martes, 26 de febrero de 2013

Roco Vargas por Daniel Torres













 Cuando las aventuras siderales de Roco Vargas empezaron a señalizarse en las páginas de Cairo n° 12 (1982), fue para compartir revista con un puñado de series de lo más heterogéneo. Roco se codeaba con clásicos y modernos, nacionales y francobelgas, como la Cleopatra de Mique Bertrán, el Freddy Lombard de Chaland, la Cita en Sevenoaks de Riviére y Floc'h o los Blake y Mortimer de Jacobs. Si algo relacionaba todas estas obras era, indudablemente, la Aventura, así, con mayúsculas. La Aventura era lo más para el apostolado de la línea clara, y si sus artífices se habían amamantado con la Aventura sin dobleces de los maestros, a los jóvenes herederos les correspondía mantener la llama de una Aventura posmoderna y de diseño, más bien escéptica, pero Aventura al fin y al cabo. Por eso no tenía nada de sorprendente que el nuevo esfuerzo de Daniel Torres (1958), arrebatado para la causa a las huestes chungas de El Víbora., fuese un poco disimulado homenaje al Flash Cordón de Alex Raymond dibujado, eso sí, con algo más que una respetuosa reverencia hacia Miguel Calatayud. Tritón nació del conflicto de impulsos de un Torres que buscaba desesperadamente un estilo, una historia que contar, y, por supuesto, un éxito comercial incontestable. "'Había hecho una especie de análisis afondo de lo que yo quería hacer y de lo que quería el mercado de mí, tanto el español como el extranjero, y el resultado fue Roco Vargas." (Daniel Torres. Historietas. Ilustraciones, 1992). Si bien el planteamiento a priori parece tan calculado como la mayoría se ha acostumbrado a esperar de Torres, el resultado no es ni mucho menos una formularia faena de oficio, entre otras cosas porque el autor carece entonces del oficio suficiente. Tritón es apenas un borrador, un palo de ciego levantado con las cuatro piezas básicas para componer una historia de sencillez automática que funciona como reflejo de historias e iconos que tenemos asumidos en nuestro bagaje de lectores familiarizados con los tópicos del género de la ciencia ficción estilo space opera. El protagonista, Armando Mistral, es un escritor de éxito que compone novelas de género a la par que regenta un sofisticado club nocturno. Su suntuosa vida, habitada por personajes tan tópicos como la secretaria eternamente enamorada y el fiel criado negro (en este caso verde, que es marciano) se ve alterada por la irrupción de figuras de su pasado secreto. Al ponerse en marcha la trama, descubrimos que Mistral fue el legendario aventurero del espacio Roco Vargas. A medida que se sucedan los álbumes, iremos conociendo nuevas piezas de ese pasado que Mistral quería enterrar, y veremos cómo el reticente héroe se ve obligado a aceptar la Aventura que invade su cómoda existencia. Torres da un paso detrás de otro con extremo cuidado, como el niño tambaleante que apenas empieza a andar. Lo importante es, en el trecho recorrido, cuánto ha mejorado su sentido del equilibrio.
El borrador que es Tritón tiene éxito antes de lo que el mismo autor esperaba (Rafa Martínez, editor de Norma, lo coloca rápidamente en diversos mercados extranjeros), lo cual anima a Torres a insistir con renovada fe en esta serie. Entre el final de Tritón y el inicio de El misterio de Susurro apenas transcurren unos meses. Sin embargo, la distancia que separa ambos títulos es una distancia que la mayoría de los autores tardan años en recorrer. Entre uno y otro, Torres ha realizado el singular álbum Sabotaje, en el que, como explicaría el dibujante, "'Comencé a utilizar el pincel, y a hacer un dibujo más realista'''' (ElMaquinista n° 3, 1991). Pero si en lo gráfico el influjo de Calatayud va quedando atrás a medida que la imagen gana en volumen y textura, en aspectos temáticos y arguméntales y en despliegue de personajes El misterio de Susurro también muestra a un autor mucho más seguro y con un repertorio más amplio. Si bien este álbum podría tomarse como un retorno a territorio ya transitado (la novela negra del primitivo Claudio Cueco), el avance hacia un estándar de






