viernes, 28 de octubre de 2011

Quino en El Pais Semanal (y sigo más)













Peter Beard: El aventurero salvaje


Adicto a las drogas, las mujeres hermosas, las deudas, las fiestas y la naturaleza en estado salvaje, el fotógrafo Peter Beard, 58 años, y sus imágenes y collages son objeto de una retrospectiva en París.
TEXTO: JUAN CABESTRAN
FOTOGRAFÍA: CHRISTOPHE KLAUKE




El mito de Peter Beard, neoyorquino de buena familia –su abuelo inventó el esmoquin– y educado en la Universidad de Yale, comenzó a gestarse en una de las salas principales del Museo de Historia Natural de Nueva York. Allí, un Beard en pantalones cortos quedó atrapado por la visión, imponente y misteriosa, de un grupo de elefantes africanos disecados, y allí mismo se hizo la promesa de conocer a esos animales en su há­bitat. Cumplió su sueño a los 17 años, cuando la llamada de la selva se impuso a la de la campana de comienzo de las clases.



 África en el corazón
Beard, escribiendo sus diarios, bajo un cactus que plantó en su primera visita a Kenia, hace más de 40 años.


La cara de modelo y el cuerpo de atleta del fotó­grafo estadounidense Peter Beard, de 58 años y ahora objeto de una retrospectiva en París, se han ido curtiendo con las embestidas del tiempo y de los elefantes. Es uno de los últimos grandes aventureros. Como él mismo escribió: "La naturaleza ha previsto que los individuos mueran, pero que las especies y los ciclos pervivan".
Adicto a las drogas, las mujeres hermosas, las fiestas y las deu­das, aventurero, sátiro, suicida, egoísta recalcitrante, niño eterno y representante de un tipo de masculinidad políticamente incorrecta, Peter Beard fue acertadamente descrito en una frase por Bob Cola­cello, antiguo director de la revista Interview: "Medio Tarzán y me­dio lord Byron", decretó. Newsweek le llamó "Tarzán con cerebro".
Enganchado desde su primera visita al continente africanc como a una droga dura, vivió desde entonces en Nairobi (Ke­nia), donde se instaló en 1961. Y lo hizo en Hog Ranch, una propiedad adyacente a la granja donde había vivido Karen Bli­xen antes de convertirse en la escritora Isak Dinesen. Dinesen y Beard, que se conocieron en Dinamarca, compartieron la pasión por el problema de la destrucción africana hasta el punto de que la escritora le dijo en una ocasión: "Pocas cuestiones me han conmovido tan profundamente como tu epitafio a la vieja Áfri­ca que estuvo tan cerca de mi corazón".
Se refería Dinesen al ambicioso volumen publicado por Beard en 1965, The end of the game: The last word from paradise, una compilación de textos ecológico-filosóficos sobre la exploración de África, la caza y la extinción de los elefantes, que el fotógra­fo utilizó como metáfora del deterioro de la vida humana en el planeta. Las impactantes series de fotografías en blanco y negro de cientos de piezas de caza abatidas y elefantes muertos en des­composición en el Parque Nacional de Tsavo se cuentan entre las más representativas de Beard. "¿Cuándo aprenderemos que, sencillamente, somos demasiados; demasiados homo sapiens in­genuamente adaptables, vorazmente destructivos, hambrientos, fornicadores, recaudadores, inventores de excusas?", se pregun­taba Beard en The end of the game, título que puede significar el fin del juego o el fin de la caza y que relata la crónica de su particular viaje al corazón de las tinieblas.



 Beard se dirige al almacén de provisiones Karen Blixen.


Y si la vida de Isak Dinesen llegó a popularizarse en el cine por vía de Meryl Streep y Robert Redford en Memorias de Áfri­ca, la de Beard, que tuvo en su juventud aspecto de galán ange­lical y hoy es un perfecto ejemplar de hombre marlboro, es una existencia que está a la altura de cualquier prodigio de la imaginación. Al tiempo que preparaba The end of the game a comienzos de la década de los sesenta, Beard inició también la que sería otra de sus largas obsesiones: coleccionar dibujos, palabras, fragmentos orgánicos e inorgánicos y recuerdos cotidianos en una serie interminable de diarios multimedia compuestos a la luz de la luna que se filtraba por la lona de su tienda de campaña en Hog Ranch (esta afición la imitó luego con gran éxito Andy Warhol, quien documentó de este modo no el hormiguero africano, sino el neoyorquino). Beard vivió también en Uganda, estudiando a los hipopótamos, y de regreso a Kenia, entre 1966 y 1968, dedicó su atención a los cocodrilos del lago Rudolph. Escribió más libros sobre Isak Dinesen y sobre África, recurriendo a un tono profético sobre la debacle de la superpoblación mundial como interminable hilo conductor, y además tuvo tiempo para ser fotógrafo en las mejores revistas de moda del mundo, exponer con regularidad, descubrir a Imán –la modelo que más tarde se casaría con David Bowie– y desplegar una curiosa red de rela­ciones con los más notables miembros de su generación a lo lar­go de sus continuos viajes por el mundo.




 Uno de sus "collages" africanos


 Recopialndo recuerdos para sus diarios: calaveras de rodeodores, piedras, titulares de periódicos, huesos, manchas de sangre... La revista Newsweek le bautizó como "Tarzán con cerebro".


Fue un personaje recurrente en los diarios de Andy Warhol y en las noches" alcohólicas y alucinadas del Manhattan de los años setenta, y su mansión en Montauk, la localidad más selec­ta de Long Island (Nueva York), fue un punto de encuentro in­dispensable para famosos de la época, desde Mick y Bianca Jagger hasta Elizabeth Taylor, Candice Bergen, Lee Radziwill o Carole Bouquet. Long Island supuso también su entrada en con­tacto con la dinastía Kennedy. La estrecha amistad que Beard entabló con Jacqueline después de la muerte de JFK le valió para alternar con la ex primera dama y con Aristóteles Onassis en Grecia. Jackie fue, en realidad, quien le regaló su primer diario, forrado en cuero. Beard hizo de canguro de Caroline y John John en más de una ocasión y en su cuarto de baño todavía cuelgan sus dibujos infantiles. Mientras, por su campamento de Nairobi pasaban a visitarle amistades de otras familias notables de Esta­dos Unidos, como los DuPont, Mellon o Rockefeller. Aparte de su fama de mujeriego empedernido y atleta sexual, estuvo casa­do con Minnie Cushing, con la actriz Cheryl Tiegs y con Naj­ma Janum, una heredera de la nobleza de Afganistán con quien tuvo una hija, Zara, que ahora tiene ocho años.
Su amigo Francis Bacon le retrató más de 30 veces: "A veces encuentro a Picasso demasiado frívolo", ha dicho Beard. "Era un genio que todo lo hacía con facilidad. Bacon, en cambio, poseía una concentración demoníaca. Sólo una vez me he sentido a su altura; cuando comí champiñones alucinógenos"
"No soy un planificador. Nunca he tomado una decisión so­bre nada en mi vida. Lo bueno que tiene África es que puedes escaparte para siempre", dijo Peter Beard a Vanity Fair en un artí­culo revelador donde algunas de las personas que han pasado




 Peter Beard en su tienda de Hog Ranch, rodeado de objetos personales.


 Bañandose en una de las tiendas de Hog Ranch.


por el torbellino de su vida le delatan también como irresponsable, endeudado hasta las cejas y egoísta brutal, aparte de falsificador de arte masai y adicto a la marihuana, los alucinógenos y la cocaí­na para escapar de una realidad con la que casi nun­ca estuvo satisfecho. Beard se ha definido a sí mis­mo como un fotógrafo que reniega de la fotografía (odia el exceso de tecnología que se interpone entre el ojo y el objeto) y como un artista que trata de es­capar del arte.
En su sempiterno argumento ecologista, Beard se ha quejado también de la forma en que el con­servacionismo ecológico, en su vertiente sentimen­tal-caritativa (que asocia a "ricos de Park Avenue con perros pequineses"), y la vulgarización de la caza, el turismo y la aventura han dado al traste con su visión de una naturaleza incorrupta y romántica. "Ahora mismo", escribió en 1988, "humanos y animales están rompiendo literalmente la columna vertebral de la naturaleza".
El pasado mes de septiembre, cuando se encontraba en plena sesión de fotos en la frontera con Tanzania, una elefanta embis­tió contra Peter Beard y le aplastó contra el suelo, abriéndole la pantorrilla y provocándole una fractura quíntuple en la pelvis. Le salvaron milagrosamente en el hospital de Nairobi. El accidente, del que todavía convalece, estuvo a punto de convertirse en la metáfora perfecta para el fin de Beard: literalmente aplastado por su propia pasión. Pero en un mundo de medias tintas, Beard so­brevivió para declarar otra vez que es "la persona más irrespon­sable que se pueda conocer", prometiendo con ello muchos años más de una fructífera existencia al límite.


 Preparando una nueva sesión de fotos. Aparte de publicar sus reportajes en las mejores revistas del mundo, Beard ha encontrado tiempo para escribir varios libros, defender la naturaleza, exponer su obra, descubrir a la modelo africana Imán y cultivar amistades que van desde Francis Bacon hasta Warhol o los Kennedy.

Originales, los diarios de Beard relatan sus vivencias cotidianas y agrupan todo tipo de objetos.

jueves, 27 de octubre de 2011

Vázquez

El dibujante sin vergüenza



Texto: Ramón de España
Fotografía: Francisco Ontañon

 Manuel Vázquez empezó a dedicarse al humor en el útero de su madre. O eso mantiene él cuan­do se le pregunta en qué momento se le despertó la vocación por el dibujo y la risa. De hecho, Vázquez se considera un humorista nato, que llegó a dibujante un poco por casualidad. A sus 60 años, no descarta iniciar una carrera de nove­lista, mientras pone en marcha un nuevo perso­naje para el Pequeño País y sueña con que se lleve a la práctica un proyecto que le hace es­pecial ilusión: una serie para televisión, cen­trada en su apasionante, agitada, divertida y caótica experiencia vital.
Manuel Vázquez es un clásico en vida del tebeo español. Nació en Madrid en 1934, en el seno de una familia en la que, a pesar de arras­trar un título nobiliario, no había ni un duro. Cuesta creer que por las venas de este sujeto de mirada entre torva e irónica y colosal barri­gón corra sangre azul, pero eso es lo que hay, aunque él sea el primero en no concederle al asunto excesiva importancia: "Mis abuelos te­nían una sastrería que trabajaba para la Casa Real. Lo debían hacer muy bien, porque les cayó un título de conde. Lo malo es que el tí­tulo es lo único que nos dio el Rey: yo hubiera agradecido que llevara puestos algunos terre­nitos o alguna bicoca, pero nada de nada. Nos soltaron el título de conde, como se lo solta­ron a Adolfo Suárez... O sea, que a mi padre, que debía ser conde en segundo grado o algo así, le tocó ganarse la vida trabajando en la Renfe. Eso sí, el hombre tenía buenas compa­ñías. Era amigo de Jardiel Poncela, que era un tío estupendo y uno de mis dos primeros maestros en el terreno del humor. El otro fue Wenceslao Fernández Flórez, un tipo tan ge­nial como olvidado en la actualidad".
Para tener contenta a su familia, Vázquez cursó estudios de delineante y aparejador, pero a la que pudo se dedicó a lo que realmen­te le interesaba: el humor. Empezó a colabo­rar desde Madrid para revistas barcelonesas y a principios de los cincuenta, sin cumplir los 20 años, se trasladó a Barcelona. Eran los
tiempos en que la hoy extinta Editorial Bruguera constituía todo un imperio en el ámbito de la prensa
para adolescentes.
"Mi llegada a Barcelona fue tristísima", re­cuerda Vázquez. "Hacía un día asqueroso, gris y lluvioso. En las inmediaciones de la es­tación de Francia, unos cuantos individuos, con bastante mal aspecto, cantaban las exce­lencias de las pensiones que les pagaban. Así empezó mi relación con Barcelona, que aún dura. Y puedo decirte que me encanta Catalu­ña, a pesar de los catalanes... Porque, chico, las cosas han mejorado, pero en aquella época ser de Madrid en Barcelona equivalía a pasar­las canutas. Tenía la impresión de que yo, como madrileño, era el responsable de todos los males seculares de Cataluña. Yo tenía la culpa del franquismo, de la represión, de todo lo que te puedas imaginar.






Todo el mundo hablaba en catalán, nadie me hacía ni puñetero caso, y me sentía como un apestado".
Manuel Vázquez, como bien saben los que le conocen, no es alguien que se amilane en un ambiente hostil. Así pues, no tardó en incorporarse a la plantilla de dibujantes de Editorial Bruguera: "El sistema de trabajo era bien curioso. En vez de dejarnos dibujar en casa, nos metían a todos en una especie de hangar en el que ejercíamos de esclavos de la historieta. Era un concepto oficinesco del medio, que a algunos les cuadraba bien, pero que a mí me sentaba como un tiro. Controlándolo todo es­taba el inefable señor González. El señor Bru­guera iba de respetable burgués catalán y no se rebajaba a tratarse con la chusma que tenía a sus órdenes. Así que se buscó un capataz de confianza, que era el amigo González. Este González era, pues, una especie de Robespie­rre, de Rasputín que lo controlaba todo y que ejercía de padre de todos nosotros. A veces iba de benévolo, a ratos pegaba alguna que otra bronca... No es que ahora esto de los tebeos sea un chollo, pero entonces pringabas mucho más... Yo nunca he sido un pesetero. Si no ga­naba lo suficiente con las historietas, ya me buscaba la vida en otros asuntos". Esos otros asuntos podían ser realmente variopintos: "Yo he hecho decorados para el teatro, he trabajado en cine, he vivido de las mujeres, he hecho de macarra..., cualquier cosa que te imagines".

Este superviviente profesional no ha tenido ningún empacho en aplicar a los editores el mismo trato que, en su opinión, le habían aplicado a él: "Uno de los principales problemas de la historieta en Es­paña es que los editores son burros, ruines y mezquinos. Lo de Bruguera era esclavismo. ¿Pero qué decir de lo de El Barragán, esa re­vista que se montó el humorista del mismo nombre y que cerró hace unos meses, dejando a un montón de gente en la calle? Yo a ese Ba­rragán voy a llevarlo a los tribunales. Yo a los editores les he hecho trastadas, de acuer­do, pero ellos me las habían hecho a mí pri­mero".

El creador de la Familia Cebolleta, Las hermanas Gilda o Anacleto, agente secreto, co­lecciona anécdotas personales que son ya del dominio público. Una de las más conocidas es aquella en la que Vázquez, para conseguir co­brar, entregó como terminadas decenas de pá­ginas que sólo tenían dibujada la tira superior. Vázquez no ha tenido el menor empacho tampoco en convertirse a sí mismo en personaje de historieta. En ese sentido, su último álbum, Vázquez, agente del fisco (en el que nuestro hombre es atrapado por el Ministerio de Hacienda y obligado a convertirse en funcionario del mismo si no quiere ir a la cárcel) resulta paradigmático. Para Vázquez, las lecturas sociológicas que han hecho los críticos de sus historietas y de esa entelequia llamada escuela Bruguera, son una pérdida de tiempo: "Para empezar, nada de lo que hacíamos era origi­nal. Todo estaba copiado de lo que publicaba en Argentina la revista Rico Tipo. Para conti­nuar, nadie se consideraba un artista y todo el mundo trabajaba por cuestiones meramente crematísticas. Y para acabar, la censura impe­día cualquier tipo de creatividad. Sufrías cua­tro tipos de censura: la tuya, pues había que ser tonto para hacer cosas que no se iban a publicar y, por tanto, no se iban a cobrar; la censura propia de la editorial; la censura particular del señor González, y la que afectaba a todos los españoles. ¿Tú crees que en esas condiciones se podía construir una obra coherente y todas esas chorradas que han dicho los críticos...? Y lo malo es que cuando se acabó la
censura prosperó un humor de culo, teta y coño, que tampoco nos ha llevado a ninguna parte. Vivimos malos tiempos para el humor".

La censura de la época no llevó, sin embar­go, a Vázquez a planteamientos políticos de ningún tipo: "Yo soy un superviviente y un enamorado de la vida. Yo soy feliz con el franquismo, sin el franquismo, con la demo­cracia, con los comunistas, con lo que me echen... Cuando mis compañeros estaban ahí tirados, en el hangar de Bruguera, haciendo el oficinista, yo andaba de farra.

Si algo desconoce Vázquez es el concepto norteamericano de la corrección política. Así habla de las mujeres: "Son inaguantables y maravillosas al mismo tiempo.Y también muy primarias y muy retorcidas. Tú quedas con una tía en un bar y sabes que nunca llegará directamente desde su casa, sino que dará un rodeo y se comerá el coco con cien cosas que no vienen a cuento. Lo que pasa es que la hembra necesita al macho y viceversa. No hay nada más".

Esta actitud la matiza al ha­blar de su actual compañera, a la que adora y con la que vive junto a dos hijos de previas uniones del señor Vázquez. Un hogar que, cuando tuvo lugar esta conversación, tenía el teléfono cortado por impago: "La culpa es de mi hijo, que se pasa horas hablando y luego llegan unas facturas de aúpa. Yo le he dicho que, ya que trabaja de camarero en el Puerto Olímpico, que ahorre y que pague la factura. Yo paso".

Los dos hijos que viven con Vázquez son sólo una parte de los 11 que el Gran Moroso ha fabricado con cinco mujeres distintas. Los otros nueve andan perdidos por el mun­do. Vázquez cree que hay un par en Italia y otro en Francia, pero no está muy seguro. ¿Los echa de menos?: "Más bien no. No soy ningún padrazo. A veces me han presentado a alguno y he pensado: 'Qué majo, ya tiene 30 años y gasta bigote...'. El cariño lo da el roce... Además, aunque soy un vitalista, tampoco me parece ninguna maravilla traer hijos a un mundo que cada día está peor".

Su descreimiento no le impide crear per­sonajes infantiles como Mónica. Pero Váz­quez cree que hay una idea equivocada de la infancia: "Los niños son malos, traviesos, negativos, crueles, petardistas... Y así es como me gusta que sean. No hay nada peor que un niño blando, cursi y ñoño". 

Paisaje con vistas: El Siglo de Oro Holandés


TEXTO: FERNANDO HUICI

El holandés Aelbert Cuyp plasmó sus impresiones italianas en esta Vista de Dordrecht

 Elegir un tema como el del paisajismo holandés para esta gran exposición temporal, concebida y producida por el propio Museo Thyssen-Borne­misza, tiene, de hecho, un ori­gen obvio. No en vano una de las aportaciones clave con que los fondos del museo han veni­do a paliar ciertas lagunas de nuestras colecciones históricas estatales es precisamente la de obras de grandes maestros de la pintura holandesa del siglo XVII, entre las que se incluye un importante conjunto de pai­sajes de autores tan esenciales como Savery, Hercules Segers, Van Goyen, Breenbergh, Van der Neer, Post, Koninck, Cuyp, Wijnats, Van de Cape­Ile, Van de Velde, Hobbema o Ruisdael. Siete de esas obras se incorporan ahora a un conjun­to de otras 80 procedentes de museos y colecciones de Euro­pa y América, para desplegar ante nuestros ojos un minucio­so relato de la edad de oro del paisajismo holandés.
La principal virtud que se esconde tras lo que la historia­dora Svetlana Alpers ha defini­do con acierto como "el arte de describir" es la actitud del pai­sajista. El artista y su cliente compartían en aquella época un mismo interés hacia la vi­sión más fiel de las cosas con­cretas, hacia una mirada capaz de reflejar, con sincera y pers­picaz precisión, su entorno. El papel otorgado al conocimien­to empírico, el orgullo ante una tierra doblemente conquista­da, en pugna frente al mar y frente a los hombres, y el gusto por el disfrute de los parajes naturales, como antídoto fren­te a la laboriosa vida de las ciu­dades, son algunas de las claves sobre las que se edificará la gran moda del paisaje natura­lista holandés del siglo XVII.
El naturalismo no lo es todo en la pintura paisajística ho­landesa. Los holandeses tuvie­ron que ganar su libertad fren­te a las tropas imperiales espa­ñolas, y de la misma forma en que conquistaron tierras al mar mediante diques los pintores

El puente de piedra, que pintó Rembrandt, es una obra excepcional, un mero pretexto para desarrollar un sutil y magistral paisaje.

  tuvieron que afirmar su identidad frente a un adversa­rio. En ese sentido, encontra­ron su oponente principal en el peso de los modelos italiani­zantes, cuya influencia abre y cierra ese siglo de paisajes.Un lienzo como Paisaje con Mercurio, Argos e lo, de Abraham Bloemaert, evoca el pro­tagonismo en las primeras dé­cadas del XVI de los manieris­tas tardíos, desde una concep­ción del paisaje que elige mos­trar figuras mitológicas. Las pinturas de una generación
posterior, Paisaje fluvial italia­no con transbordador, de Jan Asselijn, o el encantador Joven pastor jugando con su perro, de Karel du Jardín, nos hablan de un cierto compromiso o, me­jor, de un mestizaje en el que las convenciones bucólicas del Sur se tiñen de la pudorosa sin­ceridad descriptiva gestada en los gustos del Norte.
Una voz distinta se incorpo­ra a ese diálogo con el óleo, Vista idealizada con ruinas ro­manas, esculturas y un puerto mediterráneo, de Bartholo­meus Breenbergh. El pintor ha situado en este paraje al Moisés de Miguel Ángel, entremezcla­do entre un grupo de despojos de la antigüedad clásica, equi­parando así a ambos arqueti­pos. No en vano su postura frente al naturalismo, defendi­da por muchos de sus compa­triotas, responde al modelo, muy común, reflejado en el tó­pico de una cita que Francisco de Holanda puso en boca del mismo Miguel Ángel: "En Flandes pintan sólo para enga­ñar el ojo externo, cosas que alegran y de las que no se pue­de decir nada malo. Pintan materias, ladrillos y argamasa, la hierba de los campos, las som­bras de los árboles, y puentes y ríos, lo que llaman paisajes, y figurillas por aquí y por allá. Y todo esto, aunque pueda pare­cer bueno a los ojos de algu­nos, en verdad está hecho sin razón, sin simetría ni propor­ción, sin poner cuidado en se­leccionar y rechazar".
Herederos en parte de la mi­nuciosidad descriptiva de sus antecesores flamencos —de he­cho, artistas flamencos, como Coninxloo o Savery, desplaza­dos por la guerra hacia las Pro­vincias Unidas del Norte, juga­rán un papel fundamental en la primera generación de paisajistas holandeses—, los repre- sentantes de esa escuela na-  turalista romperán, es cierto, con el idealismo implícito en el reproche   miguelangelesco; con  todo, la acusación relati- va a su supuesta renuncia   a toda selección y rechazo resulta, de todo punto, in- ' justa.
Precisamente, la apuesta de los paisajistas de la escuela ho­landesa se caracterizó por una
especie de naturalismo selecti­vo. Defendieron —y de ahí su modernidad— la conveniencia de ir a dibujar directamente ante el motivo, pero esos boce­tos del natural eran luego ree­laborados en el estudio como materia base de lienzos pinta­dos incluso años más tarde, en los que el artista no tenía em­pacho en reelaborar el conjun­to a su conveniencia, buscando una composición final más eficaz. Un ejemplo extremo nos lo proporciona, en este senti­do, el célebre Casas junto a abruptos acantilados, de Her­cules Seghers, donde edificios reales de la ciudad de Amster­dam han sido trasladados a un abrupto paraje fantástico.

 Jacob van Ruisdael pintó estos Barcos en el estuario del rio, en los que refleja la vida de los holandeses del siglo XVII. A la izquierda, La rendición del Royal Prince, de Willen van de Velde.

 El Paisaje con canal helado, patinadores y trineos, de David Vinckboons, evoca el ocio y los juegos de invierno.


Selectivo a la hora de esta­blecer un compromiso entre la observación objetiva y las pro­pias necesidades expresivas, el naturalismo holandés lo será también en lo relativo a sus te­mas. Pintan con fidelidad su entorno, pero no todo su en­torno. Surgen así, en la pintura de este periodo, ciertos asuntos y prototipos recurrentes, que constituyen, de hecho, auténticos subgéneros. Y con frecuen­cia, los artistas se especializa­rán, incluso de modo exclusi­vo, en alguno, de ellos. Vista de playa, de Adriaen van de Vel­de, nos acerca a uno de esos prototipos, en el que se refleja ya la idea de la playa concebida como lugar de esparcimiento y deleite.
Uno de los grandes ci­clos temáticos del paisaje holandés del XVII lo constituyen las escenas invernales. En la pareja de cuadros Verano e Invierno, pintados por Jan van Goyen, podemos rastrear los orígenes remotos del tema, vinculados a aquellos ciclos de las cuatro estaciones, asocia­dos a la cadencia de las tareas agrícolas y que se remontan ,hasta la pintura medieval. Con sesgos distintos, tanto Paisaje con canal helado, patinadores y trineos, de David Vinckboons, como Paisaje de invierno, de Esaias van de Velde, o Escena de invierno con patinadores cer­ca de una ciudad, de Hendrick Avercamp, evocan esa cando­rosa y sutil percepción del ocio y las tareas cotidianas durante la estación invernal, fruto de una mirada que tenderá a fun­dir progresivamente la suma de detalles anecdóticos en el flujo de una atmósfera global.
En pos de las modulaciones atmosféricas, que anteponen la captación de un ambiente sutil a la estricta suma de elementos, el paisaje naturalista holandés en­contró uno de sus recursos esen­ciales de lenguaje en el llamado tonalismo, esto es, en el uso de una paleta muy reducida, cerca­na a una monocromía básica,
donde la delicada riqueza de matices atmosféricos se obtiene mediante la variación gradual de las tonalidades. Paul Claudel, enamorado del paisajismo ho­landés, nos legó una memorable evocación de la naturaleza ínti­ma de ese lenguaje: "Era un pai­saje a la manera de Van Goyen pintado en un único tono, como con aceite dorado sobre lumino­so humo. Pero lo que me había sobresaltado en la distancia, lo que para mí hacia que ese con­junto amortiguado sonara como un clarín era, lo compren­dí en ese momento, ahí, ese pe­queño bermellón y, al lado, ese átomo azul, ¡un grano de sal y un grano de pimienta!".




 Hendrik Avercamp, uno de los pioneros del paisajismo holandés, recreó esta Escena de invierno con patinadores (1620).

Bartholomeus Breenbergh situó en Vista idealizada con ruinas romanas, esculturas y un puerto mediterráneo (1650) al Moisés de Miguel Ángel.


Con todo, el espíritu de esa gran edad de oro del paisaje ho­landés no alcanza su auténtica plenitud sino con el ecuador del siglo. Paisaje de bosque con un sendero sobre un dique, obra magistral de Meindert Hobbema, encarna con precisión la delicada complejidad de ese "estado de gracia". Entre los valores de esta obra se ha destacado con acierto el matiz que introduce la presencia del di­que, símbolo de un paisaje en el que lo natural ha sido redefini­do por el ingenio y el esfuerzo del hombre. Y en tal sentido, el tema puede interpretarse tam­bién como metáfora del propio naturalismo de la pintura ho­landesa, que toma fielmente como materia aquello que le es dado en la percepción de lo real, pero lo elabora más tarde en un artificio que contiene, en potencia, una dimensión más veraz.
Pero el auténtico gigante de la pintura holandesa de paisaje del XVII fue, sin lugar a dudas, el maestro de Hobbema, Jacob van Ruisdael. Practicó todas las modalidades del paisajismo de su tiempo, desde los panora­mas a las marinas. La exposi­ción del Museo Thyssen-Bor­nemisza incluye diez obras de Ruisdael. Entre ellas se en­cuentra la más célebre de lasvistas que el pintor realizó de El castillo de Bentheim. De nuevo, este lienzo nos remite a uno de los casos más conocidos en la manipulación del motivo. Situando el perfil del castillo sobre una cumbre mucho más elevada que la que en su ubica­ción real le sirve de base, el pin­tor obtiene un efecto de majes­tuosidad sin restar verosimili­tud al conjunto.
De la majestuosidad heroica de las vistas de Bentheim aldramatismo y melancolía de su periodo final, la inquietante personalidad de Ruisdael cons­tituye un caso aparte con res­pecto a esa objetividad placen­tera que fue norma en los pai­sajistas holandeses. Tal vez, en ese sentido, el alma compleja del maestro de Haarlem deba encontrar su equivalente en la visión turbulenta que de los pa­rajes naturales nos brindó otro de los grandes colosos de su tiempo, Rembrandt. De las contadas incursiones que Rem­brandt realizó en la esfera del paisaje, tan sólo ocho se consi­deran hoy como parte de su obra; una de ellas, El puente de piedra, mete de lleno al espec­tador, desde el combate de sombras y luz, en la amenaza de la tormenta.
Pero el Ruisdael que se labró un bien merecido prestigio entre la generación romántica a fuerza de pintar impetuosos torrentes está presente en la exposición del Museo Thyssen con tres lien­zos diferentes: Dos molinos de agua con una esclusa abierta, Vista de Haarlem con los campos de blanqueo y Barcos en el estua­rio del río nos hablan de un para­je fecundado por el ingenio del hombre, de la estampa de una ciudad orgullosa de la fama de sus paños y de esos caminos del mar en los que el comercio ex­tendía la fortuna de la república hasta los confines del mundo.


Paisaje Fluvial, de Salomon Ruysdael. Óleo sobre tabla fechado en 1645, mide 63 por 92 centimetros

'Glamour' dibujado para tiempos turbulentos

Una exposición recuerda al ilustrador de moda Carlos Sáenz de Tejada
M. JOSÉ DÍAZ DE TUESTA - Madrid - 26/10/2011 EL Pais




Trajes de cena

25-10-2011
Un desfile de modelos de Lanvin, Paquin, Alex Maguy y Robert Piquet, de 1933. Esta década dejó atrás las lentejuelas que inundaron los años veinte. Todo se paró con el crack del 29, pero el "glamour" nadie quería perderlo. Y llegó entonces una moda que se adaptaba a los tiempos, con más creatividad, donde ya se reciclaba un traje de día en uno de fiesta, y aparecían nuevos materiales sintéticos.




¿Abrigos? Helos aquí

ABC | 25-10-2011
Sale en noviembre de 1935, con modelos de Maggy Rouff, Lucile Paray, Lucien Lelong y Sciaparelli. "Son escenas casi cinematográficas en el sentido de ambientación, poses, decoración, que van más allá de la propia indumentaria", según la directora del Museo ABC, Inmaculada Corcho.



La mujer y la casa

BLANCO Y NEGRO | 25-10-2011
Es una ilustración de un modelo de Lanvin, de 1933, realizada por Carlos Sáenz de Tejada (Tánger, 1897-Madrid, 1958). El Museo ABC, que guarda unos 700 dibujos del autor, expone ahora 300 donde recorre la década de los treinta que revolucionó el mundo de la moda e inauguró un nuevo papel de la mujer en la sociedad.



El picante en los trajes de sastre

25-10-2011
Así tituló Sáenz de Tejada esta ilustración con dos modelos de Schiaparelli y de Jenny, de 1935. Con Elsa Schiaparelli (1890-1973), que fue la otra gran revolucionaria del diseño, Coco Chanel rivalizó por algo más que el trono en el olimpo de la moda. Algunas de sus disputas también tuvieron su origen por alguno de sus amantes.



Más modas

BLANCO Y NEGRO | 25-10-2011
Modelos de Chanel y Molyneux, de 1934. Surge la figura mítica y la más poderosa de la industria de la moda. Coco Chanel despojó a las mujeres de sus corsés y del recargamiento y lo cambió por prendas cómodas, de líneas rectas, pero sin perder la elegancia. Al contrario. Fue la reina que disputó el trono a otra diosa, Elsa Schiaparelli. Su rivalidad fue feroz.


Modas

BLANCO Y NEGRO | 25-10-2011
Portada para el suplemento Blanco y Negro del 24 de mayo de 1936. Son modelos de Chanel y Le Monnier. En esas fechas, el autor ya había vuelto a España, donde le cogió la Guerra Civil, pero seguía viajando continuamente a París donde se centraba todo su trabajo en revistas como Vogue Harper's Baazar.



