lunes, 30 de abril de 2012

Viñetas de memoria histórica

Un largo silencio
Francisco Gallardo Sarmiento y Miguel Ángel Gallardo
Astiberri. Bilbao, 2012
72 páginas. 15 euros
Por Valentín Varió



 Página de Un largo silencio, de F. y M. Á Gallardo

SE PUBLICÓ en la década más oscura del cómic español, los noventa. Un largo silen­cio era un librito breve y furtivo, financiado por dos francotiradores apasionados de la historieta, Paco Camarasa Pina y McDiego. Su autor, Miguel Gallardo, había sido un aguerrido militante del underground barce­lonés de los ochenta, creador de Makoki e ideólogo de la línea chunga. De la contracul­tura a la madurez; Gallardo se estaba rein­tentando. En 2007 publicó María y yo, un cómic dedicado a su hija autista. Previa­mente, en los oscuros noventa, sintió la ne­cesidad de ofrecer su arte, a su progenitor, el soldado. Años antes, el norteamericano Art Spiegelman había publicado la primera par­te de Maus, una ambiciosa novela gráfica sobre las experiencias de su padre en la Segunda Guerra Mundial, que, en su encar­nación final, se extendía hasta casi las tres­cientas páginas. Spiegelman tituló Mi padre sangra historia ese primer volumen. Humil­de y honesto, Miguel Gallardo entendió que, también, su propio padre sangraba una historia particular, local y dolorida, que merecía la pena convertir en testimonio lite­rario y gráfico. En las páginas de Un largo silencio —actualizadas y ampliadas para es­ta edición— se utilizan herramientas senci­llas y efectivas, palabra y dibujo, para hacer memoria de esa vida hasta los 31 años. "Mi padre fue un héroe", escribe Gallardo hijo en la primera viñeta. Francisco Gallardo Sar­miento combatió en la guerra civil española en el bando republicano, estuvo preso en un campo de concentración y después, du­rante cuarenta años, nunca habló de sus experiencias de aquellos años. Su hijo, Miguel, entendió que había un proyecto creativo  potencial cuando, tras la muerte de Fran­co, el padre empezó un día a recordar en voz alta. Según el dibujante, Gallardo Sar­miento pasó décadas silencioso, pero cuan­do se puso a hablar, ya no paró. Y él, como creador, tras ese enmudecimiento prolonga­do, le entregó el regalo de una "voz peque­ña", la suya propia, para exponer su relato. Un largo silencio integra textos de Gallardo Sarmiento con páginas de historieta de Ga­llardo hijo, creando un collage extraño, fas­cinante y dolorosamente marcado por la guerra y el sufrimiento. A pesar de su breve­dad, este libro es eso que ahora llamamos una novela gráfica; un tebeo de alto valor artístico y testimonial, más allá de géneros y convencionalismos. En sus páginas, Ga­llardo padre rememora, cuenta, anota el precio de las cosas cuando entonces, revive el purgatorio. Gallardo artista, por su parte, crea y recrea, hace novela en viñetas. Un largo silencio forma parte de ese corpus, brevísimo pero intenso, de tebeos españo­les que contribuyen a la memoria histórica,
como Paracuellos o 36-39. Malos tiempos, de Carlos Giménez; y es inspiración directa de El arte de volar, una novela gráfica esen­cial del último lustro.


El Pais Suplemento Babelia 28.04.12

El cómic va la guerra

Reportajes
Joe Sacco
Traducción de Marc Viaplana Reservoir Books. Barcelona, 2012 198 páginas. 20,90 euros
Por Guillermo Altares



Viñetas de Reportajes, de Joe Sacco

INCLUSO DESPUÉS de haber escrito (o, mejor dicho, dibujado) libros tan importantes co­mo Palestina. En la franja de Gaza, Goradze zona protegida. La guerra en el este de Bos­nia o Notas a pie de Gaza, parece que Joe Sacco sigue teniendo que pedir disculpas por el género que cultiva: el periodismo en forma de tebeo. Su último volumen, Reporta­jes (Reservoir Books), en el que recopila seis historias publicadas en revistas y diarios de todo el mundo, arranca con un prólogo en el que explica algo que cada vez es más obvio para muchos lectores aunque todavía no para todos: el dibujo puede ser un méto­do tan eficaz y bueno como cualquier otro para describir la realidad. "Las obligaciones comunes del periodista —informar con pre­cisión, citar adecuadamente y comprobar afirmaciones— también conciernen al dibu­jante que aspira al periodismo", escribe Sac­co (Malta, 1960). En otras palabras, lo im­portante es la actitud frente al relato, la ho­nestidad profesional, la voluntad de asediar la verdad desde todos los ángulos. Para defi­nir su punto de vista, Sacco recurre a uno de los pilares éticos del periodismo estadouni­dense, Edward R. Murrow, que George Cloo­ney retrató en Buenas noches y buena suerte: "Todos somos prisioneros de nuestras pro­pias experiencias. No podemos eliminar los prejuicios, pero sí reconocerlos".
Con su primer gran libro-reportaje sobre Palestina, publicado en 1993, Sacco ha sido un creador fundamental para la revolución que ha acercado el cómic a la realidad y que ha hecho que, en los últimos años, nadie mire los dibujos de la misma forma. Hasta hace relativamente poco, los tebeos eran re­fugio de niños o de aquellos adultos que se negaban a crecer y que seguían leyendo, ca­si a escondidas, Tintín, Astérix y Obélix, Cor­to Maltés o la Patrulla X. Era un género que apenas tenía espacio en las librerías genera-listas. Sin embargo, hacía mucho tiempo que los cómics adultos ya no querían decir eróticos y que autores como Will Eisner le habían dado profundidad a los tebeos, que cada vez tocaban más géneros. Otro dibujan­te fue muy importante a la hora de darle un nuevo impulso al tebeo y ganar lectores en­tre aquellos que ni siquiera se habrían plan­teado antes abrir un cómic: Art Spiegelman.
Su narración del Holocausto a través de la historia de su padre, Maus, que comenzó a publicar por entregas en 1980, logró el pri­mer Pulitzer para -un tebeo en 1992. "La fantasía ha perdido su batalla contra la reali­dad", señalaba Spiegelman en el documen­tal de Mark Dániels Comic book go to war, que narra esta transformación. El cómic que se adentra en la realidad ha tenido cultivado­res en España tan significativos como Paco Roca o Miguel Ángel Gallardo, del que se
acaba de reeditar su gran relato sobre la gue­rra civil española, Un largo silencio (Astibe­rri). Sin embargo, el tebeo periodístico sigue siendo un fenómeno poco habitual. Pero lle­gará porque el periodismo necesita cada vez mayor originalidad, pero también más rigor y el cómic combina perfectamente los dos.
Al igual que un reportero tiene que escri­bir bien y, a la vez, no puede aderezar la realidad para hacerla más interesante ni re­dondear las historias, debe describir hechos que no están cerrados, sobre los que inevita­blemente tiene lagunas incluso cuando estu­vo allí y los contempló, y debe, además, lo­grar que el lector les dé un sentido que va más allá de los mismos hechos (mucho trabajo para un oficio que, según los defen­sores del periodismo ciudadano, puede practicar cualquiera que tenga un móvil so­fisticado a mano), un periodista que dibuja lo tiene un poco más complicado todavía. "Un escritor puede describir alegremente un convoy de vehículos de la ONU como `un convoy de vehículos de la ONU' y conti­nuar su relato. Un periodista de cómics tie­ne que dibujar un convoy de vehículos y esto conlleva muchas cuestiones. ¿Qué as­pecto tienen esos vehículos? ¿Qué aspecto tienen los uniformes de las dotaciones de la ONU? ¿Qué aspecto tiene la carretera? ¿Y las montañas que la rodean?", plantea el autor. El secreto del éxito, y de la calidad, de Sacco radica precisamente ahí: en esa combina­ción de rigor y talento, en su honestidad a la hora de enfrentarse a los temas que trata, pero también en su capacidad para atrapar la realidad en sus dibujos, con un estilo pro­pio, minucioso pero no hiperrealista, línea clara pero no ingenua.
Este volumen está compuesto por histo­rietas dibujadas para periódicos y revistas, la última de ellas para la francesa XXI.  Este magacín trimestral, que solo se vende en librerías y que ha alcanzado un envidiable número de lectores y suscriptores, es uno de los experimentos periodísticos más inte­resantes y esperanzadores del momento, con una apuesta clara desde su primer nú­mero por el reporterismo en forma de có­mic. El propio Sacco reconoce que algunas de las historias son irregulares, incluso frus­trantes para su autor no tanto para el lector), pero tres de ellas alcanzan una calidad extraordinaria. En 'Mujeres chechenas' tra­za un minucioso y espeluznante retrato de las víctimas de un conflicto olvidado en Eu­ropa; en 'Inmigración africana' viaja hasta su Malta natal para relatar los problemas de miles de personas que se juegan la vida cru­zando el Mediterráneo, pero también el pun­to de vista de los habitantes de la pequeña isla que se sienten amenazados en su modo de vida y, por último, en un reportaje sobre los intocables de India desvela el rostro ocul­to del milagro de un sistema económico que sigue dejando fuera del desarrollo a mi­llones de personas que viven atrapadas en el milenario e injusto sistemas de castas. En este volumen, vuelve a demostrar que el te­beo, como la literatura, lo admite todo. La frontera está en la calidad y el talento. Y a Sacco le sobran los dos. •

