sábado, 23 de abril de 2011

Ignacio Zuloaga (1870-1945)


La figura de Ignacio Zuloaga (1870-1945) fue motivo de admiración y de
encendida polémica en el curso de su trayectoria artística. Muy pocos
pintores han ejemplificado como él una imagen de España tan sólida y
temporal. La gran muestra retrospectiva que se exhibe en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao hasta primeros de enero, y que recorrerá Europa y Estados
Unidos, devuelve a las distintas sedes de sus éxitos las obras que admiraron.
Texto: Mariano Navarro



Retrato de Azorín (1941)

"Entre las cosas fáciles, la más im­portante que podía intentar ahora el ministro de Instrucción Pública sería, en mi opinión, una Exposi­ción Zuloaga". Ésta era la pro­puesta, interesada y retadora, que lanzaba, en abril de 1910, José Or­tega y Gasset. Y algunos párrafos después añadía: "Esta petición tie­ne un sentido pedagógico, el mejor sentido, el más fecundo que puede tener una cosa. La peregrinación de los lienzos egregios con sus bár­baras figuras por las tierras casti­zas de donde salieron removerá muchos nervios enmohecidos, le­vantará disputas, quebrará putre­factas opiniones, clasificará algu­nos pensamientos, y en no pocas casas desespiritualizadas, recogi­dos los manteles tras la cena bru­talmente breve a que obliga el mi­nistro de Hacienda, se hablará de estética".
Ni hay ni ha sido iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública, sino de la nieta del pintor María Rosa Zuloaga y del Gobierno vas­co, la Exposición Retrospectiva dedicada a Ignacio Zuloaga, ni cabe hoy esperar alborotos de so­bremesa por esta invitación a con­templar, una vez más, los cuadros que pintó Ignacio Zuloaga. Y, sin embargo, a ese envite cabe sumarle la pregunta que arriesgaba José María Moreno Galván hace ahora más de 20 años. "Si la obra de Zu­loaga no hubiese tenido ninguna audiencia pública, si no hubiese despertado ningún tipo de adhe­sión, si fuese solamente la conse­cuencia excéntrica de un laborar particular y apartado, tal vez no necesitaría una nueva atención.
Pero la obra de Zuloaga no es sola­mente lo que ella es en sí misma, sino lo que ha significado, lo que ha representado para el inmenso público que constituyó su audien­cia y su clientela. La obra de Zu­loaga tuvo un éxito clamoroso en ambientes españoles y europeos. ¿Por qué? La respuesta puede que no tenga nada que ver con la histo­ria del arte moderno, pero, desde luego, tiene mucho que ver con la historia contemporánea de Es­paña".
Sobre su posible insignificancia histórica en los memorandos del arte moderno, incluso el propio pintor coincidiría con los críticos y los historiadores. Respecto a una crónica de lo que fue y dejó la mo­dernidad entre nosotros, el fondo de la cuestión Zuloaga sobrevive al canal de sangre que zanjó el en­frentamiento entre las respuestas que por españoles se le dieron.
Si en este declinar de la década que engulle las esperanzas y los sueños de dos siglos, una obra cali­ficada de menor, "colateral". ilu­mina todavía el interrogante que por haber existido plantea, es úni­camente, me atrevo


Gitana del loro o El desnudo del papagayo (1906)

