miércoles, 4 de mayo de 2016

Los amigos de Hergé por Ramón de España

En la fotografía Hergé en el año 1933,
caricatura de Hergé visto por Joost Swarte.






REALMENTE, NO PUEDE DECIRSE QUE BELgica se haya dedicado durante estos últimos cincuenta o sesenta años a brillar con luz propia en lo que a contribuciones al mundo cultural se refiere. Su capital, Bruselas, es una ciudad muy pulcra —casi tanto como el viejecito que se en¬cuentran los Beatles en un tren en «Que noche la de aquel día»— en la que no se aprecia, así a primera vista, un gran movimiento en el campo de las ideas. En Bruselas, encontrar una librería cuesta bastante, no te topas con ellas cuando paseas, como suele suceder en otras ciudades. Lo que sí te encuentras (¡y en cantidad pasmosa!) son pastelerías, salones de té y charcuterías. Toda la ciudad está trufada de lugares repletos de viejecitos comiendo «pannekoeken», de tiendas que albergan los más sofisticados embutidos y de puestos ambulantes de patatas fritas (la pasión del belga por la patata frita es algo fuera de lo común). Bruselas huele a pastelito más que a papel impreso, desde luego; y los belgas son considerados por sus hermanos franceses como unos bobos redomados. Y sin embargo... Algo hay en Bruselas que es de vital interés para el mundo de la cultura en general y para el mundo del comic en particular: una escuela de dibujantes que han impuesto un estilo y una estética única, de la que hoy en día muchos —artistas y aficionados— nos confesamos fervientes admiradores. Estética cuya cabeza visible ha sido el señor Hergé y su Tintín pero que cuenta con otros personajes de enjundia, desconocidos por lo general fuera de los países de habla francesa pero capaces de llegar al alma del lector sensible. Personajes como Edgar Fierre Jacobs, Jacques Martin o Bob de Moor, a los que dedicaremos los siguientes párrafos.




'Jacobs, el dibujante operístico

EDGAR PIERRE JACOBS ES, INDUDABLEMENte, el personaje más interesante de esa entelequia que ya ha dado en llamarse «escuela franco-belga». Perteneciente a la quinta de Hergé —Martin y de Moor son algo más jóvenes— Jacobs es, asimismo, amigo personal del padre de Tintín, con quien ha colaborado en más de un álbum. Debemos pensar que los años dorados de la revista «Tintín» se cimentaron en un equipo pequeño dirigido por Hergé —una historia muy similar a la de la primera época de Pilote, cuando Goscinny y Charlier escribían todo lo que había que escribir y Uderzo trabajaba de dibujante «o tout faire»— y que el contacto de éste con Jacobs, Martín o de Moor tuvo que ser forzosamente muy cercano. Sepamos pues que muchos fondos y vestuarios de «Las siete bolas de cristal» o «El cetro de Ottokar» —la mejor época de Hergé— se deben al pincel de Jacobs y que gran parte de « Vuelo 714 para Sidney» y « Tintín y los Picaros» está dibujada por Bob de Moor. La balanza del genio se decanta de un modo evidente del lado de Jacobs, cuyas contribuciones a la obra hergeniana son algo serio.

Por lo que respecta a su propia obra —que debiera publicarse en España con la mayor brevedad posible, querido editor de CAIRO— he de decir que resulta, probablemente, lo más atmosférico que nunca se haya hecho en el campo del comic de aventuras. Vade retro pues, fans de Hugo Pratt o del gran Frank Robbins, que sin quitarle mérito a sus ídolos vengo dispuesto a poner los puntos sobre las íes: cuidado conmigo.

Los pinitos de Jacobs tuvieron lugar durante la segunda guerra mundial, cuando las cosas de la situación impidieron que llegaran a Bélgica las páginas de Flash Gordon que publicaba una revista de Bruselas. Como Jesús Blasco en España, Jacobs se vio obligado a continuar las aventuras de Gordon conociendo de vagas oídas de qué iba la historia. Antes de eso, el hombre jamás había pensado dedicarse a la historieta y su profesión era la de tenor operístico: tengo en casa una foto suya vestido de Fausto que vale un Perú.

Después de esto, el poco brillo que conlleva para el mundo de la ópera la sociedad de posguerra, acabó de meter al hombre en el medio. Dibujó «Le rayón U» —historia de fantasía encargada por un editor que le obligó a crear unos personajes clavados físicamente a Flash Gordon, Dale Arden y el doctor Zarkov— y, después, creó a los personajes que le granjearían la fama en el mercado franco-belga y mi devoción eterna de paso. Se trataba del profesor Mortimer y el capitán Blake, defensores de la justicia y paladines del bien que a través de una serie de álbumes han salvado al mundo de sucesivas amenazas.