El Pais Suplemento Babelia 28.04.12

domingo, 29 de abril de 2012

Girl guion: Peter Milligan dibujo: Duncan Fegredo





En Girl se da una de esas felices coincidencias de las que resulta un tebeo especial. Por un lado, tenemos a un Milligan inspiradí­simo, cosa que no pasa todos los días, ya que es un guionista que lo mismo te escribe tebeos muy del montón que obras sorpren­dentes e innovadoras, como es el caso. Girl parece, en principio, el retrato costumbrista de una de esas inmundas barriadas obreras de Inglaterra que, en el fondo, no se diferencian en nada de esos hacinados barrios españoles en los que muchos de nosotros nos hemos criado. Pero Girl va más allá de eso, porque las escenas naturalistas pronto empiezan a alternarse, sin transición alguna, con secuencias imaginarias pro­ducto de la mente de la protago­nista, una quinceañera proble­mática e inadaptada. Claro que, ¿quién no es un inadaptado viviendo una vida tan asquerosa? Ahora bien, la confusión entre realidad y ficción no es el único hallazgo de Girl. Milligan tam­bién se apunta el tanto del humor, un humor negrísimo, que hace de la obra una irreve­rente sátira social que se ceba con toda la podredumbre y el cutrerío de las clases bajas, y que salva al relato de caer en la denuncia pedazo tipo Ken Loach. Y sí, la historia se da un aire a Trainspotting, pero eso no quiere decir que sea una vulgar imitación. Girl tiene su propia voz, su propio estilo, y, puestos a buscar parecidos, su lograda mezcla entre realismo sórdido y humor surrealista también podría recordar a la espléndida ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, de nuestro al fin oscarizado Almodóvar.
La otra parte de la feliz coincidencia de Girl es, claro, que todo esto lo dibuje Fegredo. Porque lo de Fegredo es como para echarle de comer aparte. Madre mía, qué pedazo de dibujante. Cómo maneja el lenguaje cor­poral, qué bien narra, cuánta variedad de planos y encuadres controla, qué bien ambienta. Si hasta el diseño de página está curradísimo. Y encima, su entintado, que parece hecho con un vulgar Pilot, es estupendo: suel­to, desmañado, con esas deliciosas rayitas que logran una estética limpia pero a la vez sucia. Tan sucia como la realidad que Girl quiere escupirnos a la cara: los vertederos al lado de las viviendas, la falta de expectativas vitales y laborales, el premio de la Lotto como solución a todos los problemas, el deseo de escapar y vivir una vida mejor que la que se tiene. Todo eso es el pan de cada día en nuestras sociedades, y por ello el tebeo ter­mina siendo, por mucha ironía y cinismo que contenga, la expresión de la rabia de las clases obreras en la Europa de los 90.
PEPO PÉREZ



Revista U#20 junio 2000

El hombre que ríe por Fernando de Felipe






La historieta no es demasiado pródiga en la adaptación de obras literarias. Sin embargo, cuando lo ha hecho con criterios de verdadera recreación y autoría, los resultados suelen ser de gran interés (pienso en Giménez, en Tardi, en Mazzucchelli). Es también el caso de El hombre que ríe: Fernando de Felipe, a partir de una nove­la de Víctor Hugo -una de sus últimas obras, al parecer considerada por la crítica literaria como un trabajo menor- construye un vigoroso relato en el que deja patente su voz y su particular narrativa, consiguiendo la que posiblemente, y hasta el momento, sea su obra más personal y lograda.
De Felipe encontró en el extraño texto de Víctor Hugo el grosor literario que necesitaba para desarrollar su obsesión por esos seres marginales, deformes y maltratados que padecen la violencia ejercida por otros y ape­nas tienen recursos para dirigir sus actos. Opta por ambientar la historia en la Edad Media (y no en el siglo XVII, como el original), y utilizar como elemento central el drama de Gwynplane, un personaje que fue mutilado y desfigurado de niño hasta dejar su cara convertida en una máscara macabra de sonrisa perenne para entretenimiento de príncipes y nobles. Gwyn es un personaje marcado, destrozado, cuyo destino no estará nunca en sus manos: nacido en una familia de linaje, fue secuestrado, vendido y abandonado; cuando encuentra un grupo de seres con los que comparte su vida -personajes igualmente marginales, solos y derro­tados- y encuentra la paz y el cariño, la ambición y las ansias de poder de otros le arrebatarán la felicidad para devolverlo a sus orígenes e intentar convertirlo de nuevo en un muñeco al servicio de intereses ajenos. El des­tino le ha entregado una familia para acabar arrancándolo de ella, en una cruel burla que desemboca inevi­tablemente en tragedia.
De Felipe aborda su narración con enorme energía, optando sin tapujos por una iconografía inspirada en el romanticismo más exacerbado, y eligiendo un tono narrativo y un cromatismo que enfatiza el melodrama, las pasiones y el sufrimiento; despliega además una amplia gama de recursos que se van adaptando a las exi­gencias del relato, desde la multiplicidad de voces superpuestas, la inserción de grabados e imágenes antiguas y un montaje de página dinámico, con continuos cambios de ritmo y planificación que buscan siempre la implicación emocional de un lector que no puede quedar impasible ante el dolor y la crueldad. El hombre que ríe es una obra torrencial e impetuosa, con un desarrollo final algo atropellado y resuelto con precipita­ción, pero visceralmente sincera y apasionada, fiel reflejo de la solidez narrativa y el espíritu inquieto de su autor.
ENRIQUE BONET

Revista U#20 junio 2000

La resurrección de David

Fragmento de Las Sabinas, una de sus obras más notables.


 Como última conmemoración del segundo centenario de la Revolución Francesa, París rinde homenaje al pintor quizás más discutido de la historia, Jacques Louis David. El más claro representante artístico de aquella época es objeto de una gran exposición antológica -hasta el próximo 12 de febrero- que reune 85 cuadros y 165 dibujos en el Museo del Louvre y en el Museo Nacional de Versalles.
Texto: Mariano Navarro



Explicaciones morales 
A diferencia de otros artistas representativos, David y su pintura resultan, sino inexplicables, si incomprensibles si no se tienen en cuenta los acontecimientos ocurridos en Francia en los años centrales de su vida. A él, sin embargo, se le exigen cuentas de moral que jamás se han reclamado a otros.
Fragmento de La cólera de Aquiles


La gloria de Napoleón
David y Napoleón se encontraron por primera vez en 1797, aunque hasta 1804, después de pintar La Coronación, no fue nombrado pintor oficial del emperador. Desde entonces, David se dedicó exclusivamente al servicio de Napoleón.
Detalle central de La Coronación

 Entre los pintores representati­vos de una época y de una na­ción, quizá no pueda hallarse ejemplo más contradictorio, explícito y al mismo tiempo secreto que el del francés Jacques Louis David. Los jui­cios expresados por sus contemporá­neos divergen hasta extremos opuestos y coinciden en su gran mayoría en la trivialidad de sus argumentos. Las re­visiones posteriores, si bien han salva­do de la quema al artista, han sido, las más de las veces, a costa de la reduc­ción de su persona y de las que cabe sospechar que fueron sus íntimas ideas y convicciones. Aupado sin duda a imagen e imaginero de la transición en­tre los siglos XVIII y XIX, David es to­davía una figura a medias incompren­dida y a medias molesta. ¿Qué puede hacerse y decirse del artista que prota­gonizó y sirvió a la monarquía, a la re­volución y a la dictadura de Napoleón con un empeño aparentemente idénti­co y con una discreción de sus profun­didades que nos lo hacen casi inabor­dable? "Admitiendo que ciertas obras suyas pudieran ser admiradas, ¿se po­dría llegar a amarlas?", como se pre­gunta Mario Pratz.
Sí algo puede afirmarse, es que, a di­ferencia de otros artistas representati­vos —cítense aquí al divinizado Veláz­quez o a Pablo Picasso, que tanto da—. David y la pintura de David resultan, si no inexplicables, sí incomprensibles sino se tienen en cuenta, y en cuenta en todo, los acontecimientos ocurridos en Francia en los años centrales de su vida. A él, sin embargo, se le exigen cuentas de moral que jamás se han re­clamado a otros —cítense ahora a los ya nombrados o a Rubens o al Tiziano pintor de Carlos V y de Felipe II.
Todo en él, a la postre, resulta con­tradictorio. Fue el artista que, reveren­ciando la antigüedad clásica, moldeó el rostro moral al que debían asemejarse sus contemporáneos. Fue el dictador de las artes que labró la última gran es­cuela de la que surgieron nombres tan dispares como Ingres y Gustave Mo­reau, y en palabras de Delacroix, tan distinto a él, "toda la escuela moder­na", en la que, al paso del tiempo, se reflejaron nombres tan impensables como el de Picasso. Fue el agitado agi­tador sometido a las ideas de quienes se condenaban, en uno y otro lado, a la muerte. Hizo del cuerpo del hombre el santuario de su pintura, pero admirán­dolo únicamente en las vísperas del sa­crificio o en la voluptuosa placidez de la muerte. Traicionó a quienes servía y de los que se sirvió para sus desconoci­das intenciones. Aspiró a la fama cuan­do buscaba la gloria. Fue, como ha sido al fin reconocido, el artista que ocupó la posición central y estéticamente más peligrosa en el advenimiento del mun­do moderno.
Nada en su biografía ni en su carre­ra habría permitido sospechar a quien le conociera este destino. Nacido en 1748 en el seno de una familia acomo­dada, quedó huérfano de padre a los nueve años. Su progenitor murió en duelo y él arrastró a lo largo de su vida adulta una tumoración en la cara —vi­sible en sus autorretratos— cuya causa fue quizá un puntazo de florete recibi­do en la mejilla en un simulacro de otro, que le hizo aún más dificultoso ar­ticular cada vez que tomaba la palabra. "Usted será", le dijo un profesor, "me­jor pintor que orador".
Educado por sus tíos Francois Bu-ron y Jean Francois Desmaisons, ar­quitectos ambos y este último arquitec­to del rey, que lo liberaron de los sue­ños militares que acariciaba su madre, no sintió, sin embargo, la vocación de construir.
Desde 1766, año en el que entró por primera vez en el taller de Vien, en las dependencias del Louvre, hasta 1774, cuando después de varios intentos falli­dos, el segundo de los  cuales le predispuso al suicidio, obtuvo el primer premio de la Academia y pudo optar a un viaje a Roma, su aprendizaje y sus realizacio­nes fueron las de un alumno mediana­mente aventajado, pero sin destello al­guno que revelara el genio.


Partícipe de la política
David dejó pronto la política de salón para pasar a mostrar una teoría del héroe vinculada a la serenidad frente al sacrificio y al deber frente al afecto. Detalle de El juramento de los Horacios.


David emprendió en octubre de 1775, junto a su maestro, viaje a Roma, con etapas —entonces los viajes eran largos y pausados— en Lyón, Turín, Parma, Bolonia y Florencia. Y fue en Parma donde, según él mismo contaba, contemplando las pinturas de la cúpula de la catedral, obra de Correggio, sintió que caían las cataratas que cubrían sus ojos y transvaloró la que hasta enton­ces era su escala de calidades. El domi­nio del color de los italianos, el juego de las luces y de las sombras se pusie­ron sobre la pintura francesa de los Boucher, de los Van Loo y de otros que hasta entonces admiraba. Sus modelos fueron desde entonces Correggio, Ca­ravaggio, Piranesi, y cuando, en su opi­nión, su paladar se hizo más fino, Ti­ziano y sobre todo Rafael. Permaneció fiel, sin embargo, para siempre a Poussin.
El dato quizá fundamental a retener no es la admiración, entonces compar­tida y flotante en las ideas que preten­dían una renovación del arte, por la an­tigua grandeza de Roma y por su mo­numentalidad, ni siquiera tampoco que la pintura italiana le abriera, por así de­cirlo, los ojos, sino las conclusiones que obtuvo y su pertinencia en los años inmediatamente siguientes en Francia y en el resto de Europa.
David extrajo de los clásicos —grie­gos y romanos— un código ético que precisaba en su momento una repre­sentación capaz de inclinar y conven­cer a una sociedad espoleada por transformaciones profundas que la ha­brían de conducir a la revolución. Y su acierto fue alcanzar esa representación mediante la exclusión de todo el apara­to escenográfico que la habría converti­do en mera arqueología o pastiche de una época pretérita. Hizo, valga la ex­presión, excavaciones a la búsqueda no de piedras, sino de sentimientos, obli­gaciones y gestos que, existentes en un pasado considerado glorioso, podían ser útiles y ejemplares en los tiempos que se avecinaban.
Así, si en Roma pintó su única obra religiosa conocida —San Rocco implo­rando a la Virgen—, ya incluyó en ella, como figura principal, en primer plano y que atrae de inmediato la mirada del espectador, a un hombre apestado, fijo en quien le contempla y que ni pide ni espera; una figura que alertó a su maes­tro Vien y a otros sobre lo que cabía esperar de las invenciones de David. Así también sus Funerales de Patroclo, más convencionales, pero que parecen augurio de cuantos él mismo habría de organizar luego.
De vuelta a París, obligado por las convenciones para entrar en la Acade­mia, hubo de pintar una nueva obra, y eligió como tema el del general Belisa­rio en el momento de ser reconocido por uno de sus soldados cuando, cega­do por orden del rey al que había servi­
do fielmente, pide limosna. Una ima­gen que en 1781 obtuvo una clara lectu­ra que admiró a Diderot. Al año si­guiente contrajo matrimonio —de cuya intimidad nada o casi nada sabemos, salvo, y ello puede servir para varias in­terpretaciones, que la esposa era de fa­milia acomodada y próxima a la corte, y que vivieron años después un corto divorcio—, tomó posesión de su primer taller en el Louvre, que fue cuna y sede de su escuela, y poco después entró en la Academia. Había cumplido 35 años.
Los años próximos siguientes fue­ron los de su progresiva imposición en la escena artística. Pintó durante una segunda estancia romana El juramento de los Horacios; dos años después, La muerte de Sócrates, y dos más tarde, Brutus. Era el año 1789. Entre el 20 de junio —fecha del juramento del Jeu de Paume— y el 14 de julio —fecha de la toma de la Bastilla— cambió definiti­vamente el destino de Francia, el del resto del mundo y también el de Jac­ques Louis David.
Si hasta ese momento su vincula­ción a la política había sido un asunto de salón —en el sentido que los salones tenían entonces— y también una inter­pretación propia y ajena del sentido de sus obras —una teoría del héroe vincu­lada a la serenidad frente al sacrificio y las imposiciones del deber ante cual­quier modalidad del afecto—, desde ahora su intervención había de ser di­recta, primero como artista compro­metido con los nuevos ideales. Así, sus intervenciones en apoyo de la supre­sión de la Academia, en la que se ha sospechado latía un fondo de rencor por sus sucesivos fracasos, pero que defendió con el mismo ardor de liber­tad con el que muchos años después habrían de defender su propia causa los artistas revolucionarios soviéticos de 1917, y quizá con los mismos resul­tados fatales y en su contra.
Así, el posterior encargo de la pintu­ra que habría de recordar a las genera­ciones venideras el momento crucial del nacimiento de la República, el Jura­mento del Jeu de Paume, que nunca con­cluiría y en el que empeñó, sin embar­go, cuantos conocimientos pictóricos poseía, transfiriendo la monumentali­dad de sus héroes romanos a los aba­tes, abogados y burgueses reunidos en el Tercer Estado, a los que dibujó, como tenía por costumbre, primero desnudos —para saberlos reales— y vistió después —para llevarlos a su tiempo.

Código ético revolucionario
Supo extraer de los clásicos un código ético con el que convencer a una sociedad espoleada por transformaciones profundas. 
Fragmento de El adiós de Telémaco.



Así, su participación en el traslado de los restos de Voltaire a Francia, sus diseños para las fiestas populares con­memorativas —que merecieron de un contemporáneo envidioso la opinión de ser "colosales en su objeto, peque­ños en su ejecución"—, la organización de los funerales de Marat y Lepelletier, las pinturas que dedicó a ambos y tam­bién a los mártires populares de la revolución —los adolescentes Bara y Viala—, y quizá su proyecto interiormente más apreciado, el diseño de las ropas que habrían de vestir magistrados, servido­res públicos y ciudadanos en la nueva sociedad nacida del levantamiento.
Pero su compromiso fue más allá. Colaboró, ello parece fuera de toda duda, con Robespierre durante los años que fueron denominados del Te­rror. Fue miembro activo del Comité de Seguridad Nacional, diputado por París y uno de los signatarios de la con­dena a muerte del rey Luis XVI, ejecu­tado el 21 de enero de 1793.
Cuentan que el día de la matanza de los encarcelados de La Force, David, sentado a las puertas de la cárcel, to­maba tranquilamente apuntes de los cadáveres que se amontonaban. Se conserva un dibujo suyo, terrible en su sencillez, del momento en que María Antonieta era conducida al cadalso. Cambió radicalmente el tono de sus discursos, y donde antes expresaba su intención de celebrar las virtudes de la revolución, con la comparecencia de mujeres, niños, ancianos y represen­tantes del pueblo en un cortejo de festi­va alegría, quiso después elevar un mo­numento al pueblo francés sobre un pe­destal hecho con las estatuas destroza­das de los últimos cinco reyes de Fran­cia: "Porque hemos humillado a esos insolentes, a esos usurpadores. Yacen yertos bajo la tierra que mancharon con sus crímenes, sujetos a la mofa del pueblo". Y aún más: "Todo lo que hace Robespierre es útil y necesario para el bien público. Él y tan sólo él tiene ra­zón. Y los que no están de acuerdo con él deben ser considerados como enemi­gos de Francia y la libertad". Desde su puesto de dictador de las artes amena­zó con llevar a la guillotina a quien no admirase a Rafael.
¿Qué pudo seducirle de Robespie­rre? Más que su condición compartida de huérfanos tempranos o las dificulta­des oratorias, quizá su capacidad —igualmente compartida— de creer en todo lo que decía y su convenci­miento de que el terror quedaba justifi­cado por la virtud, por la obligación de lo necesario.
Pero en termidor cayó Robespierre, y ante el peligro, un David descrito por sus contemporáneos balbuceante, su­doroso y debilitado se excusó ante sus acusadores acusando a su vez a aquél: "Desgraciado, que con sus hipócritas sentimientos ha abusado de mí y me ha engañado de un modo que no podéis concebir. No volveré a vincularme a los hombres, sólo a los príncipes". Y si la traición no le sirvió para librarse de la cárcel —en la que permaneció cinco meses y de la que fue liberado por la intercesión de sus alumnos—, poco después encontraría al que fue su últi­mo príncipe: Napoleón.
Desde 1797, cuando se encontraron por primera vez, hasta 1816, nombrado desde 1804 —después de pintar La co­ronación— primer pintor del empera­dor, David se dedicó fundamentalmen­te a su servicio. Llegó a terminar otras dos de sus grandes obras, Las sabinas —en 1799— y Leónidas ante las Termó­pilas —entre ese año y 1819—, y su re­trato femenino más famoso, Madame Recamier, pero el grueso de su produc­ción estuvo dedicado a la gloria de Bo­naparte. Retratos —la mayor parte sin terminar—, uno de ellos, ecuestre, es­pecialmente conocido, El paso del Grand Saint Bernard, y el gran ciclo ini­ciado con La coronación, que quedó también inconcluso, acompañado sólo de La entrega de las águilas.
¿Qué puede tener en común consigo mismo el hombre de poco más de 30 años que pintó el San Rocco implorando a la Virgen con el adulto de 36 del Jura­mento de los Horacios, con el hombre maduro (de 44) del Juramento del Jeu de Paume, con el anciano de 57 de Le Sa­cre? ¿Cómo, por otra parte, pudo soste­nerse en la altura que alcanzó la cele­bridad de un pintor cuyas obras —to­das ellas, eso sí, de gran aliento y di­mensión— se cuentan con los dedos de la mano? ¿Por qué fue finalmente reco­nocido no por éstas, sino por sus retra­tos de encargo, y que él consideró siem­pre como obra menor?
Posiblemente un mismo impulso y una misma fogosidad orientaron a los diferentes David que hemos citado. El suyo fue un tiempo primordial, del que surgió un entendimiento del mundo y una concepción de lo humano que toda­vía compartimos. La mitología creada por David se corresponde bien con su admiración por Robespierre, por Marat y por Napoleón, como se corresponde bien su transcurso de la épica declara­ción de los Horacios o la sentencia de Brutus sobre sus propios hijos a la sú­plica de paz de las sabinas o la desola­ción de Leónidas, el último de sus hé­roes ciertos, que únicamente puede es­perar la muerte a cambio de detener temporalmente al mucho más poderoso ejército invasor. Los juramentados del Jeu de Paume —guillotinados posterior­mente en buen número—, algunos de sus retratados y los mártires quizá in­necesarios —Bara, Viala y, a sus ojos, Marat— posiblemente sembraron me­lancolía y escepticismo en el ánimo del artista. En sus últimos años, hasta que ya no pueda sostener el pincel y un acci­dente de coche más un resfriado al salir del teatro, que tanto le gustaba, pusie­ran fin a su vida, David pintó cuadros mitológicos, pero ya sin héroes, donce­llas divinas y sus divinos amantes, pero su genio carecía, como escribió uno de sus discípulos más fieles, Delécluze, "de la capacidad de representar la pasión y la gracia femenina".

sábado, 28 de abril de 2012

Alfonso en 16 fotografías

Primera fotografía 
Abd el Krim se dejó retratar el 1 de agosto
de 1922 en su casa de Axdir (Alhucemas),
dentro del campo enemigo. Alfonso tenía
19 años y había llegado a Marruecos para
fotografiar a los prisioneros españoles de
Abd el Krim.



El escritor José Martínez Ruiz le hizo la siguiente dedicatoria, de
la que el profesional se dice especialmente orgulloso: "¿Es todo la
luz en la fotografía? No. ¿Es todo la expresión? No. ¿Es todo la
actitud? No. En las fotografías de Alfonso está todo. Azorín.
Madrid, 1953". En 1921 comenzaron a verse imágenes firmadas
por Alfonso. Hoy, a los 85 años, este fotógrafo madrileño sigue
haciendo arte del retrato.
Texto: Javier Figuero Fotografías: Alfonso




De sobra saben los que co­nocieron al pequeño filó­sofo que no andaba su fuerte en la improvisa­ción y el discurso, y Alfonso, que alardea por igual de un arte sesudo y conocedor, correspondió al maestro, luego de mucho tratarle y conversarle, con una imagen cari­caturizada en la que su cara es una geografía de cóncavo perfil donde la frente es el gran promontorio y la boca el punto escondido y re­cóndito. El retrato de Azorín se in­cluyó en la primera muestra de ca­ricaturas fotográficas realizada en Madrid el año 1949, y para cuya consecución el firmante hubo de superar la cautela advertida por el padre: "Ten cuidado con esos se­ñores, que son muy señores".
En el padre reconoce hoy Al­fonso Sánchez Portela, Alfonso,historia viva del retrato gráfico del siglo, al mentor y al maestro. El progenitor, inicio de una dinastía inconclusa, dejaba ya en 1902, año de nacimiento de nuestro persona­je, un rastro pionero de reportero en periódicos como El Día, El He­raldo, Claridad, El Liberal u otros, y estaba a punto de alcanzar su cumbre profesional en trabajos como los del Barranco del Lobo, el crimen del capitán Sánchez o el Consejo de Ministros de Alfonso XIII que, presidido por el monar­ca, sirvió para anunciar la neutra­lidad de España en la guerra de 1914, primer recuerdo gráfico tam­bién de una reunión ministerial en España. Es decir, que nuestro en­trevistado nació con el objetivo de la cámara abierto y con ganas de empezar a cerrarlo en beneficio , del propio testimonio.
A partir de ahí, la vida de Al­fonso es una secuencia gráfica cuya rememoración, azoriniana en lo que tiene de negación a toda in­sistencia improvisadora, exige de la copia positivada para avanzar a su través. Entiendan, pues, los lec­tores que la única forma posible para ordenar la entrevista no po­día ser otra que ésta:
Primera fotografía: "Yo tenía 18 años cuando en julio del 21 se pro­duce el desastre de El Annual, y la apetencia es emular la gesta de mi padre. Llego a Marruecos sabien­do que el verdadero reportaje está en los prisioneros españoles que tiene Abd el Krim. Con el perio­dista Luis Oteiza logro meterme en una barcaza que hace contra­bando de tabaco y llegar a Aydire, en la bahía de Alhucemas. Al sa­ber que estamos allí, el jefe rebelde nos da ciertas facilidades, pero se niega a dejarse retratar por limita­ciones religiosas. Yo le hago ver que sin ello el trabajo carecerá de credibilidad, y llega un día en que me invita a almorzar. El tío saca una sandía, y mientras se la come va escupiendo las pepitas sobre lo que queda de ella. Por supuesto, supero la repugnancia 'Y al final cede a mi insistencia. No creí estar a salvo hasta que me veo en alta mar. Luego, en España, tuve difi­cultades con las autoridades mili­tares, y se habló de incoamos un proceso por inteligencia con el enemigo. El reportaje se publicó en todo el mundo, pero a mí no me dieron ni una peseta".
Segunda fotografía: "Yo, hasta en­tonces, me había dedicado a retra­tar tipos populares de Madrid, que, al amparo de mi padre, iba publicando en diversos periódicos de la época. Pero al ver lo de Ma­rruecos, mi padre me dice que ya puedo caminar solo. Todavía los acontecimientos me hacen volver en dos ocasiones a África; una, para el rescate de prisioneros, y otra, para hacer el desembarco de Alhucemas con Primo de Rivera. Al general ya le conocía porque había tenido que hacer su primer despacho con el rey en palacio. Llegué nervioso y me puse a pre­parar el magnesio. Entonces Al­fonso XIII me dijo: 'De eso nada, Alfonsito, que luego tú te vas y queda todo esto lleno de humo'. Total, que tuve que trabajar con luz natu­ral, pero como la mesa de despacho no estaba bien situada, por ello su majestad se ofreció a ayudarme en el traslado. Era un hombre muy campechano. Un día, al ir a inaugu­rar una presa, se volvió hacia mí y, señalando a las damas de la familia real que le seguían con dificultad, me dijo: 'Fíjate, parece la familia del tío Mereje'. Sí, era muy castizo".
Tercera fotografía: "Primo era un poco... bestia. Sus cinco minutos primeros eran insufribles, aunque
luego siempre acababa invitándote a una copa de vino. Yo era un noc­támbulo empedernido, y cierta madrugada en que voy por la Cibe­les con un grupo de amigotes se le ocurre decir a uno: '¡Pobre diosa, el frío que está pasando!'. Mi ami­go se metió en la fuente y puso so­bre ella su capa. Yo hice la foto y la publiqué. A la mañana siguiente fue inevitable un cierto cachondeo entre los peatones que veían a la estatua de aquella guisa. Primo me hizo llamar para pedirme el nom­bre del culpable. Yo le dije: 'No puedo confesarlo, porque es secre‑
to profesional'. Fue la primera vez que utilicé la expresión y me sentí muy orgulloso de ello. El general me amenazó, pero al final entró en razones. Tomamos el vino de ri­gor. Entonces me dijo: 'Y ahora, en la intimidad, Alfonsito, ¿quién fue?...'. Me mantuve en mis trece y entonces pidió: 'Por lo menos dile a ese tío que se pase por la co­misaría cercana al Congreso a re­coger la capa, que se estará mu­riendo de frío'. En fin...".





Segunda fotografía 
El dictador Primo de Rivera despacha
por primera vez con el rey Alfonso XIII
en el palacio de Oriente.



Tercera fotografía 
Un amigo de Alfonso le puso una capa a la Cibeles tras una
noche de copas. Primo de Rivera, enfadado, convocó a Alfonso
para preguntarle quién había sido, pero éste se negó a decírselo.



Cuarta fotografía 
Diciembre de 1930. Los firmantes del manifiesto republicano, en la cárcel Modelo, tras la sublevación de Galán en Jaca. Entre ellos están Alcalá Zamora, Maura, Fernández de los Ríos, Casares Quiroga y
Galarza. La foto se hizo con un teleobjetivo especialmente fabricado para la ocasión.



Cuarta fotografía: "Es diciembre de 1930, y están en la cárcel Modelo los firmantes del manifiesto repu­blicano a raíz de la sublevación en Jaca de Galán. Es una foto que hay que hacer, y logro pasar ins­trucciones a los interesados para que al salir al patio por la mañana se coloquen en un sitio y de una manera determinada. Me fabrico un teleobjetivo artesanal, y desde una ventana de la casa de enfrente saco al grupo: Alcalá Zamora, Largo Caballero, Miguel Maura, Fernández de los Ríos, Casares Quiroga y algunos otros... La foto se publica en muchos periódicos extranjeros, pero aquí lo impide la censura. Logré unos cuantos rea­les por ella".
Quinta fotografía: "Siguen intere­sándome mucho los tipos y lugares madrileños, y eso me une a Ramón Gómez de la Serna, a quien cono­cía del Pombo. Hacemos juntos una sección en el periódico Luz. Él me enseña a ver, porque yo antes miraba las cosas sin verlas. Hizo una greguería para mí: 'El humo de tu magnesio es el incienso de nues­tra posteridad'. Quedábamos to­das las tardes a las tres, pero el día que ocurrió la sanjurjada el perió­dico me ocupó en otra cosa. Ra­món me llamó cabreado. No se ha­bía enterado de nada: 'Ves', me dijo cuando le expliqué, 'una de las ventajas de trasnochar es que no te enteras de nada'. Era un genio".
Sexta fotografía: "Yo iba mucho a casa de Valle-Inclán a tomar café. Don Ramón solía recostarse en una chaise longue de esos cuartos turcos que tan de moda estaban y se ponía a leer el periódico. Así pude apreciar los agujeros que lle­vaba en la suela de los zapatos. Cuando le hice la foto, el defecto estaba en primer plano. Al verla publicada me dijo que era algo así como la frase de Larra: 'Escribir en España...' Era muy ocu­rrente".
Séptima fotografía: "Yo iba mucho al cafés de las Salesas, donde, entre otros, se juntaban conspiradores contra Primo. Pero a mí lo que me atraía de verdad era la figura de don Antonio Machado con su bas­tón, su sombrero, su desaliño... Le pedí permiso y me lo dio. Es un re­trato que ha dado la vuelta al mun­do, aunque hasta hace muy pocos años nadie lo firmaba. Si ante un desastre tuviera que rescatar uno solo de todos ellos, éste sería el elegido".




                                                    
Quinta fotografía 
Ramón Gómez de la Serna, fotografiado en una trapería por Alfonso, al que le unía una buena amistad. Juntos trabajaban en la revista Luz y ambos iban a las tertulias del café Pombo.


                                         
Sexta fotografía 
El escritor Valle-Inclán, fotografiado en su casa de Madrid leyendo el periódico sobre una cama turca.
Alfonso destaca el detalle de los agujeros en la suela de uno de sus zapatos.



Séptima fotografía 
Antonio Machado, fotografiado por Alfonso en el
café de las Salesas, de Madrid, al que acudía
diariamente. Es el retrato preferido del fotógrafo.







Octava fotografía: "A Lorca le traté poco. Un día me pidió que fuera a fotografiarle a su casa. Yo sabía eso que se decía de él, bueno, que si era tal o cual... Cuando llegué es­taba en batín. Me dijo: 'Voy a ves­tirme'. Pero le pedí que no lo hicie­se, pensaba que así se reflejaba más... Al acabar me advirtió: `Una mañana voy a ir por tu estu­dio para que me hagas un retrato más serio'. Y yo le dije: 'Éste es de verdad un retrato'. Ahí está el re­sultado".
Novena fotografía: "Unamuno era un señor muy dificil. Yo asistí a la última de sus clases en Salaman­ca. El aula estaba repleta de per­sonalidades... Empiezo a dispa­rar el objetivo y de pronto don Mi­guel deja de hablar, da un golpe con los folios en la mesa y dice:
`O acaba usted o acabo yo'. Que­ría que me tragara la tierra, por­que todo el mundo me miraba... Pese a todo, pude hacer la foto que quería. Al final, don Niceto Alcalá Zamora le preguntó: 'Don Mi­guel, ¿qué le hasía a uzté Arfonsito?'. El profesor se disculpó, pero yo ya conocía sus prontos. Re­cuerdo que una vez nos recibió a un periodista y a mí en la cama, y cuando, después de la entrevista, le preguntó aquél que si no quería levantarse para la foto, contestó: `Ustedes, ¿a qué han venido aquí, a hacerme una interviú o a sacar­me de la cama?'. Tenía un gran ca­rácter".
Décima fotografía: "Don Pío Baroja era como un padre. Ibas a hacerle un reportaje y te ofrecía una manta para que te la liaras a las piernas como él las llevaba. Cuan­do más susto pasé fue con la caricatura: yo había visto en un esca­parate una boina para la cabeza de un pequeño muñeco y quería hacérsela poner. Mi padre me dijo: 'Ten cuidado, que tiene muy mala leche'. Luego no hubo problemas".
Undécima fotografía: "Ortega era un señor. Se le notaba el carácter en la cara, y eso es bueno para el retrato. Sólo que tenía su coquete‑ría y no quería que se le viera la calva. Era de esos que con tres pe­los se cubren toda la cabeza. Él mismo me lo dijo: 'Alfonso, no me saque con luz cenital, porque se descubre'. Por supuesto, le ponía siempre la luz lateral".
Duodécima fotografía: "Alcalá Za­mora me distinguió con su amis­tad. Solía llevarme a su casa y ha­cía de mí la voz de la calle: `¿,Qué fe dife por ahí, amigo Arfonsito?', me preguntaba, y yo le comentaba tal o cual nombramiento o rumor. Un día íbamos con Prieto, que creo que era ministro de Obras Públicas, a la inauguración de un embalse, y don Inda se apartó y se puse a orinar. Don Niceto me dijo: Efe eztá impafiente por llenar el embalze'. Le hice muchos re­tratos".




Octava fotografía 
Federico García Lorca, retratado en su casa.
Lorca quería vestirse para la foto, pero Alfonso
le rogó que no se quitara el batín.





Novena fotografía 
Miguel de Unamuno, fotografiado en la última de sus clases en la universidad de Salamanca. El
escritor y catedrático interrumpió su intervención cuando el fotógrafo empezó a disparar su cámara.




Décima fotografía 
Pío Baroja, en una foto‑caricatura. Alfonso logró
convencer a Baroja ("era como un padre") para que posara con
una boina pequeña sobre su cráneo.




Undécima fotografía 
José Ortega y Gasset. Alfonso recuerda su
coquetería y que su rostro era el espejo de su
personalidad: "Era un señor".





Duodécima fotografía 
En la foto, Alfonso, junto a Niceto Alcalá Zamora, el que fuera presidente de la II República, con quien tenía amistad y al que hizo muchos retratos.





Decimotercera fotografía 
Azaña era poco amigo de fotografías. Ésta se logró con una treta para lograr que se detuviera en su
rápida salida del palacio de Oriente tras un despacho con el rey.



 Decimotercera fotografía: "Azaña, sin embargo, era refractario a las fotos. Mi mejor logro con él fue cuando acudió a palacio en cali­dad de jefe de su partido para eva­cuar consultas con el rey. La Voz y otros periódicos me presionaban para que consiguiera la imagen, y yo confiaba poco en su predisposi­ción. Entonces me acerqué al taxi en que había llegado y dije al con­ductor: `¿,No sabe que no se puede aparcar aquí? Márchese, que se la
va a cargar. En los momentos de confusión que se produjeron al sa­lir Abaña pude dispararle a placer".
Decimocuarta fotografía: "El ase­sinato de Calvo Sotelo lo vi como un gran acontecimiento histórico que era indispensable registrar. Lo malo es que las autoridades impidieron la presencia de repor­teros gráficos. Por fortuna logré convencer al forense Piga para que me dejara pasar vestido con bata blanca y como si fuese su
ayudante. Fue una gran exclusiva que se ha publicado en todo el mundo, aunque entonces la cen­sura impidió que saliera en los periódicos".
Decimoquinta fotografía: "La gue­rra me pilló en Madrid y serví a la parte leal. Estuve también en los frentes de Teruel y Guadalajara. Quizá en el desastre de los italia­nos en esta ciudad hice mis mejo­res fotos de la contienda incivil. Pero a mí nunca me ha interesado la fotografía de guerra, porque yo no destruyo, sólo creo; no siento el odio".


Decimocuarta fotografía 
Una exclusiva mundial de Alfonso. La imagen del cadáver de
Calvo Sotelo horas después de ser asesinado. La censura
impidió su publicación en los periódicos.






 Decimoquinta fotografía
Alfonso estuvo en el bando republicano
durante la guerra e hizo fotos en Madrid, Teruel y Guadalajara.
En la imagen, la población de Madrid
durmiendo en el metro.


 Decimosexta fotografía 
Franco llamó a Alfonso para que le
retratara, aunque le habían retirado
el carné por colaborar con los vencidos.




 Decimosexta fotografía: "Al acabar la guerra me retiran el carné de prensa por colaboración con los vencidos. Pese a todo, Franco me llama algunas veces para hacerle retratos. Uno de ellos me lo dedica afectuosamente. Un día me dice: `¿Se acuerda cuando en África yo era Franquito y usted Alfonsito?'. Yo intento hablarle de mi caso, pero el entorno me lo impide, di­cen que al caudillo hay que irle con cosas agradables y no con proble­mas. Cuando en el año 1954 me devuelven el carné, ya he perdido
los contactos, y entonces ya no me interesa. Me refugio en el estudio. Fue otra forma de ejercer la profe­sión en la que sigo".
La otra forma numeraría tam­bién incontables retratos: Eins­tein, Fleming, Moscardó, Esteban Bilbao, Alberti, Belmonte, Joseli­to, Carrere, Ángel Herrera... En su archivo están Clara Campoa­mor, la Bella Otero, Raquel Me­ller, Benlliure, Benavente, Sender, Ridruejo, Lalanda y hasta un Gal­dós anciano unido a un perro an­ciano que, como él, se estaba que­dando ciego. Al prolífico novelista lo conoció una noche triunfal en que tras el estreno de Electro la multitud le conducía a casa en volandas. Él iba cerca de los que sos­tenían las gloriosas posaderas y oyó los gritos de "¡Viva Galdós!" y también el no menos sincero de uno de los sufridores, que respon­dió con el suyo: "¡Sí, pero que viva más cerca!". Entonces Alfonso era nada más que un niño vocacional que se daba cuenta, pese a todo, que la limitación de la fotografía es precisar de un texto que agrande su historia y hasta su anécdota.
Hoy tiene 85 años, es decir, tie­ne el siglo retratado. Cobrad 12.000 pesetas por imagen, pero afirma que la fotografía de calidad apenas da en España para comer. Es presi­dente de la Asociación de Amigos de la Capa, y nunca llevó un abrigo, porque es un caballero que apren­dió a serlo cuando en España los caballeros aprendían esgrima por si tenían que defender el honor en duelo. Añora el Madrid de cuando se cenaba por un duro a las cuatro de la madrugada. Lo añora desde la medalla de oro de la Villa que le impuso el alcalde Tierno Galván.
Alfonso ha congelado con mag­nesio y flashes inservibles los gestos espontáneos de los mayores parla­mentarios de sus mejores años, las mujeres más sensuales, las inteligencias más preclaras, y no puede dejar de lamentar que esta época de gran tecnología no le vea ya en sus mejores años. Y, para que nin­gún evento le sorprenda, ha reali­zado también su autorretrato: el lu­gar de la cara lo ocupa una cámara Mamiya y el cuerpo es una solemne capa española. 

El Pais Semanal 1987




viernes, 20 de abril de 2012

Spiderman: La última cacería de Kraven guión: J.M. De Matteis lápiz: Mike Zeck tinta: Bob McLeod








Penagos, el erotismo ilustrado

El novelista Eduardo Zamacois describe a Penagos como alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita. 


 Rafael de Penagos fue el ilustrador más original de las primeras décadas del siglo veinte. Sus mujeres cambiaron a las españolas. Su obras se puede ver, durante el mes de septiembre, en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.

