitaciones bicolor. Así tengo un mayor control". Su cómic más colorista hasta la fecha, el desopilante compendio de memorias especulativas Vida paralelas, maneja solo 10 tintas, el máximo que admite una impresora Riso.

Tras toda una vida de trabajos alimenticios, desde ilustraciones en The New York Times hasta animaciones para publicidad y videoclips, ahora trabaja en la que será su primera serie animada, para la que busca financiación y de la que no suelta prenda.


El Pais. Cultura. sábado 23 de marzo de 2024


lunes, 1 de abril de 2024

La pintura de Sargent es alta costura

Una exposición en Londres indaga en el interés del gran retratista por el atuendo de sus modelos y expone 50 cuadros junto a los vestidos que los inspiraron

Dos visitantes en una de las salas de la exposición Sargent and Fashion en la Tate Britain, en Londres. RASDI NECATI ASLMI G(ETY)


ÁLEX VICENTE

Londres

Pintó a aristócratas, industriales, escritores, políticos y hasta sufragistas, igual que Velázquez o Van Dyck retrataron a la realeza de su tiempo. O tal vez se parezca más a Frans Hals, el flamenco que se distanció de los monarcas para retratar a una burguesía erigida en nueva clase dominante durante el Barroco. En la obra de John Singer Sargent (Florencia, 1856-Londres, 1925) se observa un retrato colectivo del París y el Londres de entresiglos, las dos ciudades donde se convirtió en uno de los pintores más influyentes de su tiempo, en el que abundaron los personajes exuberantes, los nuevos ricos, los arribistas sin escrúpulos y las damas obligadas a cambiar de atuendo cuatro veces al día para señalar su superioridad social.

A Sargent lo distinguía su gusto por la moda, en la que veía el signo distintivo que le permitía entender las vicisitudes de cada individuo. Así lo demuestra la exposición Sargent and Fashion (Sargent y la moda) que se puede visitar en la Tate Britain hasta el 7 de julio. La muestra, que exhibe una cincuentena de óleos del pintor junto a algunos de los vestidos reales que los inspiraron, refleja la atención extraordinaria que prestó al vestuario que lucían sus modelos. Entre ellas estaban las clientas de la alta costura que entonces florecían en la capital francesa. Firmas como Doucet, Paquin o, sobre todo, Worth, que llegó a emplear a 1.200 trabajadores en 1870, abastecían de conjuntos de seda y terciopelo a compradoras jóvenes, en muchos casos estadounidenses que buscaban marido en Europa. Esos vestidos eran "su armadura social", como escribiría luego Edith Wharton, tal vez la mejor cronista de ese estrato social.

En la elección de esos vestidos entraba en juego su reflejo pictórico: al comprar cada modelo, esas mujeres se preguntaban cuál sería su reflejo en el lienzo, igual que los estilistas de hoy se inquietan por la fotogenia de los vestidos que escogen para sus clientas. El óleo fue la alfombra roja de la Belle Époque. Reputado por su trazo impresionista y por su atención al atuendo. Sargent fue uno de los retratistas más solicitados de su tiempo. Sus cuadros daban fe del nuevo poder adquirido por sus protagonistas, como los perfiles de los emperadores romanos en las monedas de la antigüedad.

El poder de transformación

"Solo pinto lo que veo", decía Sargent. Mentía. El artista, que cobraba 1.000 guineas por retrato (unos 100.000 euros de hoy), era conocido por ignorar las preferencias de sus modelos, por mucho que le pagaran. No solo ejercía de pintor, sino también de director artístico: escogía los vestidos y accesorios, a veces contra la opinión de sus clientas, imponía el decorado más adecuado y modelaba la tela sobre sus cuerpos como lo haría un modista. Lady Sassoon (1907) es un retrato de Aline de Rothschild, heredera de la dinastía de banqueros, vestida con una capa negra de tafetán forrada de satén rosa, una prenda llena de pliegues y ondulaciones que parece lucir mejor en el cuadro que en la sala del museo, donde parece mal iluminado y desprovisto de magia. Ellen Terry como Lady Macbeth (1889) es otro ejemplo del poder de transformación de Sargent: un retrato de la famosa actriz con una túnica enjoyada, en tonos verdes y granates, más espectacular en el lienzo que en la realidad.

Cada retrato es una pequeña representación, una función sobre la identidad de su protagonista, que Sargent pone en escena con una relativa sencillez, con una elegante economía de recursos. El mejor ejemplo podría ser Madame X, una de sus obras más famosas. Es el altivo retrato de perfil de Virginie Gautreau, nacida en Nuevo Orleans y residente en París, que suscitó un escándalo inmenso cuando fue presentado en el Salón de 1884. Su ceñido corpiño negro se sujeta con dos tirantes llenos de piedras preciosas. En la versión original, el de la derecha caía de su hombro, lo que despertó una polémica que obligó a Sargent a exiliarse en Londres y a volver a pintar el cuadro con los dos tirantes en su sitio. En 1916, lo donó al Metropolitan con un mensaje para su director: "Supongo que es lo mejor que he hecho". En realidad, esa mujer de piel blanquecina -producto del maquillaje, como evidencia Sargent con maldad al contrastarla con una oreja al rojo vivo -descendía de esclavistas propietarios de una plantación, información que elude una muestre que, a ratos, se queda en un espectáculo suntuoso pero superficial y tramposo. Algunos de los vestidos y accesorios son de época, pero no todos: descubrimos un sombreo de copa de 1900 o un cuello de encaje francés, desprovistos del aura sobre la que teorizó Walter Benjamín, que no coinciden con los que lucen sus modelos. Cuando una prenda no corresponde con la del cuadro, el espectáculo se cae.

La muestra explora tímidamente la subversión de los roles de género que practicó Sargent, que tendría que ver "con la deliberada ambigüedad sexual y con los círculos homosexuales y homosociales en los que a menudo se movía", apuntan en el catálogo de la muestra sus comisarios, Erica Hirschler y James Finch. En las salas de la muestra, en cambio, no se menciona este aspecto, fundamental para entender la relación con las mujeres que posaron para él, en la que hay más complicidad y fascinación que erotismo, o sus retratos masculinos, en los que sí reside cierta ambigüedad.

La Tate expone retratos andróginos como el del lánguido Albert de Belleroche, un joven pintor inglés, o el de Samuel Pozzi, ginecólogo francés que viste una bata roja con pantuflas asomando en la parte inferior, un gesto poco habitual en su tiempo que desafiaba la presentación pública de los hombres poderosos. Pero no se atreve a mostrar las litografías secretas de Sargent, descubiertas tras su muerte, donde pintó a hombres desnudos cubiertos por sábanas reducidas a la mínima expresión. La elegancia, decía Balenciaga, siempre pasa por la eliminación.


El Pais. Cultura. Domingo 31 de marzo de 2024