jueves, 26 de noviembre de 2015

Ingres conquista el museo del Prado


Llega a España por primera vez una muestra monográfica sobre la obra de uno de los grandes pintores franceses del siglo XIX

Un artista cuya enorme influencia atrapó a Picasso y perdura hasta nuestros días

IKER SEISDEDOS 21 NOV 2015

'Retrato de Madame de Moitessier' (propiedad de la National Gallery de Londres).

La admiración de Picasso por Jean-Auguste-Dominique Ingres fue, como la de tantos pintores de vanguardia, larga y sostenida. Una entrada al museo dedicado por la localidad francesa de Montauban a su más ilustre hijo y un dibujo de pequeño formato conservado en Barcelona atestiguan que el joven genio malagueño decidió a los 22 años hacer un alto en la ciudad de la región de Midi-Pyrénées para rendir pleitesía al maestro de la pintura del siglo XIX. Fue durante su viaje a París de 1904, una de las cesuras más importantes de la vida de Picasso y también del arte del siglo XX; un peregrinaje a medio camino entre sus periodos azul y rosa.

El pueblo de Ingres, protagonista de la nueva e histórica exposición del Prado, recibió en 1913 la visita del autor de Las señoritas de Avignon. O al menos así se lo anunció el artista a una amiga “querida”, la escritora experimental Gertrude Stein. A otro amigo más tardío, el fotógrafo Roberto Otero, le relataría un tercer viaje de 1938. “Fui a visitar un hospital que tenían los exiliados republicanos en Toulouse, y entonces, al salir de él, le dije a Marcel –el chófer–: ‘Vamos a Montauban a hacerle una visita a Ingres’. Y cuando estamos llegando, va y me pregunta: ‘¿Tiene usted las señas de donde vive ese señor?’… ¿No le parece increíble?”.

 'La condesa de Haussonville', de la Frick Collection de Nueva York.

Si la ignorancia del conductor resultó inconcebible a Picasso fue por la enorme fama cosechada en vida por el artista francés. También porque las señas de Ingres habían permanecido inalterables desde su muerte en París en 1867. El pintor donó en testamento a su ciudad natal lo que quedara en su taller una vez resuelta la manutención de la viuda, su segunda mujer. El tesoro acabó a buen recaudo en un palacio episcopal del XVII. El museo aún se yergue sobre el río Tarn como un centinela de ladrillo, material predilecto de la arquitectura de la zona que da a este rincón del suroeste un monótono e irreal aire rosáceo.

El edificio, que también rinde tributo a otra gloria local, el escultor Émile-Antoine Bourdelle, aguardaba con resignación a finales de octubre un saqueo consentido: 14 de sus más emblemáticas obras, entre delicados dibujos y gigantescos óleos como El sueño de Ossian o Jesús entre los doctores, viajan a Madrid a la exposición que el Prado consagrará a Ingres desde el 24 de noviembre y que el director del museo, Miguel Zugaza, describió recientemente en su despacho como “un acontecimiento único”. “Nunca se ha celebrado una muestra de Ingres en España, un país en el que sin embargo tuvo valiosos discípulos, como los Madrazo, pero desgraciadamente un solo cliente, el duque de Alba”. Para cubrir los huecos que el proyecto expositivo deje tras de sí en Montauban, la pinacoteca madrileña envía una embajada de pintura española, que permanecerá expuesta hasta que se produzca de nuevo el intercambio en marzo.

En realidad, Ingres nunca vivió en el palacio que hoy alberga su museo. Para dar con el recuerdo de su casa natal, destruida hace décadas, no hay otra que dejarse guiar por el contagioso entusiasmo de Florence Viguier hacia un callejón anónimo en la dirección contraria al camino que lleva al cementerio municipal, lugar del último descanso de los restos de Manuel Azaña, muerto en el inhóspito exilio francés un noviembre de hace justamente 75 años. Viguier es directora desde 2003 del museo de Montauban, donde echó a andar su carrera de funcionaria en 1988, así que no extraña que, tras las presentaciones, se adelante a las bromas pesadas y desvele que hay quien la llama “la viuda de Ingres”. “Es un pintor de una personalidad tan fuerte que se le puede dedicar toda una vida de estudio, pero siempre desde un espíritu crítico, ensalzando lo bueno y nunca ignorando lo contradictorio. No creo en la admiración beata”.


'Ruggiero liberando a Angélica', llegada del Louvre, es una de las pinturas más eróticas de Ingres.