 calidad profesional desinteresada por la pose underground y capaz de ofrecer un acabado comercial de primera línea (sin ningún matiz peyorativo) es notable. Torres juega con el guión, y parece descubrir complacido que con seis fichas puede plantear jugadas más sorprendentes que con dos, y al mismo tiempo experimenta con sus capacidades como ilustrador v como historietista, capacidades que progresan a la par sin solaparse nunca la una a la otra. Pero, sobre todo, El misterio de Susurro lanza una promesa que la obra posterior de Daniel Torres, con mayor o menor acierto, ha cumplido siempre: no estamos ante un dibujante de historietas, estamos ante un historietista. Un narrador que ha elegido este medio para contarnos historias, y la historia siempre será el fin hacia el que tiendan todos los accesorios que le ofrece la página. Al final de El misterio de Susurro, nos queda la sensación de que el autor no es el mismo que hizo el esquemático Tritón, y no nos resta sino esperar una tercera referencia para establecer el contraste.
Esa tercera referencia, que resulta ser Saxxon, es algo más que la confirmación de lo apuntado por El misterio de Susurro, es también su ampliación. El Torres de Saxxon, aun cuando él confesaría que sigue en período de aprendizaje, ya no parece titubear ante nada. Por el contrario, se recrea en la grandiosidad de los decorados, se divierte enredando una trama que ya no rinde tributo a esto o a aquello, sino que cambia de nota según la sinfonía avanza, y alterna los silencios con los estruendos, lo íntimo y lo multitudinario, lo frivolo y lo aterrador, incluyendo una escalofriante escena cuando Vargas es tentado por la oscuridad donde descubrimos que debajo de la lacada accesibilidad de su estética laten agrios tumores y se hinchan visceras humeantes. Esa escena ejerce de bisagra para abrirnos la puerta hacia una estancia que hasta entonces Torres nos había mantenido disimulada detrás de los agobiantes decorados, la estancia de los sentimientos. Es la estancia en la que vamos a quedarnos durante el final de Saxxon y durante toda La Estrella Lejana, y es la estancia donde el autor termina de convencernos de su madurez y de que existe en sus complicados montajes técnicos una dimensión que nos interesa como personas. Compárese el tratamiento emotivo que se da a la muerte de Saxxon en el tercer álbum con el que recibe la del profesor Covalski en Tritón. Son de distintas magnitudes, y no porque un personaje pese más que otro -en todo caso, debería pesar más Covalski- sino porque una y otra obra están va a años luz de distancia en planteamientos. La ironía a la que se aferraba Torres -y sus compañeros de generación- para justificar el sobe de tópicos de Tritón, resbala sobre los momentos más acongojantes de Saxxon y La



 Estrella Lejana, aún a pesar de los esfuerzos del mismo autor, que en algún momento da casi la impresión de no comprender que se ha sumergido en profundidades narrativas donde no importa ser listo, sino ser lo bastante grande para manejar una gran historia, una historia de siempre.
Para rematar la serie, La Estrella Lejana cambia completamente de tercio, alejándose desconcertantemente de la confiada efectividad de Saxxon para probar una nueva audacia, un vastísimo flashback salpicado de flashbacks menores en el que conocemos no tanto el pasado como el interior de los personajes. Si en los títulos anteriores habíamos asistido a las peripecias más o menos despendoladas de un grupo de variopintos aventureros, aquí se trata de hacer acopio de los pasajes decisivos que les han dado motivación. Ya no importa tanto la Aventura, importa más la vida. Por eso el tono nostálgico, la melancolía del decorado nocturno y lluvioso sobre el cual Roco relata su historia, imaginamos que con voz queda y pausas de plomo. Al final, Vargas ha hecho las paces consigo mismo. Ha pasado una crisis de madurez.
Y es que los períodos de crisis son los que parecen atraer al narrador Torres como la luz a la polilla. Es algo que resulta palpable en obras posteriores como El Octavo Día y que también se revela en Roco Vargas. Torres imagina una ficticia historia solar que corre paralela a la historia que conocemos, y hace a los Chicos Siderales y el Doctor Covalski actores privilegiados del drama de las grandes crisis coloniales y las guerras imperalistas entre los distintos planetas que, inmaduros, tratan de ajustarse violentamente a la difusión de la tecnología (especialmente la de transportes) y, por lo tanto, a la convivencia con el vecino, con el otro. A pesar de los préstamos superficiales de Flash Gordon en Tritón, considerar al personaje de Raymond modelo de Roco Vargas conduciría al error. Flash Gordon se enfrentaba a un gran enemigo, a un supervillano, Ming. En el sucinto Tritón, Torres prueba a parodiarlo con Mung y rápidamente lo desecha. Para él no tiene interés. Él no quiere plantear historias de buenos contra malos. Roco se parece más a Tintín, un hombre (o un grupo), manteniéndose a flote en mitad de las corrientes de la historia, de los grandes acontecimientos, de conflictos políticos y bélicos en los que se cierran etapas universales para dar paso a períodos nuevos v desconocidos.
Vista la obra en conjunto desde nuestros días, asombra cómo Torres ha conseguido recrear, él solo y en apenas cuatro historias, el ciclo histórico del cómic de género comercial. Tritón representa la Edad de Oro, los argumentos lineales y los dibujos caricaturescos e inseguros; El misterio de Susurro y Saxxon, la confirmación de los resortes convencionales y la deriva hacia el realismo; La Estrella Lejana, la reinvención de los tópicos y la desactivación de los lastres acumulados en la etapa anterior. Lo mejor de todo es que tal representación se percibe instintiva, en absoluto producto de un engorroso plan maestro para plantear un estéril ejercicio de semiótica académica. Sí, es cierto que Torres ilumina toda su obra con el faro de la ironía, pero a veces esa ironía está más en la mirada del autor hacia sus páginas que en el mismo contenido de éstas.
El rescate de Norma de esta obra magna del cómic español que ya ha cumplido los diez años sirve para comprobar cómo ha sobrevivido al más duro de los exámenes: la prueba del tiempo. De propina, nos trae páginas de bocetos y textos adicionales firmados por Torres y por el mismo Vargas. Quizás sea el momento de que alguien emprenda el examen a fondo de esta densa saga que requiere ser observada desde diversas perspectivas (temas, guión, ilustración, arquitectura, artes decorativas, etc.) para revelar todos sus secretos.
Un último apunte: cuando inició Roco Vargas, Daniel Torres tenía 24 años. Lo que para él, evidentemente, era una promesa de futuro, para la mayoría de nuestros jóvenes autores es sólo una excusa

Trajano Bermudez






Revista U#9 marzo 1998

No hay comentarios: