lunes, 20 de febrero de 2012

MARIANO FORTUNY, EL ESPAÑOL ORIENTAL

La pintura del catalán Mariano Fortuny (1838-1874) estuvo prendida entre el encargo y la libertad creadora. Fue el joven maestro de lienzos orientales . Ahora, una exposición en Barcelona recuerda su obra.
Texto: Erika Bornay

 Jinete árabe. Patio de una casa de Tánger. Óleo sobre lienzo, 1867.


Cuando un día del año 1850 Mariá de les figuretes decide conducir a su nie­to de Reus a Barcelona, a Die, con unos documentos de pre­sentación para el escultor Do­ménech Talarn, a fin de hacer de él "un pintor", poco podía imaginarse que aquel niño de sólo 12 años iba a convertirse en el artista catalán más inter­nacional y adulado de su siglo. Pero es en la intuición y en la decidida actitud de su abuelo, conocido con aquel sobrenom­bre por ganarse la vida repre­sentando escenas históricas en un teatro ambulante de figuras de cera, de donde arranca la fulgurante carrera artística de Mariano Fortuny (Reus, 1838- Roma, 1874).
Sin embargo, en, la actuali­dad se desconoce, o casi nadie recuerda, la enorme repercu­sión y el impacto que produjo su obra, no sólo en el ámbito europeo, sino incluso en el de Estados Unidos, donde, como señala E. J. Sullivan en el catá­logo de la exposición que se inaugura el próximo día 18 en la Caixa de Pensions de Barcelo­na, Fortuny fue una de las fuen­tes de inspiración de muchos artistas norteamericanos, cuyo interés por la obra del pintor catalán no decaerá hasta el se­gundo decenio del presente si­glo, muy en particular después de la inauguración en Nueva York, en 1913, de la célebre ex­posición del Armory Show, que introducirá en aquel país las úl­timas tendencias de la vanguar­dia europea.
La respuesta a este desasi­miento por la obra creacional de Fortuny hemos de hallarla probablemente en el hecho de que su prematura muerte (como Rafael, Giorgione o Watteau, todos fallecidos alre­dedor de los 35 años) le impidió desarrollar unas inquietudes artísticas que no lograron, sal­vo excepciones, traspasar el muro que el romanticismo fati­gado de la época había cimen­tado en muchos ambientes ar­tísticos europeos, y desde luego el de Italia, primer país extran­jero en el que Fortuny residirá y continuará el período de forma­ción iniciado en Barcelona. El joven pintor llegará a aquella nación a principios de 1858, cuando Courbet ya había reali­zado sus obras realistas más combativas. Pero Italia, igno­rando el mensaje vivificador del pintor francés y los otros realis­tas, seguía practicando la pin­tura de historia, con excepción de Florencia, donde precisa­mente por aquellos años se es­taba desarrollando el movi­miento de los macchiaioli, cuya orientación realista se oponía al de la desfalleciente poética ro­mántica, con la que dificultosa­mente luchaba un reducido nú­mero de artistas más inquietos y receptivos a nuevas formula­ciones plásticas que oponer a las conservadoras de su en­torno.
Pero Fortuny, después de su aprendizaje en la Academia de Bellas Artes de Barcelona, do­minada por la doctrina nazare­na que impartían Claudi Loren­zale y Pau Milá i Fontanals, noirá a Florencia, sino a Roma, con una beca de ampliación de estudios creada por la Dipu­tación Provincial de Barcelona y Bellas Artes, que ganará por unanimidad a los 19 años de edad.
El pintor, que llega a Italia lleno de entusiasmo y de ansias de aprender, copia cuadros de los maestros y acude a visitar las exposiciones de las acade­mias de Francia y de San Lu­cas, donde triunfaban los pinto­res de temas de historia Fran­cesco Hayez y Giovanni Carne­vali, conocido como 11 Piccio. Sin embargo, Fortuny se da cuenta pronto de que las exi­gencias artísticas que derivande su tipo de beca de estudios le impiden experimentar con nue­vos lenguajes. A impulsos de su inquietud decide matricularse en la academia Giggi, donde trabajará diariamente unas cin­co horas con modelos al natu­ral, y por su cuenta, en su domi­cilio, pintará acuarelas con te­mas de la vida cotidiana. Esta intensa dedicación al trabajo la interrumpe en ocasiones para acudir a las tertulias del café Greco, donde, junto con otros pensionados españoles —Vi­cente Palmaroli, Eduardo Ro­sales, Lorenzo Vallés ...—, se reúne con artistas y pintores re­sidentes en Roma.



 La libélula. Óleo sobre lienzo, 1866-1867.


 Adelaida del Moral d´Agrassot. Acuarela sobre papel, 1874


A punto ya de finalizar su  beca de estudios en Italia, un nuevo e inesperado aconteci­miento hallará un trascenden­tal eco en su expresión artística. El 10 de enero de 1860, la Dipu­tación Provincial de Barcelona le encarga la realización de cua­tro cuadros grandes y seis me­dianos sobre "los aconteci­mientos más memorables de la gigantesca lucha" que tiene lu­gar, en África del Norte entre el Ejército español y el marroquí. A tal fin, la diputación le ofrece un crédito y cartas de recomen­dación para los generales O'Donnell, Ros de Olano y Prim. Fortuny acepta, regresa a España y, junto con Jaume Es­criu, se embarca a las pocas semanas en el puerto de Barcelo­na rumbo a Marruecos.
La experiencia africana se revelaría altamente estimulante para sus inquietudes plásticas. La luz y la gran riqueza cromá­tica de aquellas tierras impre­sionaron el ojo sensible de For­tuny como en 1832 deslumbra­ron la mirada de Delacroix. Aunque por las exigencias del encargo se veía obligado a to­mar notas y a ejecutar dibujos de los acontecimientos bélicos, su verdadero interés se dirigía hacia las escenas de la vida a su alrededor, con las calles abiga­rradas de gente, luz y exotismo. Los apuntes de los viajes que Fortuny realizó en África seránla clave de toda su obra orien­talista.
El cuadro más famoso de su estancia en Marruecos es el ti­tulado La batalla de Tetuán (1863), que hace referencia a la expugnación de un campamen­to marroquí, el 4 de febrero de 1860, por las tropas españolas, entre las que aparecen las figu­ras de los generales O'Donnell y Prim. Este enorme lienzo, para el que Fortuny se inspiró en la famosa obra La batalla de Smalah d´Abd-el-Kader, del pin­tor francés Horace Vernet, des­taca por su vibrante dinamismo y el rico cromatismo de la com­posición. Otra obra muy cono­cida en aquel período, y tam­bién, como la anterior, en el Museo de Arte Moderno de Barcelona, es La odalisca (1861), un tema muy recurrente desde el primer Ingres y uno de los que, bajo su apariencia exó­tica, canaliza el erotismo de la doble moral burguesa del siglo XIX.
Posteriormente, en un viaje a París, Fortuny admiró no sólo la obra de los grandes orienta­listas, sino también la pintura de los tableutin, pequeños cua­dros de gabinete con escenas costumbristas, tratadas con gran minuciosidad y muy en boga en aquella época. Meisso­nier, un artista francés que, como Fortuny,




 Odelisca. Óleo sobre lienzo, 1862 (Cuadro incompleto)


conoció en vida un éxito triunfal que le ha sido negado por la posteridad, era uno de los grandes virtuosos de este género que entusiasmaba a los coleccionistas.
Mariano Fortuny, impulsa­do tal vez por motivos eco­nómicos o por esa personalidad artística contradictoria que le caracterizó, se dejó seducir por las exigencias —y gratificacio­nes— del gusto de los compra­dores y marchantes, y en 1863, influenciado por los temas de Meissonier, y posiblemente por los de II Piccio, que con pince­ladas ligeras y veloces evocaba escenas y ambientes del rococó, iniciará su pintura de casacóncon el cuadro El coleccionista de estampas, de la que existen tres versiones, la primera de 1863. Este tipo de obras, junto con las de temática oriental, le otor­garon gran renombre, que se consolidaría a nivel internacio­nal con la célebre exposición de 1870 en la más importante gale­ría de París.
La década de los sesenta fue para Fortuny un período de im­portantes acontecimientos y de gran actividad profesional. En una carta a su amigo el pintor Tomás Moragas escribe: "Ten­go un frenesí, un furor para pro­ducir, y ¡quién sabe lo que seré...! ¡¡¡Paciencia!!!".
En aquellos años investigaen el campo de la acuarela y en el del grabado al aguafuerte, técnicas en las que asimismo se revela con unas dotes excep­cionales. En 1866 cierra un im­portante contrato con Adolphe Goupil, un reputado marchan­te parisiense. Fortuny se com­promete en este contrato a en­viarle durante un año un deter­minado número de obras, reci­biendo como contrapartida económica la cantidad de 24.000 francos oro. (La desa­zón y el disgusto que más ade­lante le producirán los com­promisos adquiridos con Gou­pil son paralelos a los de Goya en relación con su contrato para ejecutar cartones para tapices. Como éste, Fortuny se quejará: "Ya estoy harto de pintar moros y de tanta casaca. Quiero pintar como me dé la realísima gana".)
En 1867, el pintor contrae matrimonio con Cecilia, la hija mayor de Federico de Madra­zo, máximo pintor oficial de Es­paña, quien tiempo atrás, y mo­vido por su admiración, le ha­bía abierto su estudio madrile­ño. Durante su estancia en la capital, Fortuny ejecutó en el Museo del Prado copias de Ve­lázquez y Ribera (véase la in­fluencia de este último en Viejo desnudo al sol, 1173), pero sobre todo le impresionó Goya, y de nuevo escribe a Moragas:


 La carrera de la pólvora. Óleo sobre lienzo. 1863.