En una reciente edición del Vogue estadounidense centrada en pieles y joyas, su poderosa directora Anna Wintour trataba de defender la pertinencia de tanto lujo en plena crisis: "Quieres creer apasionadamente en la necesidad de escapismo para crear algo que nos transporte a todos a un lugar mágico y ultramundano". Algo que podría explicar la aparición en París en los años treinta del siglo pasado -inmediatamente después de la otra gran crisis- de las grandes casas de moda, como Chanel, Lanvin o Givenchy. Aquel "microclima donde floreció la alta costura", como lo describe en el catálogo la periodista de The New Yorker Judith Thurman, fue minuciosamente documentado por el ilustrador Carlos Sáenz de Tejada, a quien el Museo ABC dedica una exposición.

La elegancia del dibujo. Crónica de París, de Carlos Sáenz de Tejada recorre, a lo largo de 300 dibujos, la historia de esa época de turbulencias y penalidades que, sin embargo, dio un vuelco al mundo de la moda. Se acabaron las lentejuelas de los locos años veinte, pero el glamour se resistía a morir. Aparece la gran revolucionaria de la moda, Coco Chanel, una rival muy poderosa para Elsa Schiaparelli, hasta entonces la reina del cotarro. Había otras, como Jeanne Lanvin, en ese mundo de hombres y mujeres elegantes y ambientes sofisticados.

Florecieron los desfiles, en cuya primera fila tenía su sitio Sáenz de Tejada, que trabajaba para Harper's Bazaar, Vogue y Femina, en París, y hacía su crónica ilustrada para el semanario Blanco y Negro y el diario Abc cuyo museo conserva, en total, unos 700 de sus dibujos. "La moda era una extensión de su vida y eso se refleja en sus ilustraciones. Son escenas casi cinematográficas en el sentido de la ambientación, los poses, la decoración, que van más allá de la propia indumentaria", explica la directora del museo, Inmaculada Corcho.

A través de la muestra se dibuja una época. "Los tejidos hechos a mano eran muy caros. Aparecen entonces los trajes de chaqueta de tweed, más funcionales, para una mujer que tenía que salir a la calle", señala la directora del museo. "Las carencias disparan la creatividad. Llega el reciclaje, un traje de día se recicla en uno de fiesta, y se empiezan a incorporar nuevos materiales sintéticos. Y toda esa revolución, él consiguió transmitirla".

La vida de Sáenz de Tejada (Tánger, 1897-Madrid, 1958) fue ajetreada y él ha sido poco conocido, quizás porque su adhesión al franquismo (del que luego se alejó) ocultó su valor artístico. Hijo de un diplomático destinado en la ciudad marroquí, salió para estudiar bellas artes en Madrid. Viajó mucho y en 1927 recala en París, el centro de las vanguardias, donde entra en contacto con el mundo de la moda. Ya casado, regresa a Madrid en 1933, pero no deja de viajar a París donde está la mayor parte de su trabajo. La Guerra Civil le coge en Madrid. "A partir de ahí", cuenta la directora del museo, "se centra como pintor vinculado al régimen franquista y trabaja para publicaciones franquistas. Sin embargo, en los años cuarenta empieza a no sentirse cómodo porque el régimen no respeta su obra, se desvincula del franquismo y muere en 1958 en Madrid". Pero su gran momento, según Inmaculada Corcho, fue esa década de los treinta donde, alejado de su pintura realista, se acerca a la ilustración de moda, "que es lo que más satisfacciones le dio".

lunes, 24 de octubre de 2011

Teoría de las Catástrofes: Balín y Balán por Max












Historietas aparecidas en las revistas TBO del nº1 al 7 de abril a junio de 1986

Mecedora Electrica de Ted Benoit







INTUICIONES DEL CAOS "Diez millones de muertos. El gas. Passchendaele. Dejémoslo ora en una cifra elevada, ora en una fórmula química, ora en relato histórico. Pero, querido lord, no el Horror lnnombrable, el súbito prodigio que se echa encima de repente sobre un mundo desprevenido. Todo los vimos. No se produjo innovación alguna, ni especial quebrantamiento natural, ni suspensión de los principios que nos eran familiares. Si sobrevino como una sorpresa para el público, entonces la Gran Tragedia es su ceguera, más que la guerra." Con estas palabras resume uno de los personajes creados por THOMAS PYNCHON el ineluctable proceso que sumerge al Universo en el Caos. La Catástrofe Inminente no debe ser recibida por el ser humano con las cejas arqueadas del asombro: el Fin no será más que la lógica consecuencia de la cadena de desastres que empezó con el mismo origen del Mundo. No es ninguna Conciencia Superior, omnipresente y benévola, quien rige nuestros destinos, sino la implacable ley de la entropía. Avanzando un poco más en las densas páginas de 'V"., la fundamental novela de PYNCHON, uno topa con la siguiente carga de verdad: "El único cambio es hacia la muerte. Decaemos al principio y decaemos al final". Superando las quinientas páginas, el novelista norteamericano compone una ramificada trama de controladísima estructura que le permite fabricar una reflexión total, en clave de ficción, sobre el Caos, uno de los conceptos filosóficos fundamentales en la segunda mitad de este siglo. Pero, aunque PYNCHON sea quizá quien ha formulado artísticamente estas ideas de forma más completa brillante, no ha sido el único. Varios son los individuos cabales que, en diversas obras más o menos inolvidables, han diseminado sus visiones del Caos a lo largo de los últimos años. Novelistas como KURT VoNNEGuT, compañero generacional del esquivo PYNCHON, o el afamado Jim Ballard han desarrollado una fértil trayectoria literaria con la Destrucción como una de sus primordiales constantes temáticas. Los japoneses, la única nacionalidad del planeta que ha visto el Horror Nuclear de frente, filtrándose por los poros de su piel y envenenando sus cromosomas, han construido una cultura popular, con Godzilla como emblema, alrededor del Holocausto atómico y sus secuelas. En el terreno del cómic, ALAN MOORE —quien, por cierto, cita a PYNCHON en el rincón de una viñeta de "V for Vendetta", ha flirteado repetidamente con el tema hasta dar de lleno en el clavo con los irrepetibles "Watchmen". Todas estas obras se sustentan, sin embargo, en una curiosa paradoja: siendo proféticas figuraciones del Caos, ocultan una construcción hecha de precisión y rigor. Los sistemas del pensamiento no son sino espejismos que difuminan la cruda verdad de la constante carrera hacia el Desastre. El Caos vence al Orden. Por eso, es en cierta medida un despropósito hablar del Caos a través de una arquitectura Impecable. Y ahí se plantea uno de los problemas básicos de la estética de nuestro tiempo: ¿cómo dar con la fórmula que permita transmitir fielmente la aniquilación del Sentido de la existencia sin sacrificar el sentido del discurso? Ante la irresolubilidad de la cuestión, las obras de estos autores aparecen como hermosísimos monumentos al fracaso, quizá magistrales sistemas pudriéndose en un mundo asistemático.