Entre los frutos de esa dedicación crítica destaca su colaboración en el estudio de la relación con Picasso, que cuajó en una exposición en París en 2004, o el trabajo para aquella muestra que exploró la influencia del pintor francés en la modernidad. Una alargada sombra que ya dio cobijo a Matisse, Dalí, Corot, Dufy, Mel Ramos o Erró y se extiende hasta nuestros días, como queda probado en las inmediaciones de la estatua consagrada por Montauban a Ingres a orillas del río Tarn, donde el artista urbano Invader reinterpretó con su estilo entre el píxel y el azulejo el famoso óleo El manantial (1856). O en la planta baja del museo, en la que, entre otras obras, puede verse una de las más célebres apropiaciones de la historia del arte y uno de los momentos cumbre en la carrera de Guerrilla Girls. El grupo feminista distribuyó en 1989 por toda la ciudad de Nueva York carteles con La gran odalisca (1814) tocada por una máscara de gorila sobre un fondo amarillo y la siguiente denuncia: “¿Tienen las mujeres que estar desnudas para entrar en el Metropolitan? Menos del 5% de las obras de la sección de arte moderno son de mujeres, pero el 85% de los desnudos son femeninos”. Otros célebres expolios por parte de la cultura contemporánea de la obra del francés son esa fotografía de Michael Jackson que imitaba el majestuoso y un tanto sombrío segundo cuadro que Ingres pintó de Napoleón (1806), o aquel día en que Lady Gaga se vistió en el Louvre a la manera del Retrato de Mademoiselle Rivière (1806).

Tanto la Odalisca como el Napoleón forman parte de la muestra del Prado, que cuenta con el comisariado de Vincent Pomarède, que fue conservador de pinturas del Louvre (entidad prestadora de 30 de las 70 obras) antes de asumir un cargo directivo del museo. El proyecto nació del intercambio entre ambos centros con motivo de la reciente exposición de Velázquez en París.


Ingres realizó dos retratos de Napoleón. Este es el segundo, titulado 'Napoleón I en el trono imperial'.

Para Ingres, Pomarède ha contado con la colaboración desde la pinacoteca madrileña del especialista en el XIX Carlos G. Navarro, que hace un par de semanas explicó las intenciones de la cita en el Casón del Buen Retiro, en una sala de reuniones adornada por cuadros de Corrado Giaquinto. “Nuestra aspiración es despojar su figura de algunos de los tópicos más extendidos”, argumentó Navarro. “Se trata de presentarle más allá del discurso polarizado con el que se ha venido contemplando el siglo XIX francés. Ingres contra Delacroix, los antiguos contra los modernos, la melancólica y académica veneración de la antigüedad frente al brochazo de lo nuevo. La opción de Ingres es la de una modernidad que se construye a partir de un discurso que no es meramente académico, que busca un lugar universal, permanente, que hable de los sentimientos de su tiempo teniendo en cuenta que el amor no ha cambiado desde la época de Homero. Pero hay más clichés. El que, por ejemplo, habla de él como el pintor de las mujeres cautivas, que es el que conoce cualquiera con una educación media en España. Y luego se le recuerda como retratista cuando en realidad él siempre quiso ser un pintor de historia. Solo acepta a regañadientes el retrato, y siempre se mostraba muy quisquilloso con la elección de sus modelos y con el modo en que vestían y se adornaban. La muestra sigue un orden cronológico clásico; de ahí que el primer tópico que se pretende desmontar es el que lo despacha como un discípulo aventajado de David”.

El Ingres que aguarda al principio de la exposición (que cuenta con el patrocinio de la Fundación AXA) es un joven empujado a la práctica obsesiva del arte por su padre, escultor de escasa fortuna que halló la inmortalidad a través del hijo. Ambos emigraron a Toulouse cuando el chico contaba 11 años. Allí estudió en la Academia de Bellas Artes y tocó en una orquesta local el violín que hoy se atesora en una vitrina del museo dedicado a su memoria.

Cuando estuvo listo, Jacques-Louis David lo aceptó en su atelier en 1796, aunque el joven no llegase a comulgar nunca del todo, asegura Navarro, con su ferviente apostolado neoclásico. Allí conoció a los españoles José Álvarez Cubero, José Aparicio y José de Madrazo, quien tiempo después le enviaría desde Madrid varias estampas que reproducían cuadros de Velázquez y de Murillo de las Colecciones Reales. Pese a esas amistades, que incluyeron después a otros miembros de la familia de los Madrazo, y a la labor de proselitismo litográfico de José, Ingres nunca conectó tanto con los grandes maestros del Siglo de Oro como sí lo hizo con los italianos, sobre todo con Rafael.