Texto: Mariano Navarro




 Cuenta Rafael de Penagos hijo que en 1953, de camino hacia Cádiz pan recibir a su padre, que regresaba de su larga estancia en América, conoció en Sevilla a Juan Belmonte, que había sido y en gran amigo del dibujante, y que éste, con su media tartamudez le dijo entonces: "Mira, Rafael si tu padre se llega a morir, cosa que dichosamente no ocurrió cuando tenía 25 años hubiera tenido el mismo entierro que tuvo José (Joselito) y el mismo que hubiera tenido yo si me Ilega a matar un toro".
Fechas más o menos descabaladas aparte, la afirmacióin de Belmonte no parece exagerada. Penagos, como le llamaba  todo el mundo, fue el más popular, el más célebre y mejor considerado de los dibujantes ilustradores españoles en el largo período que va desde la puertas del siglo hasta la guerra civil. En un tiempo, además, en el que los dibujantes eran más que conocidos en la vida pública. "En Madrid se comentaban sus dibujos", escribe el escritor  y también ilustrador Migue Mihura, "como hoy se comenta el estreno de una película importante, y en la calle y en los cafés la gente volvía la cabeza para contemplar con devoción a estos grandes artistas". Penagos fue tan popular y tan célebre que en los felices veinte había caballos de carreras y galgos que llevaban como talismán de su suerte el nombre de Penagos, en Chicote servían un cóctel Penagos y, cómo no, más de un jovencito pedía en las tiendas de materiales artísticos un tubo de verde Penagos. Cuando Miguel Hernández soñaba entonces un libro, para soñarlo más bello, lo quería ilustrado por Penagos.
Pero, a su retorno, como ocurriera en las fechas de su marcha, no le esperaba el pai­saje soñado, que él había con­tribuido a confeccionar, sino la misma España alimentada de palabrería y escasez que había abandonado cinco años antes. "Un Madrid resistente y persis­tente, moribundo, pero en el que las piedras tienen aún tem­peratura humana", escribió Ruano. Sus amigos, que amigos no le faltaron nunca, le dieron un homenaje. Encontró algunos trabajos. Retrató a lápiz a los escritores Antonio Martínez Ruiz, Azorín, y a don Pío Baro­ja, con los que había comparti­do empresas de juventud. "Bus­caba temblando las esquinas de aquel Madrid que había vivi­do". Sigue Ruano en su artículo
necrológico. Va a fechar un di­bujo y escribe: 1923. Nota algo. Enmienda: 1933. La joven ad­miradora sonríe: "¡Don Rafael, por Dios!". (¡Qué mal le suena eso de don Rafael!) Escribe por fin: 1943. La muchacha se resig­na a medias: "Muchas gracias, don Rafael, pero estamos en 1953". "Y una tarde del mes de abril, sin darse cuenta, / se le durmió el cansancio en la almo­hada". Era el día 24 de ese mes de 1954, acababa apenas de cumplir los 65 años.
Y aunque su hijo, en los ver­sos que continúan el poema an­tes citado, afirmó: "En sus ojos cerrados / se abría, con su muerte, su mañana", lo cierto es que ese mañana ha precisa­do de años para abrirse definiti­vamente a la luz, para poder reunir una parte sustancial de los 15.000 dibujos que realizó y para devolver al lugar que le co­rresponde la calidad de su tra­bajo. Baste decir que hasta la fecha es —salvo los libros editados por intervención de su hijo— casi nula su bibliografía, y que únicamente hay una tesi­na que estudia su labor en rela­ción con las tendencias de la ilustración de su época.
Penagos fue dibujante por azares y coincidencias de la vida, ya que tanto sus primeras intenciones como la posición social de su familia le destina­ban a la, en apariencia, más alta posición de pintor. Esas inten­ciones sufrieron un serio revés cuando el entonces precoz y muy premiado alumno de la Es­cuela Superior de Artes e In­dustrias optó a una plaza-con­curso en la Academia Española de Roma. Pintó un cuadro, hoy perdido, a tenor

Una de las portadas realizadas para La novela picaresca






de los requisitos y usanzas, de gran formato y de tema piadoso, Consolarás al en­fermo. Pocos días antes de la deliberación del jurado se en­contró, mientras paseaba con su padre, con don José Garne­lo, miembro del jurado, que le dijo: "Penagos, quiero decirle que he visto su cuadro, que me gusta mucho, y que cuente con mi voto". El joven ya se veía en Roma. A la hora de las votacio­nes, el señor Garnelo no llega­ba. Los restantes miembros del jurado habían empatado a votos a Penagos y a un pintor va­lenciano hoy olvidado. Con ex­pectación y distintas esperan­zas aguardaban uno y otro. Fi­nalmente, sudoroso y a prisas. se presentó Garnelo, que, ¡oh sorpresa!, dio su voto al valen­ciano. ¿Por qué? Por interce­sión de la mismísima reina Ma­ría Cristina, que había indicado al académico su interés por él.  Desilusión, claro, y dicen que también un cambio en la voca­ción del más dotado. Si no le hubiese dicho nada...
La segunda parte, que afectaba a su familia, llegó de la mano de una mala jugada de bolsa. Su padre, el notario madrileño José María de Penagos administraba tanto sus ingre­sos como la fortuna de su espo­sa, doña Encarnación Zalabar­do. Vivían entonces en un cha­lecito de la calle de Granada. paseaban en tílburi, se servían de un numeroso servicio que contaba, para la numerosa y poco a poco devastada prole. tanto con amas de cría como con amas secas, asistían a los estrenos de Echegaray y vera­neaban. Todo se lo llevó un re­vés en sus inversiones. Y Rafael, Penagos desde entonces, se puso a trabajar.
Desde su ingreso en La No­vela Ilustrada, que dirigía Blas­co Ibáñez, dio muestras sobra­das de la precocidad de su ge­nio e impuso su estilo. Asom­braron sus portadas para la edi­ción de El judío errante. Tanto es así que una mañana Llorca. el yerno de Blasco Ibáñez, a du­ras penas conseguía convencer a unos clientes de que el joven­cito que veían puesto al tablero era él, y no otro mayor, el Pena­gos al que buscaban.
"Me pagaban dos o tres pe­setas por dibujo", le contaba a Antoniorrobles. "Era entonces cuando Prudencio Iglesias me decía: 'Te conviene meren­dar...'. Y se compraba dos pa­necillos y nos los íbamos co­miendo de conversación por la calle".
Aunque compaginaba los trabajos de encargo con la pin­tura propia, día a día se desliza­ba más y más hacia los prime­ros, y en 1909 —tiene tan sólo 20 años— envía sus primeros carteles a los concursos que convoca el Círculo de Bellas Artes para sus bailes de disfra­ces. Empieza a ganar premios. Su obra se difunde. Le llega, con una prontitud que le resta­rá importancia a sus ojos, la fama.
A los 21 años es contertulio de Valle-Inclán —para el que ilustra, junto a otros, Voces de gesta y dibuja el frontis de sus Obras completas— y Ricardo Baroja en el Nuevo Café de Le­vante, y personaje conocido en las interminables noches de Madrid. "Alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopoli­ta, su silueta era de las más po­pulares". Lo describe el nove­lista Eduardo Zamacois. "Se le encontraba a todas horas —particularmente en las teñi­das por el rosicler de la auro­ra— y también en todas partes: lo mismo en las residencias próceres del barrio de Sala­manca que en los restaurantes abiertos toda la noche, y en los bailes donde al son del organi­llo los flamencos de faca en faja y las chulonas de mantón y pa­ñuelo a la cabeza saboreaban las delicias del agarrao".
Famoso también como hom­me-á-femmes, acaso en dema­sía. Porque era garboso su por­te; gentil su rostro de ojos vivos e irónicos (conservó siempre los que brillan en un retratito que le hicieron a los seis años), y su labia zumbona y algo achu­lapada, tuvo romances inten­sos, entre ellos uno con Tórtola Valencia, que le sirvió de modelo para varios carteles y dibu­jos, uno muy intrigante en el que la abraza una serpiente y no se sabe si se besan.



Fotografía en la que Penagos posa con sus dos hijos mellizos.


Retrato que reproduce una de las características mujeres de cuello largo y bello rostro que transformaron la estetica de las españolas.