Dotadas de un diseño más realista que el empleado por Hergé, las aventuras de Blake y Mortimer son muy adecuadas para el ensueño. Hemos asistido a la amenaza china, al peligro amarillo desatado sobre occidente haciendo saltar ante nuestros ojos a la mismísima torre Eiffel —«Le secret de l'espadon»— hemos ido a Egipto y gozado de su misterio eterno —«le mystére de la grande pirámide»— nos hemos enfrentado al loco doctor Septimus, el tremebundo inventor de la letal onda Mega —«La marque jaune»— o hemos participado en la recuperación del collar de María Antonieta —«L'affaire du collier». En todas esas historias —y en las demás aventuras de estos personajes— asistimos a una lucha tan divertida como maniquea entre el bien y el mal. Blake y Mortimer representan al bien y el mal lo monopoliza un ser magnífico, gloria suprema de todos los villanos del comic: el infame coronel Olrik. Cuando algo va mal en el mundo, Olrik está siempre detrás. Es capaz de unirse a los chinos, de trasladarse a Egipto disfrazado de sabio o de servir de conejo de indias al profesor Septimus. El hombre, con tal de dominar el mundo y quitar de enmedio a Blake y a Mortimer es capaz de todo.

Su relación con los dos héroes es, de hecho, muy similar a la del Coyote con el Correcaminos o, especialmente, a la de Fumanchú con Nayland Smith y el doctor Petrie. Al igual que estos tres caballeros, los personajes de Jacobs tienen montada una guerra aparte más importante que el destino del mundo, que se usa como simple excusa para que Fumanchú y Olrik se vuelvan locos tratando de eliminar a sus eternos enemigos. Buenos y malos se admiran y se respetan porque saben que pertenecen a una casta selecta: la formada por aquellos que deciden por dónde tiene que tirar el futuro. El amor a la ópera de Jacobs ha hecho que sus historias tengan mucho de épico, de pasional, de dramático. Las apariciones de Olrik son totalmente teatrales y domina como nadie el arte de dar un salto en el momento adecuado o de lanzar una carcajada aterradora en mitad de la noche. Por eso es de lamentar que los álbumes de Jacobs no hayamos podido leerlos en nuestra infancia —cuando no teníamos distancias intelectuales o irónicas sobre las cosas— y hayamos tenido que esperar a que un alma caritativa —Ignacio Molina, en mi caso— nos descubriera un universo de papel al que nos trasladaríamos gustosos ahora mismo.



AL LADO DE UN TITÁN COMO JACOBS, cabe reconocer que Jacques Martin y Bob de Moor palidecen un tanto, aunque también ofrecen sus posibilidades de goce. Martin, en concreto, tiene una obra vastísima mayormente consagrada a dos personajes: el periodista Lefranc —aventuras ambientadas en época actual— y el romano Alix —hermosa reconstrucción de los tiempos del imperio latino.

Si bien las aventuras de Lefranc resultan sosas —pese a un dibujo que tiene momentos de interés— la saga de Alix es una cosa bastante seria que no llega a producir la emoción que te embarga al leer a Jacobs, pero puede hacerte pasar algunos buenos ratos. Lo que ocurre es que la estética hergeniana resulta más adecuada a historias rocambolescas que a reconstrucciones históricas. Cosa que queda plenamente de manifiesto en Bob de Moor. Bob de Moor tiene un buen montón de álbumes consagrados a temas históricos que no consiguen ser más que agradables a la vista. Pero cuando se pone tintiniano el muchacho florea. «L'enigmatique mon-sieur fiare» recoge las andanzas de un famoso actor que lleva una doble vida, la de la farándula y la de desfacedor de entuertos. El estilo de de Moor en esta ocasión recuerda al de un cantante especializado en grabar versiones «cover» de éxitos ajenos: de un modo escalofriante reproduce el estilo de Hergé a la perfección. Creativamente hablando eso es muy discutible, pero hay que reconocer que al lector entusiasta puede hacerle babear. Asimismo permite conceder un gran crédito a quienes afirman que « Tintín y los Picaros» está dibujado íntegramente por Bob de Moor.

Autor indudablemente menor, el amigo Bob tiene con «L'enigmatique monsieur Barellh su obra menos «personal» pero más lograda. Además, tal vez sea una postura inteligente ser un buen imitador cuando no se es un gran creador.

La herencia moderna

LA ESTÉTICA FRANCO-BELGA PERVIVE EN LA actualidad y vive ahora mismo uno de sus mejores momentos. Las aventuras de Adele Blanc-Sec constituyen un perfecto «aggiornamiento» de sus postulados, Swarte está loco por Hergé y lo mismo le pasa a Riviére y Floc'h —véase en estas mismas páginas esa maravilla que atiende por "El dossier Harding»—, o a Winninger, o al amigo Roger.

Las razones están claras. Las aventuras de Tintín y de Blake y Morfimer son básicamente atmosféricas y crean espacios en los que todos quisieran meterse. Son sagas sólidas que nos recuerdan la importancia de la Aventura, sanos escapismos que nos fascinan y son, por cierto, lo único bueno que han hecho los belgas en su vida aparte de servir de material para chistes y de comer patatas fritas a todas horas.


Publicado en la revista CAIRO nº2, Norma Editorial, Barcelona, año 1981

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