Una de las piezas estrella de la muestra será 'La gran odalisca' (1814), que llega del Museo del Louvre.

Tampoco visitó España. De ahí que los responsables del Prado subrayen el simbólico valor de una muestra que aspira a jugar en la liga de las recientes del Louvre (2006) y el Metropolitan (dedicada a los retratos en 1999). Curiosamente, la única obra de Ingres que se conserva en una colección española, Felipe V imponiendo el Toisón de Oro al mariscal de Berwick (1818) –una de sus más exquisitas pinturas de historia, encargo de Carlos Miguel Fitz-James Stuart–, estará ausente de la cita por hallarse prestada al Museo Meadows de Dallas como parte de la exposición Tesoros de la Casa de Alba: 500 años de arte y coleccionismo.


Retrato pionero de Ingres, tomado en los albores de la fotografía en 1856.

La profunda veneración por Rafael, de quien llegó a procurarse una cajita con sus cenizas, hoy conservada en Montauban, alcanzó el paroxismo en sus años italianos. En 1801 ganó el primer premio de la Academia de Roma gracias al óleo (incluido en la exposición) Aquiles recibe a los embajadores de Agamenón. Cinco años después se trasladó a Roma para no volver a París hasta 1841. En Italia vivió en la capital y en Florencia, donde pintó una obra de consagración para la catedral de Montauban, la gigantesca El voto de Luis XIII (1824), que, por desgracia, no ha recibido el permiso para viajar a Madrid.

Fue en aquellos años de rotundos triunfos y agrios fracasos cuando se construyó la personalidad paradójica de Ingres, que Pomarède sitúa más allá de los corsés neoclásicos, románticos o realistas en un texto del catálogo de la muestra del Prado. “Al tiempo que se reivindicaba como un ‘conservador de las buenas doctrinas y no un innovador’, y se negaba a ser considerado ‘un imitador servil de las escuelas de los siglos XIV y XV’, o un fanático de Rafael, afirmaba no haber sentido nunca tanta ‘modestia como ante la naturaleza’. Estas últimas citas, que permiten relativizar la lógica excesiva aplicada a la clasificación de pintores y escultores del XIX, evocan también una de las claves del análisis que se hizo de la obra de Ingres durante decenios: su confrontación, voluntaria o no, con [Eugène] Delacroix”.

La querella entre los dos centauros de la pintura decimonónica francesa registró su apogeo en la Exposición Universal de 1855 de París, cuando el Palais des Beaux-Arts les dedicó sendas exposiciones; dejó anécdotas tan jugosas como la que cuenta que Ingres pidió que abrieran las ventanas del Louvre tras el paso de Delacroix por las salas para ventilar el “olor a azufre”, y mereció la intervención hasta de Charles Baudelaire: “Eugène Delacroix e Ingres se reparten el favor y el odio públicos”.

Más allá de su carácter temperamental, de la visita a Montauban y del repaso de la lista de obras maestras llegadas de las mejores colecciones para la exposición del Prado, queda el retrato de un formidable dibujante y un firme creyente en el apostolado de la línea, melómano de gustos un tanto conservadores y amante de la literatura de la Antigüedad clásica. Un perfeccionista capaz de emplear 12 años en atrapar la figura de Madame de Moitessier (¡tuvo que hacerle entretanto un retrato de espera!), y un artista que fue retorciendo su visión del mundo y añadió erotismo a medida que ganaba terreno la presencia de Tánatos, hacia el final de una existencia realmente longeva. “Al mirar más allá de la apariencia, se comprueba que sus construcciones alcanzaron un grado casi abstracto”, opina Miguel Falomir, nuevo director adjunto del Prado.

Y si la apreciación se hace evidente en una pintura por encima del resto, tal vez esta sea El baño turco, amasijo de desnudos femeninos pintados de memoria entre 1852 y 1859 por un Ingres anciano. La obra, que aguarda en la exposición del Prado hacia el final del recorrido, fascinó a los primeros cachorros de la vanguardia cuando la redescubrieron en la sala dedicada a él en el Salón de Otoño de 1905. También a Picasso, que venía, ya saben, de hacer un alto en el camino en Montauban.

Ingres podrá verse en el Museo del Prado desde el 24 de noviembre hasta el 27 de marzo de 2016.



 El Pais Semanal nº2.042 /15.11.2015


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