a decirlo, porque ni durante el transcurso de aquel entonces ni en el olvido de ahora ha dado nuestro pensar con la res­puesta que haría ser a las cosas de forma diferente. La cuestión no ci­fra su clave en un modo de pintar, sino en una manera de mirar y en los discursos contrapuestos que contemplaron y contemplamos esa mirada suya.
Perteneció Ignacio Zuloaga, nacido en Éibar el 26 de julio de 1870, a una familia dedicada desde los inicios del siglo XVIII al oficio de las artes —arcabuceros, damas­quinadores, labradores y ceramis­tas—. Él fue el primero y el único de los suyos empeñado en el arte mayor de la pintura.
Quienes lo conocieron quedaron subyugados por su presencia física y por su talan­te de hombre bueno.
"Tenía andar de torre", re­cordaba Ortega. "Era un titán de los montes cantábricos", escribió el novelista Ramón - Pérez de Ayala. "Todo en él era titánico: su inteligencia, su voluntad, su arte, su amor a España. Pero lo más grande de él era su inocente corazón de niño". Y lo certificaba Araquis­táin: "Poseía un espíritu napoleó­nico". El novelista antes citado lo retrataba de esta guisa: "La cara está llena, la cabeza es redonda, y debajo del cogote comienza a hen­chirse el pestorejo. El color, curti­do y rojo, sin tocar en lo rubicun­do; color de fruto silvestre. Los ojos negros, redondos, portentosa­mente vivos y alerta. Sale de ellos una fuerza de atracción que lo pre­cipita a uno bajo su órbita. La boca es limpia, de blancos dientes iguales, algunos de oro. A veces, con ocasiones inocentes, rompe en una risa colosal... El pecho es abombado en extremo y los hom­bros algo angostos en proporción a la corpulencia. Viste con llaneza y aseo, en un modo de desaliñado aliño; viste trajes holgados de to­nos neutros oscuros y es muy afec­to a la boina. Sus manos son ro­bustas, tanto de artesano y de hombre industrioso como de artis­ta...; un último pormenor: algo es­tevado, los pies no forman ángulo en la dirección de los talones, sino de las puntas". La extensión de la cita se justifica tanto por la exacti­tud del retrato como por lo que de remembranza de aquel tiempo evoca el lenguaje de Pérez de Ayala.
Sobre su carácter, otras notas: "Era más contemplati­vo que hablador", decía la mujer de Catulle Mendés. Y, en palabras de su hermana Dolores, "triste". Supersticioso en extremo, blandía en la mano un junquillo de madera para alejar el mal fario y guardaba en el bolsillo del chaleco un pez de plata con la cola ar­ticulada, que acariciaba en ro­gativas a la buena suerte o lo tendía en vez de su mano cuando no quería estrechar la de alguien. Fama tuvo también, o así al menos lo afirma Corpus Barga, de ser uno de los hombres más malhablados de los muchos malhablados que ha dado el país.


Paisaje de El Escorial (1932)


Fue considerado el artífice de una cierta imagen de España y de los españoles, y sus costumbres y preferencias se correspondían ade­cuadamente con la representación que oficiaba. Son innumerables las desmesuras de su conducta, carac­terizada por gestos de arrojo o im­pulsos incontenibles. Si viviendo en París sentía el deseo de ver El entierro del conde de Orgaz, viaja­ba día y noche sin parar hasta To­ledo y lograba convencer al cape­llán de Santo Tomé para que le abriese, muy pasada la mediano­che, la iglesia y lo iluminase con un hachón; lo contemplaba y regresa­ba a París con idéntica premura. Si compraba una casa en Segovia, nada le importaba que la conside­rasen maldita, "la casa del cri­men". Y le perseguían las anécdo­tas.
Julio Camba, que lo acompa­ñaba en un viaje, tuvo la ocurren­cia, durante un encuentro amiga­ble con varias familias gitanas, que se asombraron de que un hombrón bien trajeado y señorial hablará el caló, de concederle el título de rey de los gitanos de Bilbao; y, en ver­dad, los gitanos fueron siempre bien acogidos en sus casas de Zu­maya, de Segovia, de Pedraza y del mismo Madrid.
Si de joven tuvo una a veces ne­gada vocación novilleril, que le empujó a figurar, con el nombre artístico de El Pintor, en algunos carteles de festejos menores —sin afeitarse jamás su poblado mosta­cho ni paladear nunca una salida por la puerta grande—, retuvo su afición y su gusto hasta el punto de que Juan Belmonte afirmase, en carta a un amigo común, el escul­tor Sebastián Miranda: "Verdade­ramente, yo no he comprendido nunca cómo el tío, con esta afición y esta capacidad, las dos principa­les cosas que se necesitan y que aún le duran con más de 70 años, no ha sido un mataor en lugar del mejor pintor de España".


El Cristo de la sangre (1911)

Y de los toros, al flamenco. El rasgueo que más le emocionaba, decía, "es aquel en que las falsetas
se tocan con el alanquera, sin doblar la mano y usando sobre todo la cuarta, la quinta y el bordón". En 1922 fue el encargado de la de­coración y del vestuario de actuan­tes y espectadores de la Gran Fies­ta de Cante Jondo que dirigió Ma­nuel de Falla con la colaboración de Federico García Lorca. Concedió, además, un premio de 1.000 pesetas, de las de entonces, al que improvisara la mejor saeta. "Tú que andas por el mundo peregrino, si la encuentras dile que yo la ca­melo pero que no quiero verla", fue la ganadora. Años antes —se conserva una fotografía de aque­llo—, acompañó a Tórtola Valen­cia, tocando la vihuela, en una juerga, y quizá también en otras privadas y más fogosas que la in­tercesión de Miguel Utrillo supri­mió de las escandalosas memorias de la danzarina.
Lo que nadie negó nunca fue su inquebrantable fidelidad para con los amigos, especialmente con aquellos menos favorecidos por la vida. Uno de sus últimos gestos en­trañables fue la instalación con sus propias manos de un medallón conmemorativo de Pablo Uranga,obra del escultor y también amigo Paco Durrio. Homenajeaba así al que hasta su fallecimiento había sido su mejor escudero.
Su carrera artística resulta, al menos cuando se cuenta, contra­dictoria.
A sus inicios en Éibar y a una primera y deslumbrada visita al Museo del Prado les suceden un primer y vacuo viaje a Roma y, casi de inmediato, su estableci­miento en París. Allí, el pintor de 20 años toma contacto, en el trans­curso de una década y algo más, con muchos de los artistas empe­ñados en transformar y subvertir la historia del arte: Edgar Degas, que decía de él que "le gustaba porque se reía del aire"; Paul Gau­guin, que dejó sentir su influencia; Maurice Denis, cuya amistad, como la de Émile Bernard, conser­varía hasta mucho después de ser considerado famoso; Toulouse­Lautrec, con quien compartió las noches locas de la Butte; el escultor Auguste Rodin, y su secretario, el poeta Rainer Maria Rilke, admira­dores, corresponsales, e interesado el último en redactar una mono­grafía del pintor que, lamentable­mente, no llegó a cuajar por desinterés u olvido de Zuloaga.
Y no sólo mantuvo relaciones con los artistas franceses, sino también con el grupo catalán de Santiago Rusiñol, Ramón Casas y Miguel Utrillo; con los otros dos artistas que compartieron con él el éxito entre la aristocracia europea, Hermén Anglada-Camarasa y José María Sert; e, incluso, con Pablo Picasso, unido al principio por la­zos muy estrechos al pintor eiba­rrés, deudor de más de un favor importante y al que el malagueño distanció, aunque sin llegar, como hizo con Francisco Iturrino, a si­lenciar que le había conocido. Po­drían mencionarse también escri­tores de talla: Mallarmé, Máximo Gorki, Paul Fort, Charles Mauri­ce, etcétera.
En aproximadamente 20 años, entre 1890 y 1910, se inicia y se ci­menta la fama internacional de Ig­nacio Zuloaga. Al mismo tiempo, fijemos 1907 como clave cronoló­gica en el vuelco que habría de su­frir la pintura; se inician también los movimientos y tendencias agrupados después bajo el apelati­vo común de las vanguardias. Ni entonces, ni en los 35 años más que vivió Ignacio Zuloaga, puso sus ojos el pintor en lo que sucedía en su entorno si no fue para cerrarlos, sin querer ver, o para denostar lo que veían. Sólo al final de su vida, en una reflexión manuscrita halla­da en uno de sus cuadernos de apuntes, llega a formularse esta pregunta: "¿Qué es arte? ¿Qué es pintura? Esto me pregunto a los 54 años. Después de haber pintado unos 500 cuadros. ¿Será debido a la época en que vivimos? ¿Es que el objetivo del arte es siempre hacer nuevo? ¿O es basarse en lo hecho y sobre todo en lo que el natural nos enseña? ¿Qué preocupaciones tu­vieron los antiguos? ¿Qué preocu­paciones tenemos hoy?".


Retrato de la marquesa Casati (1923)