Con más astucia, o quién sabe si con mayor inconsciencia, en otros autores el Caos no parece haber sido el móvil de la creación artística, sino que se ha colado en los resultados como por casualidad. Y, en estos casos, el encuentro con el Caos ha sido bastante más espeluznante para el desprevenido lector ¿Quién esperaría encontrarse con verdades terribles en un tebeo de línea clara? ¿Quién está en guardia ante las imágenes del Desastre al abrir un álbum de la escuela franco-belga? Quizá por eso "La Estrella Misteriosa" alimentó durante tanto tiempo mis pesadillas infantiles. Un efecto igualmente desasosegante se dresprende de "LA MECEDORA ELÉCTRICA" de TED BENOIT.






A simple vista, Benoit parece un calígrafo seguidor de sus maestros, uno de tantos autores que, a principios de los 80, agarraron las convenciones del cine y la literatura popular para concebir una aventura distanciada, de esas que se miraban a los mitos de antaño por encima del hombro, con insolente desfachatez de moderno botarate. Nada más lejos de la realidad. El protagonista del relato, Ray Banana, ya aparece en la misma portada como un vulnerable tipo presa del desconcierto. Pocos autores de la generación de Benoit han resistido la tentación de trabajar con héroes de una pieza. En Este sentido, LA MECEDORA ELÉCTRICA es una obra ejemplar. El lector que hojee rápidamente el álbum creerá que ésta es una obra hecha de retales de film noir de los 50, un divertimento en el que se destilan centenares de influencias ajenas. Cuando se decida a leer el álbum, se encontrará con un producto eminentemente extraño: una obra de cristalina forma y tumultuoso fondo. Le parecerá al lector que tortuosos conductos subterráneos se entrecruzan entre las diversas viñetas del álbum, permitiendo que intermitentes ráfagas de sentido reaparezcan en el lugar más inesperado. Numerosos son los elementos que descolocarán al incauto comprador de este álbum.


En LA MECEDORA ELÉCTRICA se habla del Caos, de la entropía.

Aparece una secta de insensatos, o probablemente de iluminados, que leen la Historia de manera harto particular. El título alude a un cotidiano electrodoméstico de hipnóticas virtualidades.




Se sugiere en la trama que los ídolos públicos de nuestro tiempo —músicos de rock, astronautas rusos— podrían ser deidades involuntarias de alguna liturgia esóterica. Y el azar se revela como el motor de la acción: Ray Banana —un tipo entre despistado y oscuro que impide toda identificación con el lector— se equivoca de coche en una desafortunada noche y se ve abocado a una agitada historia que tardará en comprender. El azar determinará también la entrada de los variopintos personajes en el relato, como bien sugiere BENOIT al comienzo de cada capítulo.




Todo ello, además, transcurre en una tierra de nadie espacio-temporal más cerca de la fantasmagoría que de la recreación nostálgica. Como puede verse, confluyen en estas páginas demasiadas cosas raras para una simple aventurilla de línea clara. Mientras muchos de sus colegas perdían el tiempo escuchando papilla Tecno-Pop o deglutiendo daiquiris en la barra de un bar moderno, BENOIT creó LA MECEDORA ELÉCTRICA para demostrar que un inofensivo tebeo de línea clara podía ser buen receptáculo para algunas de las grandes cuestiones que atañen al hombre contemporáneo. Esta suma de detalles, estos destellos, estas intuiciones del Caos no deberían retraer, sin embargo, al futuro lector de esta obra. En LA MECEDORA ELÉCTRICA también se puede encontrar placer de lectura y una peregrina explicación final que aliviará a quien lo precise. LA MECEDORA ELÉCTRICA no es una de esas obras apocalípticas que he citado al principio. LA MECEDORA ELÉCTRICA es una obra que apuñala por la espalda.




JORDI COSTA

Sheherazade por Toppi























Ilustración COMIX Internacional nº15 febrero 1982