No fue a Roma, pero, beca­do por la Junta de Ampliación de Estudios —con los votos de Sorolla y Menéndez Pidal—, viajó a París. "Ha sido realmen­te el único momento en que he pasado hambre", le confesaba a Antoniorrobles. "Una noche, a la hora en que debía estar ce­nando, tuve que hacerme unos cuantos dibujos que un mucha­cho catalán muy despierto y muy pollo, además, puso en un banco del bulevar y vendió a unos estudiantes. Aquella ba­rra larga de pan parisiense que me llevó luego traía nimbo, como las cabezas de los santos...".
No conoció ni se trató con los artistas españoles ya casi fa­mosos, pero no cerró los ojos a la vanguardia ni extravió su mi­rada. A su regreso, en 1914, a España, después de una estan­cia en Inglaterra, en la que le sorprendió la declaración de guerra y a punto estuvo de alis­tarse en las fuerzas de su gra­ciosa majestad, siguió con su vida bohemia, endulzada ahora con la certeza de que era, entre sus pares, el mejor.
Datan de entonces tanto su consolidación en los círculos intelectuales madrileños —que bien podemos cifrar en su parti­cipación en la tertulia y redac­ción de España, publicación di­rigida por Ortega y Gasset­como su más reconocido inven­to: las mujeres Penagos.
Sobre el primer aspecto, Eugenio d'Ors le comparó, refi­riéndose al cartel que había realizado para anunciar la sali­da de la revista, con Miguel Án­gel, "que esculpió en mármol, para el pudridero de los Medi­cis, la noble y melancólica ima­gen de II pensieroso", y con Rodin, que "enfrió el fervor del bronce en una forma tensa y efi­caz, la de aquel desnudo Pen­seur". Penagos, para el cartel de la nueva revista España, dibujó una nueva figuración ilustre, destinada a quedar en la icono­grafía de la inteligencia bajo el mote de El. Preocupado. Se au­naban así sus ideas con las de los que se empeñaban en cam­biar, porque no les gustaba, la imagen de España: el mismo Ortega, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, Luis Bello y otros.
Y precisamente porque, como escribe José Hierro, "a Penagos no le gustaba ese Ma­drid suyo de orinal y palangana; no le gustaban las rollizas cu­pletistas, ni los padres de la pa­tria de bigote castelarino y voz de Sinaí, ni la clase media gal­dosiana de cocido diario", creó —como había creado los carte­les para los grandes bailes, los anuncios que señalaban la ele­gancia del Gran Kursaal de San Sebastián y  1a fragancia de los sofisticados productos de belleza— sus mujeres, ante las que no hay escritor de época ni contemporáneo nuestro que no caiga a sus pies.


Carteles con consejos institucionales.




El artista posa durante una corrida benéfica.



"Fue el primero en España, que obligó a las mujeres a tener el cuello largo para que la pa­mela les sentara bien. En Ma­drid las cosas eran de otro modo. Aquí las mujeres lucían todavía solomillos impresio­nantes, pecheras como mar­quesinas y pantorrillas de ele­fante. Penagos fue un tirano. Con su lápiz de artista a modo de bisturí, hizo la cirugía estéti­ca a todo aquel paisaje femeni­no metido en carnes", escribe Manuel Vicent.
Porque, como sospechaba Manolo Alcántara, "en la mano derecha tenía un harén, un se­rrallo poblado por mujeres muy bien vestidas, esbeltas, que esti­raban el cuello de cisne para poder asomarse al futuro", y a las que el también pintor Es­plandiú describe como sigue: "La tobillera a lo Penagos: perfil helénico, pelo tirante con moño tras de la nuca, barbilla en pun­ta, la figura menuda y la gracia de la tanagra. Las modistillasdel barrio de Salamanca, las ni­ñas bien de la Castellana, las castigadoras de Maxim's y las tanguistas de cabaré le copia­ban sus dibujos en sus per­sonas".
Y si el director José Luis Garci las equipara una a una con las grandes estrellas del ci­nemascope, Luis García Ber­langa confiesa: "Mi limpia en­trada en el mundo del erotismo se produjo de la mano de aque­llas mujeres que hacían fácil la inestable movilidad del desliz".
Porque, como descubre Ma­nuel Alcón, "la sabia caricia del lápiz caldea la forma, la media es filtro no del pecado, sino de la gloria, y en esa sabrosa y fina robustez van a encontrarse las miradas con alma del rico, del pobre, del joven transeúnte". Y tiene razón Edgar Neville cuan­do apunta: "La mujercita de Penagos enseñó a las españolas a no ser gordas, les hizo cam­biar los cánones de belleza y bajaron las farináceas en el mercado. Resultaba que a los hombres les gustaban más las chicas de Penagos, sonrientes, ondulantes, prometedoras y con sex appeal, que entonces se llamaba de otro modo. Al mis­mo tiempo, a los hombres espa­ñoles se les pasó la manía de asesinar a sus adúlteras, se con­vencieron de que beber un vaso de leche fría no era de afemina­dos y fueron dejando el culto que sentían a ciertas ordinarie­ces y que eran fruto del lugar común. Fue, por tanto, uno de los que más contribuyeron a hacer la vida en España más amable, más riente, más tole­rante y más fácil a los que llega­mos después".
Curiosamente, Penagos no se internó jamás, que se sepa, por los vericuetos de la porno­grafía; sus dibujos —que cuan­do eran excesivamente pícaros firmaba con el seudónimo de Zala, primera parte del apellido materno, Zalabardo— son re­flejo de un erotismo dulce, como de primera mano en las gracias de la sensualidad.


"Cualquiera aspiraba a echarse a una de aquellas chi­cas de novia", afirmaba Julio Camba, "excepto él...", porque a Penagos, a quien sus amigos descubrían de pronto en su condición de hombre casado, en 1924 —justo cuando dibuja­ba, en opinión de su hijo Rafael, sus chicas más guapas— le na­cieron, con tres cuartos de hora de diferencia, dos gemelos: Ra­fael, el mayor, y el más peque­ño, José María. Y algo debió de pasarle a ese hombre que recor­daba que su infancia y adoles­cencia habían sido, en su casa, una interminable sucesión de alumbramientos de su madre —contó hasta 18— y de muer­tes de sus hermanas y her­manos.
Cambió desde entonces sus costumbres y ya no trasnocha­ba ni se adentraba más allá de las calles en las que estaban los cafés de sus tertulias. Dibujaba, eso sí, todavía más que antes.
Vivía la familia en la calle de Alfonso XII, en una torre que miraba a las verjas del Retiro, y allí, en una sala grande y above­dada, cuyo techo el propio Pe­nagos había pintado de azul no­che y cuajado de estrellas, tenía el estudio. Trabajaba muchas veces acompañado de sus hijos, desde por la mañana temprano hasta las dos y desde el desper­tar de la siesta hasta el desplo­me del atardecer. Él mismo se molía los colores, para que los rojos fuesen más puros; los amarillos, más limpios de bri­llo, y los azules, ya nocturnos, ya anunciadores del alba. Los niños veían, maravillados,cómo salían de las cartulinas blancas hadas, gnomos, casti­llos, caballos engualdrapados, brujos... Porque, además de in­ventar tanto en el terreno de la ilustración comercial, Penagos inventó en cantidad semejante en la ilustración de cuentos in­fantiles y novelas de adolescen­tes. Entre otros muchos famo­sos, los publicados por Saturni­no Calleja.
Años después, ya del todo consolidada su fama, premiado en la Exposición Internacional de París de 1925 y en la Ibero­americana de Barcelona de 1926, iniciadas sus colaboracio­nes en las grandes revistas ar­gentinas, que trasladaron su fama al otro lado del océano, Penagos se presentó, por esas cosas españolas de la estabili­dad económica, a oposiciones a cátedra de dibujo, en las que obtuvo el número uno. Fue pro­fesor en los institutos Veláz­quez, en el que coincidió con Gerardo Diego, y Cervantes de Madrid, y fue compañero, que no amigo, por diferencia de edad, de don Antonio Macha­do, quien iniciaba sus clases al llamado de "señores claus­trales...".
"Republicano sin partido ni carné", como le describen quie­nes fueron sus amigos, se trasla­dó a Valencia en el año 1937, en plena guerra civil. Ejerció de profesor del instituto Luis Vives y posteriormente del Instituto Obrero de la misma ciudad. Allí enseñó a su hijo Rafael, al que, ¡precisamente por alborotar en clase con una niña!, expulsó —una excepción en su vida aca­démica— del aula.
Al final de la guerra fue de­purado bajo las acusaciones de colaboración con la Prensa roja y amistad con Manuel Azaña y Rivas Cherif. No sufrió pena de cárcel ni otras contrariedades, pero la España que había salda­do la sublevación militar no se parecía ni de lejos a la España que, aun sin gustarle, la había precedido. Ya no quedaba lu­gar donde se amparase la dul­zura, ni vías para la pícara amabilidad, ni ocasión en la que aderezar elegancia a la be­lleza; cabe incluso que Penagos pensase que los únicos que se podían costear ciertos adita­mentos no merecían, ni de le­jos, su genio ni su apoyo. Dejó su Madrid de siempre y, ayuda­do por un hijo de Martínez Ani­do, el dibujante Baldrich, se trasladó a Barcelona, ciudad en la que ejerció breve tiempo su cátedra.
A los 58 años, cuando su hijo Rafael empezaba su carre­ra de actor de doblaje —"¡gana­ba", recuerda, "cuatro veces más que mi padre!"—, Penagos se embarcó camino de Chile, donde tenía buenos amigos y donde realizó sus obras de tema andino. Cinco años des­pués regresaría a España, "para morir, aunque él no lo sabía".


El Pais Semanal