Mercader de tapices. Acuarela sobre papel, 1869 



"¡Hoy, con lo que he visto de Goya, estoy nervioso! ¡Si vieras qué cosas...! Cada día voy co­nociendo más que hay mucha afinidad entre lo que él buscaba y yo busco".
Esta admiración por el que bien se puede considerar inicia­dor de la pintura moderna se refleja en la famosa pintura so­bre tabla La vicaría (1870; exis­te otra versión anterior, realiza­da en 1867). Escena goyesca dentro del género de tableautin, el cuadro es un prodigio de eje­cución y muestra la variedad y riqueza de recursos del artista. La idea le surgió a Fortuny cuando realizaba las gestiones de papeleo previo a su boda.
Para su realización utilizó a su esposa, a varios familiares e in­cluso a Meissonier. La escena representa el interior de la vica­ría de una vieja iglesia españo­la, donde los componentes de una boda popular acuden a la firma del compromiso de matri­monio. En esta obra asombra la unión del detalle preciso y justo en figuras y objetos con la fres­cura y ligereza de ejecución en un tamaño tan pequeño (60 por 94 centímetros).
La admiración del público y un elogiosísimo artículo que Théophile Gautier escribió so­bre la obra contribuyeron a au­mentar el prestigio de Fortuny, que empezó a ser conocido in­ternacionalmente simplemente como el maestro.
Otra etapa importante para la carrera del artista fue su viaje y estancia en Granada en 1870, donde pinta paisajes llenos de luz en busca de esa modernidad que anhela reflejar en sus obras, pero su pincel, que desea liberarse, tiene que someterse a los compromisos previamente adquiridos con Goupil y el nor­teamericano W. H. Stewart, que siente ahora como barreras a sus inquietudes plásticas que progresivamente, se le van im­poniendo con más y más fuerza.
Finalmente, pero sobre todo el último año de su vida, Fortunyempieza a sentirse artísticamen­te liberado. En Porticí, en el golfo de Nápoles, donde se instala con su familia, aparece exultante. Allí pinta con plena libertad la vida a su alrededor, el mar, la playa. Será su época más fecunda. El 5 de septiembre de 1874, dos me­ses antes de morir, escribe a un amigo: "Había cosas buenas en mis cuadros, pero como estaban destinadas a la venta, no tenían el cachet de mi individualidad (pequeña o grande), forzado como estaba en transigir por el gusto de la época. Pero ahora, heme aquí ya lanzado; puedo pintar para mí, a mi gusto, todo lo que me plazca. Esto me da es­peranzas de progresar y mos­trarme en mi propia fiso­nomía...".
Precisamente un tiempo an­tes había tenido oportunidad de contemplar en una exposición la pintura de Renoir, uno de los maestros del impresionismo, y resulta altamente significativo que, entre los grandes nombres que allí exponían, sólo éste le in­teresó realmente. En sus últimas obras, Fortuny rehúsa, ya sin ti­tubeos, pintar temas neorromán­ticos y de casacón, y rechaza el preciosismo y la brillantez minia­turista. Busca el predominio de lo pictórico sobre lo narrativo, y pone el acento en los valores plásticos y en expresar aquella luz que descubrió en Marruecos, con pinceladas lumínicas, de mancha, atenta sobre todo a captar sintéticamente las masas cromáticas.
Su obra gráfica fue muy apreciada por sus contemporá­neos y pasó rápidamente a for­mar parte de importantes co­lecciones particulares, así como de bibliotecas y museos tanto de Europa como de Estados Unidos. Ciertamente, y como pone de relieve Rosa Vives en un artículo aparecido en la re­vista Serra d'Or con el epigra­mático título Fortuny gravador. Un avantguardista del vuit-cents, después de Goya, a quien mu­cho le debe en este campo, y an­tes que Picasso, Mariano For­tuny destaca como un artista paradigmático del grabado ori­ginal en España, no sólo por la maestría, espontaneidad y li­bertad de su trazo, sino por el carácter experimental en su tra­tamiento del aguafuerte, por su afán investigador en los aspec­tos formales y de textura de muchos de sus grabados, que parecen intuir el trabajo de los norteamericanos Mark Tobey y Jasper Johns.


Fragmento de Fantasía árabe. Óleo sobre lienzo, 1866


El Pais Semanal

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