Enrique Lafuente Ferrari, au­tor de la más completa monografía dedicada al artista, brinda una ex­plicación orteguiana: "La genera­ción de Zuloaga fue la del Salón de la Société Nationale —que se opo­nía al Salón oficial, llamado de Bouguerau, y fundado, pásmese el lector, por Meissonier, que fue él—, templado palenque en el que el academicismo decimonónico que­daba apartado, pero donde no te­nían acceso los atrevimientos más revolucionarios del arte deshuma­nizador".
Otro crítico, Mac Mahon, se expresa con otro matiz: "Zuloaga es un tipo raro entre los artistas: el reaccionario independiente que, volviéndose a la vez contra la se­guridad de las escuelas y la salvaje libertad de los modernos, realiza enteramente sus propios objetivos artísticos y alcanza el éxito".
Y, por último, el propio Zuloa­ga lo reafirma aludiendo al pintor al que dedicó sus mayores desve­los: "Se habla de Goya. Ése sí, ése pintaba como quería. ¿Por qué? Porque le importaba todo un ble­do; en una sesión; sin importarle nada... Y eso es, eso es lo que hay que hacer, chiflarse de todo. Yo voy a hacerlo ahora. Voy a pintar como quiera, sin contenerme. Voy a pintar en el estudio un gran le­trero que diga 'atreverse'. Eso es lo que hay que hacer... Lo voy a pintar aquí: ¡atreverse! Pintar como se quiera, sin preocupación, sin timidez".
Sus maestros, los pintores que reconocía profundamente enreda­dos en sus raíces, fueron todos es­pañoles: Ribera, Zurbarán, Veláz­quez y Goya. Llevado de los arre­batos de su devoción por este últi­mo, recuperó y devolvió a la vida su casa natal convirtiéndola en museo. Su otra gran pasión fue El Greco, al que descubrió antes de que lo hiciera Manuel Bartolomé Cossío.
De esa preferencia por la tradi­ción española, de su íntima vincu­lación con las tierras y los perso­najes de la España del interior y de Andalucía, de su carácter vasco y de las ideas y de los sentimientos divulgados por la generación del 98, surgió lo distintivo de Zu­loaga.
Su estilo no siempre alcanzó parabienes en su propia tierra. Entre los denuestos proferidos contra Zuloaga resplandece éste de una gacetilla publicada en La Correspondencia Militar en febre­ro de 1909: "Para encontrar mer­cado más espléndido a sus cua­dros, pinta picadores que repo­san, pica al hombro, recostados en la pared del Ministerio de la Gobernación, mientras cruzan la Puerta del Sol duquesas con zapa­tos de galgas y diputados en trajes de luces".
El grupo más numeroso de obras de Zuloaga son retratos, en los que comparecen amigos y fa­miliares, una poblada nómina de aristócratas, aficionados pudien­tes y, testimonialmente, la gran mayoría de los escritores, intelec­tuales y personajes públicos espa­ñoles vivos entre principios de si­glo y 1945, año de su muerte.
Le siguen, aunque prevalecen a los anteriores por su resonancia, las grandes composiciones. Nada líricas, de épica voluntad y monu­mentales, en las que tipos y paisa­jes declaman, entre estridencias del tema, de la forma dibujada y una muy reconocible acidez de co­lor, un texto obligado que oscila de la agitación melodramática a lo kitsch, de lo tradicional a lo cari­caturesco, en un tono permanen­temente alto, que vela lo que desa­fina considerándolo carácter o atemorizando por su fuerza.
Papel muy significativo tienen sus desnudos. Como escribe La-fuente Ferrari: "El desnudo ata el vuelo a Zuloaga y le inhibe todo desarrollo imaginativo para ate­nerse al natural con gustosa servi­dumbre".
En los últimos años de su vida aparecen, a intervalos, algunos bodegones, austeros y pesimistas, como su ánimo en aquellas horas.
El éxito y la popularidad le acompañaron en todas sus expediciones internacionales. A París siguieron Colonia, Düsseldorf, Berlín, Londres, Venecia, Roma y, por fin, Nueva York y otras ciudades norteamericanas. Como quiera que el nombre de Zuloaga resultaba extraño a la pronuncia­ción inglesa, un periódico aconse­jaba a sus lectores que lo pronun­ciasen así: Thoo-low-ah-ga.
El único artista español con quien competía era Sorolla, que poco antes había conocido el baño de multitudes y de fervor del público americano, y del que le distanciaban tanto la ambición personal como la concepción esté­tica. Del trecho entre uno y otro y de la equiparación de Zuloaga al pensamiento crítico que se inició en España a comienzos del último siglo da testimonio la irónica pre­gunta formulada por Ortega: "¿Para qué pintar el sol sobre una playa, si tengo siempre playas con sol, puedo viajar hasta ellas en tren y, además, protejo la indus­tria nacional ferroviaria?".
Su entronque con la generación del 98 —Azorín, Baroja, Maeztu, Unamuno, etcétera— y con el ha­cer literario contemporáneo tanto hacen a Zuloaga en España como componen una imagen tangible del ideario estético de aquella ge­neración y aquella literatura, en una correspondencia, además, que revela, por ambas partes, lo­gros y carencias.
Sea como fuere, lo cierto es que la obra de Zuloaga, la representa­ción dramatizada, esperpéntica, tipificada y topificada que difun­dió provocó tantas adhesiones como rechazos furibundos. Si­quiera se mantuvieron firmes en sus posiciones quienes lo alaba­ban o quienes lo zaherían acre­mente. Ni el pintor, en su anhelo de independencia, ni sus comenta­ristas dieron nunca con la resolu­ción adecuada de qué, cómo, por qué caminos y según qué modelos podía definirse y dibujarse la faz y el caminar del país del que dispo­nían y, sin duda, amaban. Hoy día, aquellas cuestiones resultan distantes y ajenas al discurrir in­mediato de la historia, y segura­mente lo entonces escrito y publi­cado, como su pintura misma, se resienten de lejanía. n


El enano Gregorio el botero en Sepúlveda (1908)


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